El viejo asunto de los muros
“Something there is that doesn’t love a wall,” “Mending Wall” (https://www.poetryfoundation.org/poems/44266/mending-wall)
Parafraseando al gran poeta estadounidense Robert Frost, tengo una suerte de obsesión con los muros. Será que como él quiero saber, cuando levanto un muro, qué dejo fuera y qué dejo dentro. Hay algo de los muros, abusando del parafraseo, que no me gusta. Sin embargo, se erigen y multiplican los perímetros que me circundan, que nos protegen, regulan nuestras vidas, y en algún momento nos definen. No sé si buenos muros hacen buenos vecinos: tal vez en su experiencia los muros son bajos y simbólicos, frágiles y casi espontáneos. Los muros que yo conozco separan. Cuando queremos hablar con un vecino, salimos a la vereda.
Al mismo tiempo, tengo una suerte de fascinación con los horizontes. Desde aquella primera convalecencia en un sanatorio, donde el mundo quedaba enmarcado en una ventana o una pantalla, mi vida ha estado signada por la búsqueda de horizontes. Al punto que los lugares que he elegido habitar cumplen con esa condición: se asoman a un panorama de ciento ochenta grados. He elegido alojamientos privilegiando las vistas: sea un lago, el perfil de una ciudad, o la profundidad de varias manzanas de azoteas coronadas por un emblema; estar supone contemplar, tener la cabal y profunda dimensión de los espacios; esta contemplación supone tiempos.
Uruguay no tiene muros. De las viejas muralla de Montevideo no queda sino el pórtico. Alambrar la campaña fue un proceso largo y “civilizador”; hay algo orejano en la idea de lo continuo e ininterrumpido. Los únicos límites son los naturales, y las convenciones fijaron los artificiales; aun así, una calle nos separa de Brasil, al punto que no podemos concebir la idea de separar un país de otro. Preferimos correr el límite más adentro, hacerlo nuestro, antes de dejar fuera al vecino. Lo más parecido a un estado de conflicto fue el cierre, por parte de Argentina, de los puentes sobre el Río Uruguay. Precisamos una pandemia para convertirnos en un país “cerrado”, defendido. Levantamos muros sanitarios y burocráticos para protegernos, y aun así, no nos gustó. Los límites de la pandemia, su muro virtual, nos impuso noción de tiempo y nos obligó a pensar en la libertad no cómo ideal sino como praxis.
Israel se recuesta sobre un muro y sobre límites más o menos naturales que sin ser obstáculos geográficos, son áreas estratégicas. Cuando Sharon comenzó la construcción del muro entre Cisjordania e Israel terminó en buena medida con los atentados de la 2ª Intifada: estaba muy claro qué estaba dejando fuera y qué estaba dentro. Jerusalém tiene sus viejas murallas, pero el tránsito entre los barrios judíos y los árabes es fluido; el problema es que, a diferencia de las calles que cruzamos en Rivera o Chuy, allí se reconocen como ajenos unos de otro; el muro está instalado. Aun entre judíos, atravesamos una cierta calle y estamos en mundos diferentes, hermanos que no tienen un lenguaje común. La pandemia y sus consecuencias políticas pusieron a prueba el sistema democrático israelí. Israel emerge de la pandemia con un gobierno variopinto para el cual su desafío mayor es, si no derribar, al menos convertir los muros, todos sus muros, a su versión más frostiana.
Los EEUU de Norteamérica están surcados por muros intangibles pero impenetrables: entre los Estados, entre los barrios en las grandes ciudades, entre los afro-descendientes y los anglosajones, entre los latinos y el resto, y ahora entre Demócratas y Republicanos, entre progresistas y conspiradores. Sería triste de admitir, pero tal vez el Presidente Trump represente más fielmente la realidad de su país que el Presidente Biden, que en el mejor de los casos representa ciertos ideales. El mismo muro en la frontera con México condiciona a uno y a otro, pero no deja de ser una gran metonimia de lo que el país padece en su inmenso territorio. La guerra civil sigue reeditándose en sus diferentes versiones. El ideal estadounidense sigue siendo un suburbio enjardinado y sin muros, pero la realidad es irrefutable: nadie puede vivir sin su muro.
Acabo de levantar una pared metálica liviana, un muro de chapa, en mi propiedad. No preciso más; como diría Robert Frost, lo suyo son manzanas, lo mío son los pinos. ¿Quién podría confundirse? Aún así, levanto el muro lo más alto posible. Una mañana como tantas he llegado y me doy de bruces con el cerramiento que yo mismo hice levantar. No sólo cambié espacio por renta; cambié espacio por existencia. Ya no puedo recorrer los metros que me traen recuerdos, ahora tendré que soñarlos. He cedido a otros, no sin beneficio, la soberanía de mi ser, mi capacidad de poder volver una y otra vez a lo que una vez fue. El muro termina de cerrar mi pasado, me obliga darme vuelta y mirar al futuro.
La experiencia onírica es muy rica para el psicoanálisis. En la vida cotidiana, puede ser agotadora. Porque una cosa es elegir recordar y una muy otra que el recuerdo se nos imponga. En los sueños no hay muros; por el contario, hay paredes demolidas. De pronto he visto el pasado remoto, cuando desde hace dos días no puedo ver más el pasado inmediato. Así las cosas, mi obsesión con los muros, en su naturaleza limitante, y salvando todas las distancias, me lleva por este deambular divagado sobre la existencia, sus perspectivas y sus límites, la contundencia de sus hechos y la ambigüedad de sus sueños. Como las naciones, vivimos entre los muros en que hemos nacido. O no.