Corona
Dos años de mi vida se han visto coronados por esta plaga que lleva el nombre de un símbolo de poder, de una cerveza, y de una aureola calva que algunos hombres llevan sobre sí. Es, en efecto, tan poderosa que nos obliga a reverenciarla y obedecerle, tan contagiosa como compartir el pico de una botella de cerveza en medio de una fiesta desatada, y tan irreversible como la calvicie: sabemos, y no del todo bien, cuándo comenzó, pero no cuándo se detendrá. Su nombre científico, COVID-19, la despoja de connotaciones; su nombre “popular”, “el Corona”, nos confunde: no hay nada digno de coronación en esta pandemia que nos azota como, dirían los apocalípticos, un castigo divino. Otros acaso se pregunten, como en la Shoá, acerca de la presencia o ausencia de Dios. La mayoría viviremos estos tiempos entre el estupor y el miedo, entre la misericordia y el egoísmo, poniendo a prueba nuestra escala de valores no ya desde lo teórico sino desde la realidad más práctica y terrenal.
Me asomo a mi ventana y veo una ciudad como pocas veces he visto: no es un 1º de enero ni a un 1º de mayo; el movimiento es mínimo, casi todo ha cerrado, no hay polución sonora, y además llueve y hay niebla. A diferencia de las fechas de referencia, no hay alegría ni motivos de celebración. Nos vamos resignando, algunos más tarde que temprano, a esta reclusión si bien benigna, profundamente triste y deprimente. La naturaleza nos ha superado, un virus invisible nos ha jaqueado en forma universal, inclusiva, e inmune a los artilugios humanos para evitar las pestes. No hay condones que detengan el virus, no hay poblaciones inmunes en oposición a otras propensas, no distingue género ni edad, todos pueden contagiarse. El consuelo (de tontos, por cierto) es que sólo mata a mayores de sesenta y/o enfermos con patologías asociadas. No es jaque mate a la humanidad, pero ciertamente nos ha jaqueado globalmente.
Lo mejor pero sobre todo lo peor de la condición humana se ponen de manifiesto con el Corona. Ya hemos visto supermercados saqueados, acaparamiento, especulación, escases, inconsciencia, ignorancia, improvisación, aprovechamiento para cinco minutos de fama, y por otro lado creatividad, humor, solidaridad, didáctica, arte, y, redes sociales mediante, un pico de comunicación colectiva como nunca antes en la historia se dio. A diferencia del diluvio bíblico, Dios tiene poco que ver con esto y además todos tenemos un arca donde refugiarnos con nuestros seres próximos y las criaturas que acompañan nuestras vidas; pero como en el diluvio, no sabremos cuando cesa y deberemos estar atentos a las señales que nos traiga algún ave, alguna rama de olivo que sirva de signo liberador. Como hizo Noé, hay que seguir las instrucciones; como en la familia de Noé, no será sin conflictos familiares ni sacrificios. No en vano hay quienes dicen que está todo escrito… hay que “creer o reventar”, dice el dicho popular.
Todos somos Noé pero no sé dónde está Moisés indicando el camino a través del desierto y las aguas. La dimensión nacional se confunde con la dimensión personal, sea el país que sea. Si el mundo carece de liderazgo, nunca más evidente que hoy con el Corona. El rédito político está a la orden del día, en el acierto o el error. Sin ir tan lejos como Moisés, pensemos en Churchill o cualquier líder político, de nuestra preferencia o no, que haya conducido un colectivo en tiempos de crisis y transición; por suerte, no faltan. No los menciono para no generar polémica. Hoy, parecen escasear.
Quisiera creer que la rama de olivo que me toque ponga punto final a estos tiempos de quiebres y finales, de pérdidas y costos afrontados, de cambio de realidades y paradigmas como nunca me había tocado afrontar. La fragilidad que mi edad (sexagenario) representa frente al virus es la misma que siento frente a las coyunturas (palabra preferida de mi padre, de bendita memoria) que hoy nos toca atravesar. Cualquier signo de omnipotencia (alguno habré mostrado en mi vida), cualquier creencia de estar a salvo de ciertas situaciones, hoy han sido fagocitados por el virus y sus consecuencias. Todos sabemos con certeza cuan insignificantes somos. Por lo menos por hoy.