«Rut» bajo bajo la lupa: una mirada personal
El pasado domingo 31 de mayo, desde la NCI, como cierre del ciclo pautado por el Omer y Shavuot, propusimos una actividad virtual por las plataformas Zoom y Facebook Live acerca del tema común pero controvertidamente denominado “conversiones”. ¿Por qué surge la pertinencia de esta propuesta? A lo largo de setenta y cinco días de reclusión y aislamiento el mundo virtual se ha llenado de ofertas de actividad que han superado largamente lo que podíamos hacer cuando trabajábamos o nos ocupábamos normalmente de nuestros quehaceres cotidianos, y de tanto en tanto convocábamos a una actividad presencial. A tal punto, que debemos elegir a qué zoom sumarnos. Sin la opción virtual, la actividad del pasado domingo difícilmente hubiera tenido lugar.
En la NCI no eludimos el desafío de significar el tiempo más allá de las festividades del calendario hebreo, y estoy convencido que nuestros socios han encontrado no sólo contención sino contenidos, espiritualidad, judaísmo, actualidad, y desafío intelectual desde la NCI a sus hogares. Nos hemos esforzado por pensar “fuera de la caja”, y como muestra alcanza el Tikún de Shavuot, tanto en modalidad, tema, y disertantes. Con el advenimiento de la “nueva normalidad” y la todavía desconocida convivencia entre virtualidad y presencialidad, el desafío crece y no cesa.
En ese contexto nos parecía que desaprovechar Shavuot para pensar el tema que da título a este encuentro era una verdadera pena. Tradicionalmente, en Shavuot se lee Meguilat Rut, una de las cinco incluidas en el canon de la Torá. La sola inclusión de estos libros, así como la exclusión de otros cuando el canon se cerró, dice mucho del legado que aquellos rabinos que cerraron el proceso de canonización quisieron dejar para la posteridad.
Si Rut, como dice el Talmud, fue escrito por el profeta Samuel, suponemos que fue en relación a la figura de David de la que es bisabuela; por un lado no podía excluirse del Tanaj, pero su inclusión no era gratuita: es un historia inusitada y particular, un eslabón en una historia de sucesiones y dinastía mesiánica. Al mismo tiempo la historia se sostiene sola, como unidad, por su valor literario, religioso, y moral.
Si nos faltaban razones para proponer esta actividad, escuchar una charla de la profesora Orit Avnery del Instituto Hartman en Jerusalém sobre el libro de Rut reforzó nuestra intuición. Avnery se ha especializado en las figuras femeninas del Tanaj y sostiene que el libro de Rut revela una sutil pero real y concreta tensión entre la complejidad de recibir, “en casa”, (Bet Lejem), a una extranjera, y sumarla al seno de la sociedad de modo que sea parte de su futuro.
Es en ese sentido que tampoco hoy podemos eludir el tema de cómo el “otro” y nosotros nos vinculamos. En este caso concreto, cómo nos vinculamos con quién quiere formar parte de nuestra vida e identidad. Cuando alguien decide “ser” judío, o aun más: cuando alguien decide ser parte de la vida judía, ¿cuáles son las formas y los desafíos para su integración? ¿Cuál es nuestra demanda, qué trae consigo quien se suma? La modernidad nos enfrenta a posibilidades y combinaciones que difícilmente pensáramos siquiera hace treinta años, cincuenta, o cien años.
Además, vale la pena repasar conceptos y valores, porque la ignorancia e inexactitud en la opinión pública son prevalentes. Asuntos como qué es una pareja “mixta”, qué es una “conversión”, qué supone ser “el extranjero que vive entre nosotros” (fórmula repetida en el texto bíblico), qué es “halajá” a estos efectos, qué rol juegan las denominaciones, cuál es la situación en Israel. Todos estos temas hacen ruido. Esta no una propuesta aclarativa o didáctica, sino una aproximación personal e ideológica al tema, pretendidamente en toda su complejidad.
Vale la pena una aclaración: cuando hablamos de “el otro” hablamos de aquel que no es judío, sea que tenga interés o no en sumarse al pueblo judío. No nos referimos, bajo ningún concepto, a quienes de una forma u otra (formal o no) han sumado sus vidas al relato judío. Aun así, “el otro” o la otredad no tienen nada de peyorativo, sólo marcan el límite, por difuso que sea, entre ser o no, pertenecer o no.
