«Mujercitas»
Han pasado los premios Oscar y con ellos culminó la temporada de premiaciones. Hace muchos años que los Oscar son para mí un mero dato, una curiosidad, pero, siendo Hollywood, tienen ese glamur que los porteños imitan tan bien, aunque Ricardo Darín reniegue de ello. Por lo que entendí de esta ceremonia, que no vi, el asunto se ha puesto más sobrio; al punto que si bien siguen escaseando los actores de color en las nominaciones, la ganadora es una película no hablada en inglés. Aunque Alfonso Cuarón ya estuvo arañando el premio máximo con “Roma” y con “Gravedad”, la tendencia es premiar películas en inglés o temática afín el público anglosajón. Que nosotros consumimos ávidamente porque si alguien sabe montar un buen espectáculo, entretenido y no carente de profundidad, son los anglo-norteamericanos. Hasta el Western se ha vuelto un género de culto.
Dicho esto, dudo que “Mujercitas” hubiera sido nominada, con toda su excelencia, si no hubiera sido estrenada en el apogeo del #MeToo y las reivindicaciones femeninas. En otro contexto, una nueva versión hubiera tenido pocas razones de ser excepto catapultar nuevas estrellas. La versión de 1994 de Gillian Armstrong seguiría cumpliendo su función: contarnos visualmente una historia íntima de cuatro hermanas creciendo en tiempos de la Guerra Civil de los EEUU, pero muy al margen, en su pequeño mundo, que además ellas se ocupan de enriquecer con relatos y teatro. En todo su amor fraternal, el mundo de “Mujercitas” es un mundo de seres muy solitarios. Con la versión de Armstrong podíamos pasar otros veinticinco años y sería tan clásica y atemporal como la novela original.
De hecho, la versión de Greta Gerwig se apoya mucho en algunas escenas y momentos de su antecesora, como la lluvia en la resolución del vínculo entre Jo y Fritz Baher (aunque omite la deliciosa confusión de este respecto a qué hermana se casó), o el encuadre en la naturaleza y el paisaje en la declaración de Laurie y el rechazo de Jo. De hecho, la nueva versión se torna tan gozosa y disfrutable precisamente porque uno aun tiene en la retina y la memoria la versión anterior. Aquella respetaba mucho más el original, tanto en el manejo del tiempo como en los diálogos y sucesos; es un marco de referencia excelente para ver esta nueva versión. La versión de Gerwig, sin embargo, tiene una virtud: suma. Es como si el cuadro hubiera sido vuelto a enmarcar y adquirido una relevancia moderna y actual.
Tal vez el único desmérito sea que esta “Mujercitas” suma, entre tantas virtudes, algunos minutos de más; hay escenas que podrían ser más breves, con todo lo creativas que son, como cuando Jo finalmente se pone a escribir su obra. Me hizo acordar a cómo García Márquez escribió casi de un tirón y sin salir fuera de su casa “Cien Años de Soledad”, esos raptos de inspiración y perfección que suelen ocurrir. No que compare “Mujercitas” la novela con la de García Márquez…
Por otro lado, el mérito de esta versión delicadamente feminista es que suma, entre otros, lo siguiente: profundiza, “redondea”, los personajes; los “moderniza”, por más vestuario premiado que vistan; organiza el tiempo en forma de flashback, con lo que el punto de vista es el de las niñas ya adultas: “mis mujercitas” son para su padre cuando vuelve de la guerra, pero son ya mujeres; y por último, pero acaso lo más rupturista, suma texto, los personajes dicen cosas que no están en la novela, que no hubieran sido dichas a fines del siglo XIX.
Sean los parlamentos, a veces extensísimos, de Jo (Saoirse Ronan, desbordada como debe ser su personaje), sea la honda expresividad triste y resignada de Beth (Eliza Scanlen), o la contundencia de Amy con su portentosa voz y presencia (fantástica Florence Pugh), o la mezcla de ternura, compasión, y firmeza de Marmee (Laura Dern superando ampliamente a la gran Susan Sarandon en su explotación del personaje), la película profundiza en los conflictos de sus protagonistas. En este sentido, desentonan tanto el personaje de Meg como la interpretación de la archi-famosa Emma Watson, aunque se destaca por lejos por su belleza en el contexto del resto de las mujeres.
Como en la novela, los hombres son marginales e idealistas: o “volados” como Laurie (y mimados y ricos herederos, además), o “mansos” e insignificantes como John Brooke, o misteriosos y extraños como Fritz Baher. O son testigos de los hechos, como el Sr. Laurence, o participantes tardíos, como el Sr. March. Las que hacen, deshacen, aceptan, se declaran, rechazan, venden su pelo, se acompañan, se curan, se velan, se lloran, se pelean, se divierten, seducen, se rebelan, heredan, sacan ventaja… todo, lo hacen ellas, las mujeres, las “mujercitas”.
Las mujeres de “Little Women” de Greta Herwig no tienen nada de “pequeñas”, son enormes y fascinantes mujeres todas ellas. En ese sentido, el Laurie de Christian Bale en 1994 muestra mucho más su fascinación por las March que el carilindo Timothée Chalament, que unos años más tarde seguramente hubiera sido un adicto de algún tipo. El actor da la talla del personaje cuando finalmente este último acaba de crecer: en su escena con la Amy de Florence Pugh el galancito muestra su mejor faceta; hasta entonces no es más que un heredero malcriado, insulso, y perdido. El Laurie de Bale encontraba su sentido en la vida a través de las hermanas March. Como de algún modo han hecho miles y millones de lectores y espectadores.
Si el tiempo de la Guerra Civil en los EEUU fue un tiempo de confrontación entre ideales (abolicionismo) y realidades (la esclavitud), tiempo de los Emmerson y los Thoreau, de Walt Whitman y Emily Dickinson, el siglo XXI es el tiempo de los millenials, el #MeToo, el populismo, y Donald Trump. Nuevamente, como entonces, están en juego ideales y realidades y si bien no hay guerra civil, hay una guerra cultural de magnitudes insospechadas. Basta confrontar Fox News con CNN para tomarle el pulso al estado de la nación en los EEUU. Por eso la versión de Greta Gerwig ha sido tan oportuna: por ser gran cine y por ser tan actual. En una escena “menor” en medio de la película, la madre, Marmee, repartiendo abrigo y alimento a quienes vuelven del frente, le dice a una compañera de tareas afro-descendiente: este país todavía tiene deudas que saldar. Probablemente sea el guiño, el pellizco, o el puñetazo más directo a la realidad del país y al mentón de Donald Trump. Más claro, imposible.
Nota: me sobra Meryl Streep en el rol de la Tía March. Más de lo mismo, su ya repetida mirada de desdén y distancia sobre el personaje de turno: sea en “Manhattan” de Woody Allen, sea en “El Diablo se viste a la moda”, o en esta “Mujercitas”. Cotiza el producto, pero no aporta nada.