Otro Israel: el Rosh Hashaná de mi infancia.
Gideon Levy, Haaretz, 29 de setiembre de 2019.
En la víspera de RoshHashaná y de Iom Kipur íbamos a lo de los Meisel, Netka y Josef, los amigos de la infancia de mi abuelo. Vivían en la calle ShlomoHamélej, y desde su apartamento se podía ver la escuela religiosa para niñas que se convertía en una sinagoga durante las fiestas. Nos sentábamos en el angosto balcón y mirábamos desde una distancia; el shofar me aterrorizaba. Mi padre no venía con nosotros. Detestaba la religión y no sabía nada sobre las fiestas judías, a pesar de que su padre era quien dirigía la comunidad en su ciudad. Llegó a Palestina ilegalmente: en el Israel de 2019 lo llamarían un infiltrado. En aquel entonces los llamaban inmigrantes clandestinos, y su infiltración se llamaba AliáBet, ilegal, porque eran judíos que habían huido de Europa. En la estación de trenes de Praga se despidió de sus padres y de su novia, a quienes nunca volvería a ver. Pasó cinco meses en el mar en un barco de inmigrantes ilegales (que hoy se llamaría un barco de refugiados), incluida una detención en Beirut, en una instalación que en Israel llamarían “Holot”, el centro de detención para solicitantes de asilo africanos. En Herzliya, el joven doctor en jurisprudencia iba de puerta en puerta en bicicleta para vender tortas de levadura que él y su hermana habían horneado.
Antes de RoshHashaná, había que ir a la escuela vistiendo azul y blanco, los colores nacionales. En los tiendas por departamentos Eckman, en la plaza Dizengoff, vendían tarjetas de Año Nuevo decoradas con brillantina, con fotos de soldados y de granjeros. Cerca de la puerta de la tienda, apoyándose en un árbol que todavía está allí, había un mendigo amputado en cuya mano mi abuelo siempre colocaba una moneda. Yo le tenía miedo, como le tenía miedo a todas las personas en situación de calle en ese entonces, la mayoría de ellos enfermos mentales sobrevivientes del Holocausto. En los escalones de la oficina de correos de la calle Zamenhof, cerca del cine Esther, un hombre grande que vestía de negro, la primera persona sin hogar, extendía sus pertenencias todas las noches.
Detrás de la oficina de correos estaba la biblioteca de Mira, que prestaba libros. Mi número de tarjeta de la biblioteca era el 7154, y escribo esto como persona incapaz de recordar los números de teléfono de sus hijos. Zahara recomendaba libros y los escribía en la tarjeta, con Mira y su esposo Nathan presentes en el fondo. Las paredes de los edificios en la calle Zamenhof, a lo largo de la cual me apresuraba a llegar a casa para leer el libro que Zahara me había prestado, estaban ennegrecidas por el escape del autobús número 5. Esta línea tenía un conductor y un guarda, algo que yo soñaba ser cuando creciera. A veces, un profeta agorero subía al autobús y regañaba a los pasajeros: “No fumen cigarrillos. Los cigarrillos son veneno”. En esa época era considerado el chiflado de la ciudad. Hace unos días, en un programa de radio donde la gente puede buscar familiares perdidos, un oyente solicitó información sobre él. Probablemente no encontrará nada.
Éramos niños y eso fue hace mucho tiempo, como dice la canción. Al final de la calle de mi infancia había viñedos. Nunca preguntamos a quién pertenecían y a dónde se fueron los viticultores; tal vez se los tragó la tierra. Donde ahora está el DizengoffCenter había un campamento de tránsito de inmigrantes, construido sobre las ruinas de un pueblo. Cuando desmantelaron el campamento y la gente se fue a vivir a los horribles bloques de apartamentos al otro lado del camino, quemamos la madera de las cabañas en las hogueras de LagBa’omer.
No sabíamos nada sobre campamentos de tránsito de inmigrantes o comunidades étnicas. Nuestra calle era casi exclusivamente ashkenazí. Le decíamos “el bujarí”a un miembro de la cooperativa de autobuses Egged que vivía al otro lado de la calle, mientras que la familia Museri, “los yemenitas”, vivía en la calle perpendicular a la nuestra. En el almacén de MeirPeled, los negocios se hacían en idish, y años después, Shaul al-Matzri, el segundo Mizrahi en nuestra calle, abrió otro almacén. No sabíamos qué significaba eso. La familia Lebel vivía en el apartamento al lado del nuestro. Los niños, Yossi y Benny, eran mis amigos. Eran ultraortodoxos. Su padre trabajaba en un taller de pulido de diamantes. En Iom Kipur, mi padre nos decía que no fuéramos al balcón con comida para no ofender a los Lebel. En Sucot los ayudaba a construir una sucá con tablas. Finalmente se mudaron a BneiBrak. Nunca jugaron a la pelota con nosotros. No había automóviles en la calle, y el Sr. Sarna, el propietario de nuestra vivienda, traía su ómnibus a casa para almorzar, sin tener problemas para encontrar dónde estacionarlo.
Todo eso ya no existe.
Traducción: Daniel Rosenthal.