John Lennon
Ianai Silberstein, TuMeser 10 de diciembre de 2020
Al momento de publicar estas líneas habrán pasado dos días de que se cumplieran cuarenta años del asesinato de John Lennon en Manhattan. Aludí al mismo en el contexto de pérdidas simbólicas y universales que marcan hitos en la historia de las sociedades y de los individuos, pero este año me prometí, tal vez por esa superstición respecto a los aniversarios redondos, dedicarle “tinta” al ídolo beatle de mi hijo, al espíritu de la banda que seguirá sacudiendo, para siempre, el alma de los jóvenes. Porque, como ellos mismos, los integrantes de la banda, no importa qué edad tengamos: todos seremos eternamente jóvenes cuando nos regocijemos con ellos. Basta con verlo a Ringo con sus ochenta años bien cumplidos.
Viéndolo a Ringo uno se pregunta cómo hubiera envejecido John; tal vez en forma tan digna como Paul (le faltan dos años para ochenta), tal vez como una suerte de fantasía onírica como su personaje en “Yesterday” (la película); o tal vez algo más parecido a Keith Richard, flaco, arrugado, y eternamente rockero, o todo lo opuesto, un Billy Joel irreconocible excepto en su talento. Hay algo mágico también en eso: que algunos artistas envejecen pero no; que no pierden mañas ni pelo; que su música los mantiene eternamente jóvenes porque de eso se trata: vitalidad, energía, el lenguaje universal de la belleza en su concepción más popular y menos pretenciosa. En ese sentido, y sólo en ese, fatal, el que muere joven gana, cuando todos los demás perdemos.
Pero no perdemos del todo porque la obra, como en todo artista, y en los grandes aun más, perdura. No sólo perdura, a veces se perfecciona: en las grabaciones, en las versiones, en la magnitud relativa de su trascendencia pautada por el paso del tiempo, ese que el artista no tuvo. El asesino Chapman mató, junto con Lennon, vaya a saber qué urgencia propia, íntima, perversa, que arrastraba desde siempre; pero no mató ni la música ni el mito. A propósito: John Lennon no precisaba morir para ser mito. Le bastó con burlarse de la aristocracia o meterse en la cama con Yoko Ono manifestando por la paz. Es por eso que dentro del mito “Beatles” John Lennon es EL mito. La iconografía no miente.
Cuando aludí al “ídolo de mi hijo” es porque él descubrió a los Beatles a través de Lennon, cuando yo lo hice como un todo, a tal punto que mi primer desafío fue saber distinguir sus voces; para ello leí no sólo toda la literatura en las tapas de los LP originales, sino todo libro que pude conseguir, empezando con su edulcorada biografía oficial de 1968 por Hunter Davies. Es más: yo tenía que aprender quién era quién en las fotos, porque mis primeros LP fueron las recopilaciones de sus grandes éxitos en los que posaban en las escaleras de los estudios EMMI, indistintos para el ojo no entrenado. Yo descubrí la maravilla Beatles a pocos años de su disolución como banda; mi hijo, como todos nuestros hijos, los conocieron con John Lennon asesinado. Si con su obra y su personalidad no hubiera sido suficiente, su muerte completó el designio; semióticamente hablando, Lennon fue el signo beatle, el signo que una generación legó a las siguientes.
Conversando hace muy poco con un amigo de la infancia tan o más beatlemaníaco que yo, me dijo algo así: “debo reconocer que Paul me pudo” o “me ganó”; cualquiera aplica. Para él también, el ídolo era “John”, y por su espiritualidad, no muy atrás, George (Harrison, claro). Paul siempre ha quedado para muchos ubicado en el facilismo de “Obladioblada” o en la simpleza, pura y sublime, de “Yesterday”. Aun cuando erigió catedrales de música como “Let it be” o le puso el final a “A Day in the Life” (letra, música, y está en discusión el “arreglo” del crescendo orquestal), aun cuando compuso el mejor rock beatle como “Get Back” o “I saw her standing there”, Paul era el buen chico que una hija presentaría a su mamá, y John fue el rebelde toda su vida buscó una madre. Cuando esa búsqueda parecía sosegada en su nueva etapa con Yoko y Sean, lo mataron.
Acaso Paul quedó como una suerte de apóstol encargado de pregonar el evangelio según los Beatles. Por supuesto que compuso una obra fantástica solo, pero sus conciertos se han convertido en una suerte de resurrección permanente. Paul canta sus propios temas, sean de la época beatle o de la época solista, pero incorpora, homenajea, a sus dos amigos muertos, John y George, honrándolos con hermosísimas versiones de sus clásicos. Cualquiera puede cantar un tema beatle, y de hecho sucede todo el tiempo; pero sólo Paul puede aproximarnos a la experiencia que alguna vez fue. Cuando suma a Ringo, su voz nasal completa la fantasía y el regocijo no cesa. Strawberry Fields Forever!
Cuando Paul no esté, “many years from now”, entonces sí, la experiencia beatle original habrá muerto para siempre, aunque su música viva para siempre; el arte siempre trasciende al artista. Tal vez sea buen momento, cuando los dos Beatles vivos ya rondan los ochenta años, para recordar el principio de todo. Situar los principios de una historia siempre es difícil. Elijo hacerlo el día que Brian Epstein bajó las escaleras de “The Cavern” en Liverpool y “sintió” a los Beatles en el escenario; sintió que tenía que hacerlos suyos. Se transformó en su manager. Cuentan que en realidad se enamoró de John Lennon, tabú si los había en aquella época en Inglaterra. Como sea, él supo sacarlos literalmente de la cueva, conseguir que un intuitivo George Martin los grabara en Londres, y el resto es historia.
Releo y me digo: efectivamente, en el principio, fue John Lennon.