Como marco de referencia ideológico me gustaría citar al rabino Donniel Hartman, Director del Shalom Hartman Institute (SHI) en Jerusalém, en su conferencia de apertura del Seminario para Líderes Comunitarios en 2011, cuyo tema central fue “Dilemas de Identidad del Pueblo Judío”; en 2016 el tema se reeditó bajo el título “Qué es un judío”, y si bien los cinco años no habían pasado en vano, esto demuestra la vigencia del asunto en la vida judía. En la comunidad judía de los EEUU, donde la estadística señala que un setenta por ciento de los matrimonios de judíos son “mixtos”, el asunto adquiere cada año mayor vigencia; no es el Covid-19, pero el crecimiento de la “otredad” puede también denominarse exponencial.
En 2011 Donniel acuñó un concepto que entiendo que no sólo ayuda a entender dónde uno se ubica respecto al tema, sino la complejidad y dinámica de todo lo que denominamos “judío”. Él distingue dos categorías (por cierto, no excluyentes):
- Judío de Génesis
- Judío de Éxodo
La historia del pueblo judío tal como narra la Biblia comienza en Génesis 12, Lej-lejá. Abraham rompe con su tierra, su familia, y su casa paterna para irse a una tierra señalada y convertirse en un pueblo grande, bendecido y a su vez bendición. El midrash nos cuenta como Abraham rompe con los ídolos de su casa paterna, y ello constituye una ruptura simbólica con su lugar de origen. El nuevo dios de Abraham se vinculará con él y su descendencia, la tierra será una promesa. Por lo tanto, pertenecer supone ser parte la familia, nacer en su seno. Por el mero hecho de nacer, se pertenece, y nada ni nadie puede quitar esa identidad. Por lo tanto, más allá de todo, judío es algo que simplemente se “es”.
Con Éxodo hay un cambio: para pertenecer no alcanza con haber nacido en la familia, hay que dar algo a cambio. Éxodo supone una comunidad de valores, lo que yo llamo un relato compartido. De ser simplemente familia, aspiramos a ser un “reino de sacerdotes”, nos convertimos en una familia con aspiraciones más allá de lo genético. La famosa frase “haremos y escucharemos” (Éx. 24:7) supone un compromiso incondicional, así como es incondicional la promesa de Dios a Abraham en Génesis. Si el judaísmo de Génesis resulta básico y fundacional, el que propone Éxodo suma sustancia y visión.
Según Donniel Hartman, la Biblia trata, en definitiva, acerca de un Dios que lidia con una familia en lugar de su aspiración de lidiar con un “reino de sacerdotes”; la realidad cotidiana es familiar, los ideales son consagrados. Con lo cual se genera una tensión constante entre Génesis y Éxodo, una tensión que cada generación debe manejar a través de la creación de su propio pacto. No por nada el rabino David Hartman Z’L, padre de Donniel y fundador del SHI, tituló uno de sus grandes libros “El Pacto Viviente”. De alguna manera esta genealogía genética de los Hartman va acompañada de una genealogía de la palabra; de lo contrario la continuidad sería meramente biológica y no de ideas: no habría trascendencia, no habría Instituto Hartman. Familia y Pacto, genealogía y palabra.
Existen dos tipos de lecturas de los fenómenos culturales o históricos: una es diacrónica, la otra es sincrónica. La primera se ocupa de la sucesión, causal o no, de los fenómenos; la segunda se ocupa de ellos en simultáneo. El lenguaje y la literatura son básicamente diacrónicos: ordenamos una idea antes de otra, necesariamente; pero el lenguaje también nos ha permitido organizar la misma información sincrónicamente. El lenguaje poético, el musical, el visual, y hasta la gastronomía, son lenguajes sincrónicos por excelencia; la ficción, el ensayo, la legislación, son lenguajes diacrónicos.
Por lo tanto, si leemos el Tanaj diacrónicamente, está claro que primero viene Génesis y luego viene Éxodo; primero hubo familia, después hubo pueblo. La idea de familia es muy judía; antes de pueblo fuimos familia y por lo tanto esas características permanecen; a tal punto que en una conferencia reciente el propio Donniel proponía, como una forma de pertenencia comunitaria, la “familiar”.
