Fe, Familia, y Funerales
Avital Chizhik-Goldschmidt, Forward, 10 de mayo de 2020
Escribo esto desde un improvisado centro de comando de guerra: listas de números de teléfono de miembros de la sinagoga y libros sagrados desparramados sobre el escritorio y un frasco de desinfectante en el centro. Mi esposo, un rabino de púlpito, camina por nuestro apartamento de la ciudad de Nueva York hablando interminablemente por teléfono, todo el día, desde ya hace semanas. Todo comenzó en marzo con llamadas en conferencia con rabinos locales, los ortodoxos modernos declarando cierres inmediatos, los más yeshívicos demorándose, hasta que una por una, las luces de todas las sinagogas se apagaron.
Desde entonces, nuestras vidas han girado en torno a la rarísima manera dehacer el trabajo pastoral de forma remota: clases de Torá a través de Zoom, la realización de un minúsculo brit milá en una casa, el aconsejar a un hijo cuyo padre se está muriendo de cáncer, las conversaciones con dueños de negocios destrozados. Su voz suena desde otra habitación: “¿Cómo está, señor Fulano? ¿Tiene agua y comida? ¿Hay algo que podamos hacer para ayudar?”
Y entonces la gente comenzó a morirse. Bueno, la gente siempre se está muriendo, eso es algo que uno aprende rápidamente en la vida sinagogal, pero este tipo de dolor era algo completamente nuevo. “Rabino, he estado en este negocio durante 30 años y jamás había visto algo así”, sonó el fuerte acento de Brooklyn del dueño de una funeraria en el teléfono. “Lograr que el médico forense entregue los cuerpos está llevando días”.
Al principio, la logística de Benyamin, mi esposo, para oficiar en en funerales en esta pandemia, me preocupó. No tenemos un automóvil propio, ¿cómo haría para llegar sano y salvo al cementerio? ¿Y si se paraba demasiado cerca de los dolientes, de los sepultureros? ¿No podía encontrar un colega joven y saludable que viviera más cerca del cementerio, para quien sería menos complicado? “Lo voy a hacer”, insistió. Me recordó que esa es la última mitzvá que podía hacer por un miembro de la congregación. ¿Y qué es un rabino, si no alguien que está presente en el más oscuro de los momentos?
La primera vez que abandonó la cuarentena para oficiar en un funeral, estuve al borde de las lágrimas. Un miembro de la comunidad, que también estaba en cuarentena y tenía un automóvil, se ofreció a ser el conductor designado de Benyamin para los funerales. Vi a Benyamin irse, en una mano enguantada un libro de oraciones y en la otra las toallitas desinfectantes, y me dije que era hora de aceptar esta nueva ansiedad como mi normalidad. Para el cuarto funeral me escuché gritar, mientras balanceaba al bebé en mi cadera, “No se te ocurra tocar la pala”.
Mientras tanto, las mujeres en mi entorno me han pedido que dirija clases virtuales de Torá, pero he estado demasiado ocupada desinfectando obsesivamente todas las superficies de la casa, monitoreando inventarios de comestibles kasher, rezongando a mis hijos por tocar una cerca en el Central Park, un botón del ascensor. No podía dejar de imaginarme a un demonio microscópico acechando en cada esquina, amenazando con destrozar nuestros pulmones. Estaba demasiado devastada por las noticias, demasiado enojada con Dios por el costo del sufrimiento humano. ¿Cómo podía pensar en los deberes comunitarios en este momento? ¿Qué inspiración podía compartir cuando mi propio tanque estaba vacío, cuando a mí misma me costaba levantar un libro de oraciones? Pocos clérigos y sus parejas hablan de estas cosas públicamente; nos acostumbramos a asumir la carga deltrabajo comunitario con una mueca parecida a una sonrisa en los labios apretados. Ocultamos ingeniosamente nuestra agitación interior detrás de posteos alentadores en las redes sociales y coloridos volantes invitando a eventos.
Y así, en estos días, estoy hablando más que nunca con otros en esta línea de servicio – con rabinos y sus esposas– para aprender de los veteranos sobre cómo se cuidan a sí mismos mientras cuidan a los demás, y tal vez, en el fondo, sentirme menos sola. Todas las semanas, docenas de rebbetzins se unen a las llamadas en conferencia organizadas por la Universidad Yeshiva y la Unión Ortodoxa. Intento participar todas las veces que puedo, para escuchar cómo otras mujeres sobrellevan las cargas de este momento. “Mis queridas sagradas rebbetzins”, dijo en una conferencia reciente Zehava Farbman, una trabajadora social que se especializa en trauma, “hemos crecido con la emuná, hemos estado enseñando emuná, ahora es el momento de vivir la emuná”.
Emuná significa fe, creencia. Escuchar a Farbman me ayudó a cristalizar el hecho de que estas últimas semanas no solo han tenido un costo emocional, sino también espiritual. ¿Es mi fe lo suficientemente fuerte como para superar esto y animar a otros? ¿Siento la presencia de Dios? Y si no, ¿cómo Lo busco cuando se siente tan distante? Y esa es quizás la parte más aterradora de todo: que este aislamiento nos obliga a todos a enfrentar nuestra relación con lo Divino en el escalofriante silencio de nuestros hogares.
Es como si las 25 horas de Iom Kipur se hubieran alargado hasta pasar a ser meses. Tradicionalmente, es en el Día del Perdón, una vez al año, que contemplamos nuestras muertes, nuestra fragilidad en las manos de Dios. Solo que ahora lo vivimos día tras día, y en relativo aislamiento. Despojados de la bimá, el régimen formal de la oración grupal con los demás, de los ritmos de nuestras vidas sociales que rodean nuestra fe, ahora nadie sabe cuándo rezamos, ni por cuánto tiempo, o si estudiamos nuestros textos. No hay talit del que preocuparse, no hay oración con balanceo vigoroso, ninguna de nuestras señales habituales de virtud de observancia religiosa.
Somos solo nosotros, en nuestras casas, enfrentándonos a las paredes de nuestra sala de estar con los ojos cerrados, tratando de imaginar las piedras de la lejana Jerusalem. Ya van dos meses de esto, y todavía estamos obligados a lidiar con la pregunta “¿Por qué, Dios?” en soledad, y aquellos que servimos en roles comunitarios debemos buscar aún con más profundidad, trabajar aún más duro, no solo para lograr esa respuesta para nosotros mismos, sino paratenerla fuerza para apoyar a los demás.
“Lucho porque tengo miedo”, decía una rebbetzin veterana en una reciente llamada en conferencia. Escucharla me consoló, porque cuando las mujeres de mi comunidad recurren a mí con sus grandes preguntas, me quedo irritantemente sin palabras. “No sé lo que Dios nos quiere decir con esto”, dije cuando un miembro de la comunidad preguntó. Y añadí: “También yo estoy tratando de encontrarlo a Él”.
Por la noche, cuando hay una interrupción en las llamadas telefónicas, cuando mis dos hijos pequeños finalmente se duermen, me sirvo una taza de té y fantaseo en voz alta: ¿deberíamos haber salido de la ciudad de Nueva York antes de la cuarentena obligatoria? El Talmud aconseja huir de tu ciudad cuando hay un brote. ¿Deberíamos haberle hecho caso a esa antigua sabiduría? ¿Quizás abordar uno de esos últimos vuelos a Israel? ¿Alquilar una casa en los suburbios, para que los niños pudieran tener espacio para correr al aire libre?
Benyamin lo piensa por un momento y luego sacude la cabeza. “Un rabino”, dice con firmeza, “no abandona su comunidad”.
Traducción: Daniel Rosenthal