Palabras justas o Silencio condescendiente

Vengo pensando hace días cómo abordar un tema que, no por repetido deja de ser delicado, cuando me encuentro, en el Daf Iomi (estudiar una página del Talmud por día), una fuente y un comentario que vienen muy al caso. Como generalmente sucede con las fuentes judías, y cuanto más antigua más aún, éstas son ambiguas y abiertas. Al mismo tiempo, si hay una forma válida para entender lo judío en toda su complejidad, las fuentes talmúdicas ocupan un lugar privilegiado. Es en este contexto que me gustaría reflexionar acerca del último desencuentro institucional en nuestra comunidad, que afectó a varios de sus colectivos, y que tuvo, como no podía ser de otra manera, sus derivaciones en redes sociales. Pasado el mal momento, estamos lejos de superar el asunto.

La fuente es el tratado de Eruvin 94 que versa sobre el tema del respeto hacia nuestros sabios, e incursiona en los temas vinculados a cómo manejar la discrepancia. La autora del newsletter de MyJewishLearning.com Chana Lockshin dice: “nos enseña cómo discrepar sin ser desagradables”. Sugiere que “a veces, por respeto al otro, puede ser más correcto guardar silencio”; al mismo tiempo, también sugiere que “podemos ser fieles a nuestras ideas”; que “respetando al otro, podemos desviar nuestras miradas de opiniones que no aceptamos como válidas”. Asumiendo que la comunidad judía en Uruguay somos un colectivo, la cuestión radica en cómo procesamos las diferencias.

Está claro que frente a autoridades rabínicas uno, como judío de a pie, tenderá a respetar la opinión del rabino; aun cuando no se condiga con su propia concepción del mundo. Sin embargo, la interpretación ofrecida por Lakshin es una lectura moderna de una situación antigua. Los rabinos del Talmud pueden ser muy ofensivos unos con otros, si eso sirve de consuelo a quienes se quejan de las disputas rabínicas hoy en día; pero al mismo tiempo, como Eruvin94 lo muestra, pueden ser a la vez muy auténticos y muy compasivos. Creo que ese es El Desafío de los tiempos en el siempre dividido pueblo judío. Quisiera transpolar el tema del respeto mutuo al nivel colectivo.

Hay dos asuntos que he aprendido no hace tanto pero que han modificado profundamente mi existencia judía: en primer lugar, aprendí que discutir denominaciones y/o pelear por “reconocimiento” es un esfuerzo estéril; en segundo lugar, aprendí que lo que nos define como judíos viene de fuera: antisemitismo, Shoá, Sionismo, y cierta nostalgia de mundos perdidos.

El asunto de las denominaciones empequeñece el Judaísmo, disminuye el peso semántico de lo judío a costa de la denominación: somos reformistas más que judíos u ortodoxos más que judíos; o quedamos detenidos en el concepto de “tikun olam” o en la observancia obsesiva de un horario del calendario.  Básicamente nos define el otro, por oposición. Por otro lado, cuando es el entorno el que nos define como judíos (el antisemita, la auto-noción histórica de persecución, o la nostalgia, aquello que ya fue), el Judaísmo pierde su esencia, deja de ser aquello que somos para ser aquello que se nos sugiere o impone.

Transitar el camino de un Judaísmo existencial es un proceso mucho más complejo. Si bien el Judaísmo nos da las herramientas para hacerlo (Torá y mitzvot), como judío liberal y no observante en un sentido “religioso”, el camino está en algún punto entre las costumbres y los ritos, la Historia y las tradiciones, y algunas ideas y valores singulares. Sobre todo, el camino está en el acto de caminar, un andar judío. No necesariamente “halajá”, tal vez sí, como propone Donniel Hartman, “halajot”, caminos.

Dicho todo esto desde una visión filosófica, teórica, ahora toca bajar al llano. ¿Cómo conviven pequeñas tribus en una pequeña comunidad de un pequeño país como el nuestro? ¿Cómo distribuimos los recursos, cómo sumamos en lugar de restar, cómo mantenemos en pie las paredes que, como describe Eruvin 94, se han caído y con ello han roto un orden preestablecido?

El problema con la vida real, a diferencia de las simbólicas discusiones talmúdicas, por humanas que sean, es que lo real prevalece por sobre los ideales. Podemos vivir, tal como sugiere el texto citado, casi ignorándonos mutuamente, eso que Lakshin llama “desviar la mirada”. Pero, a diferencia del mundo hostil y encapsulado donde vivieron nuestros antepasados, el nuestro es un mundo abierto y receptivo; ignorarse equivale a soltar, dejar ir. El silencio es complicidad.

El otro problema de callar o conceder es asumir que la voz propia no será escuchada. Para ser fieles a nosotros mismos, a diferencia de lo que sugiere Lakshin, debemos hablar, no callar. Porque así como unos piensan de los otros que su conducta o valores judíos están reñidos con la tradición más tradicional (valga la redundancia), hay otros que piensan que aquellos “unos” están aferrados a conceptos perimidos. No se trata de trasvasar unos a otros, se trata de que el “eruv” (ya que estamos en el tema) sea lo suficientemente amplio para incluirnos a todos. En algún momento, en ese espacio de construcción permanente que se llama Judaísmo, nos estaremos cruzando; algún muro se romperá, y alguien puede salir lastimado. En esos casos sólo cabe el discurso, inequívoco y compasivo.

Si he citado el texto talmúdico es porque me parece sabio, recomendable: por encima de todo, el respeto al otro, aun a costa de callar. Pero si el respeto al otro se ha quebrado, no se debe callar. Aun cuando nos dividen, los muros, como escribió Robert Frost en “Mending Wall”, deben ser reparados: cada uno de su lado, cada uno la piedra que ha caído de su lado; si “buenos muros hacen buenos vecinos”, con más razón palabras de Torá (no silencios condescendientes) harán mejores judíos.

Mientras tanto, está pendiente encontrar ese patio donde aunque sea por un rato nos podamos encontrar todos. Cada uno tendrá algo que conceder y callar, pero es mucho más lo que tendremos para contarnos.