¿Creíble, o no? El Dilema del Capitolio y la Kristallnacht

Donniel Hartman, The Times of Israel, 14 de enero de 2021

Mientras observaba desde mi sala de estar en Jerusalem cómo se desarrollaban las horripilantes escenas en la Colina del Capitolio durante la noche, me encontré repitiendo una y otra vez: “Esto es increíble. Esto es increíble.” “Increíble”, “sin precedentes”, “es una locura”: todos estos son términos que usamos instintivamente como  expresión de incredulidad cuando experimentamos una desviación de lo que para nosotros es lo normal. Cuando se trata de una desviación tenebrosa, estas expresiones dan voz a nuestra conmoción y dolor. Sin embargo, también pueden proporcionar una medida de comodidad sicológica al asegurarnos que lo que consideramos que son nuestras normas es algo normal, mientras que la aberración es precisamente eso: una aberración. La noción de lo increíble nos permite preservar nuestro mito de la estabilidad, algo tan central para aquellos de nosotros que lo suficientemente afortunados de vivir en situaciones de bienestar político y material. Funcionamos dentro del mito de que prevalecerán el orden y la previsibilidad, la razón, la decencia y el sentido común. Es este mito el que nos permite conciliar el sueño por la noche y despertarnos a la mañana siguiente.

Sin embargo, es increíble, por así decirlo, que el mundo en general y nosotros los judíos en particular, consideremos al desorden y a la destrucción como algo increíble. ¿Quién más que nosotros ha sido testigo de la tentación del fascismo? La capacidad de controlar a las masas a través del miedo, la posibilidad de que personas razonables suspendan la verdad y los hechos y de que los aparentemente civilizados silencien su conciencia moral. ¿Cómo, después del Holocausto, es posible que algo sea considerado increíble?

Nosotros, los judíos, sin embargo, hemos estado a la cabeza de la carga de preservar el estatus del Holocausto como paradigma de lo increíble. Hemos hecho que el Holocausto no sea meramente algo separado e intocable, sino que en muchos sentidos sea irrelevante: un evento excepcional con el que nada se puede comparar y, en consecuencia, del que casi nada se puede aprender. Los historiadores están listos para refutar cualquier comparación del Holocausto con otros genocidios o asesinatos en masa. Del mismo modo, el nazismo es la encarnación de la pura maldad, incomparable con cualquier otro fascismo, por no hablar de tendencias fascistas. Ninguna injusticia, criminalidad u opresión es comparable de forma alguna con el Holocausto. Es sui generis, aislado de nuestras experiencias cotidianas. En consecuencia, no influye en nuestra percepción de la realidad. Al poner el Holocausto fuera de los límites como comparación aplicable, nuestro mito sobre la estabilidad puede seguir siendo creíble.

Trump no es Hitler y la ruptura de los cristales de la Colina del Capitolio no fue la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos. Sin embargo, subvirtiendo la voluntad del pueblo y el imperio de la ley, adoptando la violencia como medio político, alineando la grandeza de la nación exclusivamente con un solo hombre, aceptando como verdadero y moralmente obligatorio solo lo que sirve a su partido e ideología, fomentando el miedo a las minorías y el odio hacia ellas y los enemigos ideológicos; todos son precedentes de los que fuimos testigos en la Alemania nazi, precedentes que son a la vez plausibles – por lo tanto creíbles – y peligrosos para el futuro de la democracia en todo el mundo.

Los judíos necesitábamos que el Holocausto fuera algo increíble para poder levantarnos al día siguiente – de hecho todos los días – y creer que podemos tener un futuro como parte de la humanidad. Sabemos, sin embargo, que el Holocausto, y ciertamente los eventos en la Colina del Capitolio, no fueron algo increíble. No solo ocurrieron sino que pueden volver a ocurrir. La verdadera lección del Holocausto es que el mal no es algo increíble y que las tendencias fascistas y racistas no son algo anormal. Somos testigos del hecho de que la humanidad es capaz de una tremenda decencia, bondad y grandeza intelectual y moral, a la vez que de una profunda depravación y una desmedida maldad. Al intentar convertir la posibilidad de estas fallas en una cuestión marginal, nos refugiamos en la complacencia y, potencialmente, permitimos que se conviertan en la nueva normalidad.

Durante los últimos cuatro años, gran parte del mundo ha sido testigo de la fractura de la sociedad estadounidense, acompañada de un declive de los valores de la verdad, los hechos, la decencia y la tolerancia. Las palabras “increíble” y “sin precedentes” se han utilizado con demasiada frecuencia para considerar estos fenómenos como algo marginal y subestimar sus peligros. Es reconfortante creer que la normalidad retornará en el momento en que Trump deje la presidencia o sea eliminado de Twitter.

Pero la democracia, el estado de derecho, la decencia, la razón y la tolerancia solo prevalecerán cuando los defendamos y desarrollemos marcos intelectuales, educativos y culturales que permitan a todos – incluso a los que están al otro lado de la línea partidaria – abrazarlos. Las elecciones libres representan formas de gobierno democráticas saludables. Sin embargo, las elecciones libres por sí solas no preservan una cultura democrática. La lección del siglo XX, y ahora la del XXI, es que esta cultura es frágil y notablemente susceptible a las amenazas. Los ataques en contra de ella no son increíbles. Es posible que debamos creer que son increíbles para poder dormir por la noche. Pero cuando nos despertemos por la mañana, deberemos reconocer cuán creíbles son y comenzar a actuar en consecuencia.

Traducción: Daniel Rosenthal