Israel: Sentimientos Encontrados
Tengo sentimientos encontrados respecto al momento histórico que vive Israel cuando comienza el tercer decenio del siglo XXI: para empezar, se perpetúa en el poder el Primer Ministro que batió el ya legendario record de Ben-Gurión en el cargo, Benjamín Netanyahu; en segundo lugar, salvo la situación en la frontera de Gaza y los constantes y mayormente fallidos disparos sobre la población civil israelí, el país goza de una cierta calma en sus fronteras y en su seguridad nacional (existen Hezbolá y Hamas y por supuesto Irán pero por ahora no afectan a la población); en tercer lugar, geopolíticamente la coyuntura es única: a las ya estables pero fríamente pacíficas relaciones con Egipto y Jordania, se suman relaciones mejor denominadas como “normalización” que como “paz” con países no fronterizos pero sumamente influyentes, el eje suní; y en cuarto lugar, el país está sumido en una crisis sanitaria, institucional, y política de magnitudes impensadas.
No hace tantos años, cuando Netanyahu era popularmente llamado “Bibi Melej Israel” (Bibi Rey de Israel) parafraseando la popular canción, cuando todavía no había sido acusado de corrupción, cuando todavía la amplia mayoría del país confiaba en él y sólo en él en términos de seguridad, cuando todavía hablaba de hacer la guerra a Irán o cuando atacó Gaza en 2014 para poner fin, por un tiempo, a la escalada de entonces (la misma que se mantiene hoy pero él decide no responder), en aquellos tiempos, uno lo acusaba de cultivar el statu-quo en relación a la región y en particular a los palestinos. Pasados no tantos años la cuestión palestina parece haber pasado a la periferia en el mundo árabe mientras Israel ha adquirido mayor poder, no sólo militar, también económico.
El Rey David histórico (o mítico) consolidó un imperio desde Jerusalém a partir del año 1000 AEC, cuando los grandes imperios circundantes estaban debilitados o en período de transición y los filisteos eran mantenidos en la costa. Sea o no históricamente fidedigna, esta hipótesis nos dice mucho de la coyuntura geopolítica de hoy en la región. Se diga lo que se diga por parte de los detractores de Israel o los antisemitas inequívocos, ni Israel antiguo ni Israel moderno han sido estados imperialistas; por el contrario, han sido defensivos. Aun así, David y Salomón representan un momento de esplendor único en la historia del pueblo judío. Podríamos decir que aquellos acuerdos palaciegos de Salomón equivalen a los actuales Acuerdos de Abraham; Israel no precisa más territorio, sino estabilidad. Los países árabes han identificado la prosperidad que puede emanar de Jerusalém, y en ese proceso se han embarcado. Si la presidencia de Trump le dio un empujón al proceso, es un detalle coyuntural. Es el caos en el mundo árabe, el fracaso de su “primavera”, el que ha permitido que la fortaleza económica y militar de Israel sea relevante.
Si por un lado Israel ha sustituido “paz” por “normalización” en una movida pragmática por excelencia, lamentablemente también ha confundido “crisis sanitaria” con “crisis institucional”. La manipulación político electoral del sistema democrático israelí es una realidad de la cual ya se hablaba hace un año, y está condicionada por el indeclinable esfuerzo de Netanyahu de no ir preso. Hasta dónde podrá sostenerse así, esa es la incógnita. Mientras tanto los puentes peatonales sobre las autopistas y rutas han sustituido a la plaza pública para manifestar, la calle Balfour en Jerusalém donde reside el Primer Ministro ha reemplazado a la tradicional Plaza Rabin, y todo Israel está entre convulsionado y encerrado. El mismo uso perverso de los instrumentos institucionales se confunde con el uso de la pandemia como herramienta de manipulación de la realidad. Mientras tanto, la sociedad israelí se fracciona más y más en múltiples tribus cuyo factor de cohesión, la amenaza externa, parece haber desaparecido. Al menos momentáneamente.
Por primera vez en la historia vemos franjas de tierra limítrofes con Israel verdaderamente extensas y cuyas fronteras nos llevan a mundos impensados. Al sur, aunque fría, la paz con Egipto y la normalización con Sudán simbolizan una suerte de puente territorial, real, tangible, hacia África; mientras que hacia el Este, desde Jordania, pasando por Arabia Saudita, estaremos nada más ni nada menos que (aunque sea EEUU mediante) a orillas del Estrecho de Ormuz. Sólo nos faltaría un acuerdo con Líbano y Turquía que transformara definitivamente ese pequeño pedazo de tierra, Israel, más que en un faro, en un puente entre las naciones.
Si me cuesta hoy día reconocer en Israel al país de mis ideales, no sé qué sucederá en el futuro; si la historia tal cual se insinúa hoy sigue su curso, seguramente mis nietos conocerán un Israel totalmente diferente, como mis hijos supieron conocer uno diferente al “mío”. Si la aliá de Rusia o de Etiopía cambió el país y las variables políticas y económicas, está claro que los Acuerdos de Abraham traerán consigo una riqueza cuyas consecuencias son impredecibles. A diferencia de lo que sucede ahora, es de esperar que surjan en Israel (y en el campo palestino también) liderazgos que manejen las nuevas realidades. Mientras tanto, aferrémonos a los milenarios valores éticos, a los centenarios valores sionistas, y a la noción de que nos ha tocado vivir el mejor momento de la historia del pueblo judío.