Las Dos Israel de Netanyahu
Yossi Klein Halevi, The Times of Israel, 24 de diciembre de 2020
Ayer recibí mi vacuna contra el COVID-19 en Jerusalem, junto con otras personas mayores de 60 años. La experiencia fue impresionante debido a su normalidad. No hubo filas de espera estresantes, de hecho no hubo ningún estrés. Jóvenes educados y eficientes nos guiaron a través del proceso. Parecía haber más trabajadores de la salud que pacientes. Mi esposa Sarah y yo llegamos temprano. Como dijo Sarah, esto es Israel, las cosas son flexibles. Y lo fueron. Nuestros nombres fueron chequeados en una lista y en cuestión de minutos terminamos, antes de la hora asignada para nuestra cita. Ni siquiera tuvimos que pagar nada. Fue uno de esos momentos israelíes de silencioso orgullo, de saber que tomé la decisión correcta cuando, hace cuatro décadas, le confié al estado de Israel mi futuro y el futuro de mi familia. Era el Israel del rescate de Entebbe y de la Operación Salomón, el Israel que sorprende al mundo y sobre todo a sí mismo con su capacidad de grandeza.
Este es un país que cuida a sus ciudadanos de formas a menudo asombrosas. La asistencia que se brinda a las personas mayores, a las personas con discapacidades físicas, está entre las mejores del mundo. Nuestras universidades aparecen habitualmente en las listas de las mejores del mundo, y el costo de la matrícula es mínimo. Una de las razones por las que Israel obtiene una puntuación tan alta en el “Índice de felicidad” de la ONU es que los israelíes saben que viven en un país que no solo exige sacrificios incomparables de sus ciudadanos, sino que también se ganan ese derecho. Ahora Israel está en camino de convertirse en el primer país completamente vacunado, el primero en derrotar al COVID-19. Si todo va bien, puede que seamos una sociedad inmune para la noche del Seder. Una vez más hemos demostrado que, cuando nos enfocamos en una misión de importancia nacional, aparentemente nada puede detenernos.
Pero hay otro Israel, una nación cada vez más disfuncional que ha perdido la confianza más básica en su liderazgo, cuyas instituciones democráticas están bajo un ataque sostenido y que ahora, en medio de una pandemia y la peor crisis económica en décadas, está siendo arrastrada a una inexplicable cuarta elección en menos de dos años, fomentando el cinismo y la desesperación, especialmente entre los israelíes jóvenes. Un país cuyo partido en el gobierno, el Likud, que una vez fuera la piedra angular de la democracia israelí, con políticos talentosos motivados por un espíritu de servicio público, ahora está dominado por demagogos e incompetentes, la peor cara de Israel.
Este Israel alternativo es uno de los pocos países en camino hacia un tercer confinamiento por el Covid, causado por un “gobierno de unidad” ridículamente dividido, cuyas decisiones no están motivadas por consideraciones de interés general sino por mezquindades políticas. Un gobierno que complació a la comunidad ultraortodoxa en su desobediencia masiva contra las regulaciones sanitarias e impuso confinamientos radicales a toda la sociedad, en lugar de centrarse en las ciudades ultraortodoxas donde el brote fue más severo: una política que a muchos israelíes les costó su sustento. Un gobierno irresponsable que trató de hacer alarde de sus logros diplomáticos al permitir que decenas de miles de israelíes viajen a Dubai y traigan de vuelta la próxima ola del coronavirus.
Ambos Israel están personificados en el primer ministro Netanyahu. Es nuestro líder más talentoso y nuestro político más destructivo, con el resultado de acuerdos sin precedentes con cuatro países árabes y campos arrasados en nuestro gobernanza. Su liderazgo vigorizante nos ha traído las vacunas COVID-19; su política corrupta nos ha llevado al borde de la ruina por el Covid. Es arquitecto y metáfora de nuestros mejores y peores impulsos, de nuestra determinación y de nuestra disipación. En el pasado, cuando su comportamiento era simplemente arrogante, con un vago aroma a corrupción, tener lo segundo como compensación por lo primero parecía valer la pena. Pero en los últimos años ha violado nuestras normas más sagradas y borrado toda contención moral de nuestra política. Cuando en 1984 el líder de extrema derecha Meir Kahane habló por primera vez en la Knesset, el primer ministro del Likud, Yitzhak Shamir, se retiró en protesta. Ahora, Netanyahu ha ofrecido a la descendencia ideológica de Kahane un lugar en su coalición.
La política israelí nunca fue, como se dice aquí, “vegetariana”. Pero Netanyahu aparentemente les ha mentido a todo el mundo sobre todo, de manera tan pública y descarada que sus promesas más solemnes son consideradas en todo el espectro político como la parte principal de un chiste. No es coincidencia que los políticos que buscan su caída sean en su mayoría de derecha e incluyan a sus antiguos aliados más cercanos. El daño educativo del cinismo político de Netanyahu en una nueva generación de israelíes es incalculable.
