Redes Sociales

Las redes sociales han llegado para quedarse. Han desplazado, al menos a nivel popular y masivo, otras formas de comunicación: no sólo la vieja carta sino su versión electrónica, el email. Cada red social ha desarrollado su propio sistema de comunicación: la herramienta como medio formal, y otros códigos que se multiplican al ritmo de la creatividad de los usuarios. Todo podría suceder “ya” si no fuera que, para concretarse en el plano de lo real, los tiempos siguen siendo más o menos los mismos: rutinas, traslados, y otras prioridades ponen un freno a la fantasía de la inmediatez generada por Whatsapp o cualquier sistema de mensajes. Frente a Twitter o Whatsapp, Facebook es anacrónico; sólo los mayores de cierta edad adherimos fielmente a ella. A su vez, el vértigo de Twitter aumenta nuestra inamovilidad: el mundo pasa velozmente ante nuestros ojos pero mientras tanto, nosotros, los usuarios, no vamos a ninguna parte; más miramos la pantalla, menos nos movemos.

Las redes sociales promueven, y hasta generan, vínculos. Tal fue la motivación de Facebook en su origen: recuperar contactos perdidos en el devenir de la vida. Doy fe que, en un tiempo de inestabilidad personal, encontré en esa red la contención y el contacto que de pronto en la vida real  me faltó. Facebook no sólo me entretuvo, sino que enriqueció mi vida; en momentos de profundo desarraigo recuperé y retomé vínculos largamente postergados. Sin excepciones, todas personas conocidas. Los “amigos” de Facebook, en una época, no eran muy distintos a los amigos de la vida; tal vez sólo un tema de graduaciones.

“Seguir” a alguien, por otro lado, no supone amistad ni pacto, ni siquiera reciprocidad. Alguien es interesante, entonces lo “sigo”. No sé quién es, qué hace, nada; sólo sé que un aspecto de su existencia ejerce en mí, como yo en otros, un cierto grado de atracción. Twitter nos permite ver aristas pero no volúmenes. Al tiempo que nos mantiene en un tiempo real, segmenta ferozmente el mundo tanto en su percepción como en su profundidad; sabemos más pero en realidad mucho menos. Aun así, y también doy fe, en algún lugar como el MD (Mensaje Directo) se genera la rendija por la cual la gente tiende a conocerse; pero es sólo una rendija; en todo caso la red social y sus reglas son su propio escudo. En definitiva, Twitter es más acerca de ideas que de personas.

Es notorio que no me meto con redes como Instagram, Twitcher, TikTok, Tinder, las cuales desconozco si no absolutamente, lo suficiente como para no aventurar conjeturas. Con Facebook, Twitter, y Whatsapp tengo bastante. Han enriquecido mi vida, han rescatado vínculos y afectos no tanto del olvido como del anonimato que conlleva el paso de los años. Me ha permitido compartir mi vida con personas que conocí una vez, por un período de tiempo, y que en algunos casos, literalmente, no he visto en cincuenta años.  Al mismo tiempo, con muchas de ellas no comparto ideologías o preferencias pero prevalece el vínculo humano por sobre los intercambios de ideas y posturas. Como en cualquier grupo social, todos cuidamos los modos, los tonos, las palabras, y no traicionamos aquello que somos al tiempo que no herimos al prójimo. ¿Alguien puede discutir las virtudes y fortalezas de tales recursos?

Al mismo tiempo, en los últimos años, en redes como Twitter, que tratan más sobre ideas que sobre personas, y aun cuando cuido y elijo a quién sigo, me he encontrado con una versión menos noble de las redes sociales; una versión que permea a las otras, que habilita formas de relacionarse que no serían admisibles en la vida real. El insulto frente al prójimo exige un coraje o un nivel de inconsciencia que ninguna red social demanda: cuando escribimos algo hiriente, sabemos que lo hacemos, sabemos que no tiene marcha atrás, y sabemos que, salvo que nos vengan a buscar a la puerta de nuestras casas, no tendrá mayores consecuencias. El insulto en redes es un acto cobarde precisamente porque estamos escudados de sus consecuencias por la propia red. Las redes son, en ese caso, el escondrijo de quienes no pueden argumentar más y sólo atinan la matonería virtual.

Sé de mucha gente que decide ausentarse de las redes; sé de muchos que ni siquiera participan. Prefiero no privarme del privilegio de acceder a grandes personalidades, pensadores, y gentes de diversas sensibilidades que enriquecen mi vida día a día. Prefiero estar. He aprendido, sin embargo, que no sólo los algoritmos deben determinar los temas que me ocupan; yo también puedo hacerlo. “Bloquear”, dejar de “seguir” a alguien o “salirse” de un grupo supone renuncias, no cabe duda; al mismo tiempo, es un acto electivo: soy y pienso aquello que soy y pienso y nadie me obliga a confrontar ni ser confrontado por quienes son y piensan diferente. El límite del pluralismo está allí donde comienza la virulencia. Podemos caminar por veredas diferentes, conscientes que el otro camina por la vereda de enfrente u otra que ni vemos pero sabemos que existe; lo que no podemos es cruzar la calle para empujar al peatón que nos incomoda fuera de la senda que ha elegido. Esos son actos dignos de dogmáticos y fundamentalistas.

También he aprendido con los años que el humor escrito puede ser malentendido u ofensivo; poner emoticones ayuda, pero creo que la palabra todavía tiene más fuerza que esos signos. Chistes en Whatsapp o Twitter son sólo para gente muy creativa y para un humor muy ingenuo o básico; todo lo demás puede ser ofensivo. Sobre todo, he aprendido que, como señala Harari, la tecnología avanza mucho más rápido que nuestra capacidad de evolucionar y por lo tanto grandes mayorías quedan al margen de códigos y convenciones que algunas minorías adoptan o adoptamos (pertenezco a uno y otro grupo). La mera mención en redes, una referencia, ni que hablar de una foto, puede ser, para millones de anónimos, una crisis de identidad y valores que, precisamente, estaban buscando evitar. Somos seres sociales pero también somos seres privados desde el día que cubrimos nuestra desnudez. Las redes sociales han traído consigo una desnudez virtual, una exposición riesgosa, un egocentrismo exacerbado, y un sistema social paralelo que a su vez incide, se atraviesa, y transforma nuestra vida social real. Es un equilibrio demandante; asequible, pero exigente.

Las redes sociales son un arma de doble filo; hay que manejarlas con prudencia y sensatez. No renunciaré a su uso en aras de avanzar mis ideas y obsesiones, en el campo que sea, ni de cultivar vínculos que me enriquecen; pero si algo tengo claro es que ninguna causa merece morir por ella, ni siquiera virtualmente; hay ciertos límites que no trasvasaré ni permitiré que me invadan. Porque al final del día, aunque hable por Whatsapp con mi hija y vea sus logros y sus cambios, nada se compara con poder darle el abrazo real y sentarme junto a ella en ese espacio que hasta ese momento sólo he visto a través de una cámara. Ha sido una ventaja, ha sido mejor que lo que era en mi juventud, pero nunca brindará la calidez y el estrecho contacto humano de hacerse presente.