Pero si leemos el texto sincrónicamente, somos familia y también pacto. Dejamos de vincularnos exclusivamente por genealogía, para vincularnos por la palabra: relato, pacto, comunidad de valores; todos conceptos que deben ser nombrados y trasmitidos. No se sobreentienden. El tan citado Yuval Noah Harari innovó el estudio de la Historia precisamente con esta idea tan judía: que para colaborar en grandes grupos necesitamos relatos aglutinantes; que la familia, tribu, o clan (hasta ciento cincuenta individuos), no son capaces de mucho más que tareas funcionales y básicas. En otras palabras: la trascendencia histórica y cultural de lo judío no es inherente a lo familiar sino a lo pactual, pero sin la base familiar tampoco podemos entender nuestra singular singularidad, valga la redundancia.
En este contexto quisiera proponer una nueva mirada y eventualmente un nuevo discurso al tan abusado tema de lo que tradicionalmente, y a falta de más creatividad, llamamos “conversiones”, o sea, sumar y/o incorporar nuevos miembros a la comunidad. Lo que para muchos se resuelve en una mirada binaria más por no que por sí, para muchos otros abre un abanico de casuística y opciones que tornan más complejo el desafío. No se reduce a una cuestión halájica ni rabínica, sino a opciones de vida, relatos familiares, vínculos sociales, y hasta pertenencias políticas e ideológicas.
Para dejar bien claro de qué no nos ocupamos en esta propuesta, quiero citar un sitio web sobre el tema que leí hace años y decía más o menos así: uno es tan judío como la comunidad en la que se convierte. Con esto doy por zanjada, por hoy, y a estos efectos, el tema de los reconocimientos entre denominaciones, acceso o no a ceremonias del ciclo de vida judío, y todo ese tipo de dilemas legales en los que nos vemos envueltos. En definitiva, es resorte de los rabinos. Creo que el tema es verdaderamente desafiante en todos los planos de la vida judía excepto en esos mojones puntuales como un casamiento, una bar-mitzva, o un entierro. Es cierto que ahí las “verdades” que se revelan duelen, y no saber a qué nos enfrentamos es una responsabilidad compartida: comunitaria y personal. Pero saberse judío es mucho más que formalizarse judío. Aunque sin esa formalización hay aspectos del ser que nos excluyen. Por otro lado, formalizados, ¿nos incluyen?
Tal vez la idea que quiero traer hoy se entienda mejor mirando hacia adelante, al futuro, y no atrás, ni siquiera al presente más reciente. En los hechos, cada situación va encontrando su cauce personal, familiar, comunitario. Formalizados o no, aquellos que se suman al pueblo encuentran unos y otros más o menos las mismas dificultades y las mismas oportunidades. En este sentido, cada vez se ofrecen más opciones. Porque en definitiva casi todos entienden que no hay continuidad si no permitimos que el otro que quiere se sume a la conversación y eventualmente sea parte del relato. La genealogía del judío por elección se construye hacia adelante, como sucedió con Rut la moabita; no viene de su ascendencia, es su propia construcción. Ella elige: “dónde tu vayas yo iré, tu pueblo será mi pueblo”. ¿Quién si no Rut dice semejante frase en el Tanaj?
Tampoco es tan simple como una simple declaración. En la famosa anécdota talmúdica del gentil que desafió a Hillel y Shamai, los rabinos antagonistas del siglo I EC, a que le expliquen qué es el judaísmo mientras se sostenía en un solo pie, Shamai lo descarta de plano. Hillel enuncia la famosa máxima: “no hagas al otro lo que no quieras que te hagan a ti, esa es toda la Torá; el resto es comentario, ve y estudia”. Si bien es polémico si debemos excluir o no a quienes eligen acercarse a nuestro pueblo, una vez que asumimos el desafío, como Hillel, parece estar bastante claro que la actitud moral por sí sola no es razón suficiente, ni que la Torá sea sólo comentario: es texto, texto, y más texto. Las corrientes más liberales tendemos a privilegiar la parte del comentario por sobre la del estudio, así como en otros episodios talmúdicos nos quedamos con frases sueltas. Todas las corrientes tienden a manipular las fuentes, pero lo rico es precisamente su complejidad. Es la discusión rabínica lo que construyó el judaísmo, no cómo la halajá terminó de dilucidar el asunto en discusión. Una vez más, es la conversación por encima del fallo.