Podría decirse que el mayor pecado de Netanyahu contra Israel es que ha abierto las múltiples líneas de falla que atraviesan nuestra sociedad, enfrentando tribu contra tribu. Aunque apenas queda algo de la izquierda en Israel, ha calificado a sus oponentes de “izquierdistas”, al tiempo que anima a quienes están más cercanos a él, especialmente a su hijo, a incitar contra los “traidores”. Ha retratado a los ciudadanos árabes que ejercen su derecho al voto como una amenaza contra el estado (“árabes que fluyen masivamente a los colegios electorales”). Acusó a los políticos de centro que buscan una alianza con los políticos árabes de confabular con los terroristas, y luego cortejó a Ra’am, el partido islamista.
Israel es, por un lado, una sociedad fuerte, quizás la más fuerte de Occidente, con una ciudadanía patriótica y muy motivada, poderosos lazos de familia y amistad, una ética nacional vigorosa por la que muchos israelíes arriesgan sus vidas. Y, sin embargo, también somos una sociedad frágil, dividida en múltiples fisuras sociales e ideológicas.
Me mudé a Israel en el verano de 1982, al comienzo de la primera Guerra del Líbano. Esa fue la primera y única guerra que no solo no logró unirnos, sino que también nos dividió. Los israelíes se gritaban unos a otros en las calles: ¡Traidor! ¡Belicista! Los soldados reservistas terminaban su período de servicio y luego se unían a las protestas frente a la casa del primer ministro en Jerusalem. Mi trauma israelí es el de una nación que no pudo unirse incluso cuando sus soldados estaban luchando en el frente. Aprendí a no dar nunca por sentada nuestra cohesión nacional.
Somos una sociedad formada por inmigrantes provenientes de un centenar de exilios, con tantas ideas contradictorias sobre el significado de por qué estamos aquí como sobre cómo manejar nuestros abrumadores desafíos. Estamos gobernados por un sistema de coaliciones, porque esa es la única forma de acomodar las ideas radicalmente dispares sobre lo que debería ser este país. Siete décadas después de nuestra fundación, aquí no se ha resuelto nada, desde nuestras fronteras hasta nuestra identidad. ¿Hemos vuelto para normalizar el destino judío, para ser una nación entre naciones, como prometió el sionismo, o para cumplir el sueño bíblico de “un reino de sacerdotes y una nación sagrada”? ¿Cuáles son los límites entre “estado judío” y “estado democrático”? ¿Cómo absorber en la corriente principal de Israel las dos sociedades que existen en su periferia, laultraortodoxa y la árabe?
El gran miedo judío que llevamos con nosotros desde la antigüedad es la amenaza de la autodestrucción. Somos un pueblo que ha conocido momentos trascendentes de solidaridad y momentos amargos de fratricidio. Nos paramos juntos ante el monte Sinaí, en palabras del comentarista bíblico Rashi, “como una persona con un solo corazón”. Y mientras los romanos intensificaban su sitio contra Jerusalem, quemamos mutuamente nuestros graneros y asesinamos a los líderes rivales. En las semanas previas a la Guerra de los Seis Días, los judíos de todo el mundo se unieron “como una persona con un solo corazón” y compartieron la trayectoria emocional que nos llevó del temor al alivio, de la euforia al asombro junto con los paracaidistas en el Muro. Y el 4 de noviembre de 1995, un judío religioso, actuando en nombre de la tierra de Israel, asesinó al hombre que había comandado las Fuerzas de Defensa de Israel durante la Guerra de los Seis Días.
Para gobernar a Israel se requiere el sabio manejo de nuestras diferencias irreconciliables, un sanador en lugar de un incitador. Netanyahu se ha convertido en una amenaza para nuestra capacidad de ser una nación unida en su diversidad. Comparar a Netanyahu y Donald Trump es tentador. Ambos hombres han pisoteado normas sagradas, han abierto las líneas de falla de sus sociedades, han incitado a un grupo contra otro, han cuestionado la legitimidad de categorías enteras de ciudadanos. Sin embargo, en su mejor momento, Netanyahu fue un auténtico representante del espíritu israelí: hermano doliente de un héroe nacional, defensor elocuente de Israel en la arena internacional, el primer líder en advertir contra un Irán nuclear, desafiando valientemente a toda la comunidad internacional. Un hombre culto, reflexivo, incluso brillante, de cierta forma la antítesis de Trump.
El declive de Netanyahu es una tragedia israelí. Ahora que se enfrenta a un juicio inminente por tres cargos de corrupción, realmente espero que demuestre su inocencia; por su bien, pero también por el nuestro. Ya hemos enviado a un primer ministro a prisión, y la vergüenza de enviar a otro es insoportable. Incluso si es declarado culpable, espero un resultado que evite esa mancha en el buen nombre de Israel. Entonces, Sr. Primer Ministro: Gracias por la vacunación contra el Covid y por todos los demás logros notables por los que se ha ganado nuestro agradecimiento. Pero ahora, en nombre de todo lo que es sagrado para este pueblo, váyase.
Traducción: Daniel Rosenthal