No escapamos a las tensiones. La misma que se plantea entre Génesis y Éxodo está implícita entre Hillel y Shamai, en el propio Hillel, en la historia de Rut en toda su complejidad y formalismos, como señaló la profesora Avnery, y en cada situación que nos toca atravesar en nuestro entorno. El desafío de sumar al otro es inherente a lo judío: provenimos de otros: venimos de la Mesopotamia y nos liberamos de Egipto. Otros han jugado roles fundacionales y fundamentales en nuestra identidad: Rut, Itró, Tzipora, y entrando más en la Historia figuras como Ciro de Persia, el factor helénico en la época asmonea, o el mesianismo que bifurcó la historia a partir del siglo I EC.
Ni que decir si traemos a colación el tema de la asimilación: desde las diez tribus que se pierden en la Historia y hasta todas las conversiones forzadas y no desde la Inquisición en adelante. El judaísmo existe como tal en función de su origen familiar, su origen pactual, y su derrotero entre los pueblos del mundo. Cuando alguien quiere sumarse al pacto, no debería soslayarse con facilidad.
En las conclusiones del Seminario de 2016 Donniel Hartman habló de pensar la identidad como un gran vacío en un sentido aristotélico; algo que no conocemos; un espacio que debemos llenar. En ese sentido, la identidad se convierte en la antítesis del vacío. Basados en esa premisa o aspiración, la percepción de lo judío de Génesis y Éxodo tiende a igualarse: sea que nacimos en la familia o sea que nos sumamos en el Monte Sinaí, todos estamos a cargo de construir lo que él llamó identidad, yo lo llamo relato. La identidad es aquello que hace cada uno con el relato que hereda o adopta. Pero, si no dejamos un espacio para respirar, como bien dijera Donniel hace sólo quince días, probablemente nos ahoguemos.
Hace no muchos años mantuve una conversación con un rabino ortodoxo trabajando en Montevideo. Su preocupación radicaba en el crecimiento numérico de las corrientes ortodoxas en el seno del pueblo judío a la vez que decrecía el número de judíos en el mundo. En otras palabras, si la ortodoxia no podía “salvar” a millones de judíos que no optaban por ella, cómo evitar la pérdida de judíos a manos de la “asimilación” (que para él era cualquier opción ajena a las ofrecidas por su corriente). El planteo me dejó doblemente perplejo: un rabino ortodoxo compartía su preocupación con un dirigente comunitario liberal; y al mismo tiempo él no podía reconocer la respuesta en su propio planteo: el judaísmo se achica porque su definición del mismo lo constriñe.
Que la respuesta pase por un muto reconocimiento de las denominaciones sería una utopía en la que ni vale la pena entrar. La respuesta posible es hacer del mundo judío liberal, en todos sus matices, un espacio donde precisamente reconozcamos esos “vacíos”, que también podemos llamar oportunidades, nuevas configuraciones, o “nueva realidad”. No estamos solos y para no quedarnos solos debemos construir lenguaje, relato, y reconocer el elemento de “familia” en todos aquellos que deciden pactar de con este grupo humano, esta forma de entender la vida y los vínculos, la razón de nuestra existencia, más allá de todo tema de observancia, ritual, legalidad, costumbres, y formalismos.
No es poca cosa, mucho de eso nos viene dado a quienes nacemos de algún abuelo o progenitor judío; a veces no es suficiente, pero es bastante más que lo que dispone aquel que se acerca por primera vez. Para unos y otros, para quienes estamos en esto desde siempre, para quienes hemos hecho de esto una causa de vida, el proceso entre la otredad y la pertenencia no es sólo una responsabilidad demográfica, es una experiencia judía, adoptando el concepto de Leo Trapp.
Bajo la influencia implacable de Netflix podríamos también discutir el tema de los “otros” dentro del seno del pueblo, acaso muchas veces tan ajenos como el que no es parte. Es otro tema. Pero refuerza la idea de que la identidad más sólida surge no del espanto sino de la conversación judía profunda, relevante, y fértil, que se da cuando alguien nos pregunta: ¿qué es ser judío? Y arrancamos el relato. Nunca sabemos a dónde nos conducirá, pero con seguridad transitarlo habrá valido la pena.
Como en el Omer que finalizó con Shavuot, habremos transitado desde la libertad de elegir ser a la norma de cómo serlo, vinculándonos con entrañables personajes que nos unen en el discurso, aquellos patriarcas y matriarcas que siguen pariendo hijos hasta nuestros días. Génesis y Éxodo, nacer y transitar, ese parece ser el proceso. ¿Podemos, realmente, decirle que no a alguien?
Ianai Silberstein