Perro que ladra… ¿muerde?

La semana pasada la prensa israelí recogió la sentencia de algunos rabinos de la localidad judía de Elad en relación a la tenencia de perros: la prohíben. Parece que allí solamente “perro que ladra, muerde”. El edicto de Elad declara que cualquier perro es malo porque ladra y es un potencial peligro. Quien posea perro, será maldito.  Esta es una perla más del collar de prohibiciones y dogmas que, algunos sectores más que otros dentro de lo que denominamos el mundo judío ultra-ortodoxo, intentan imponer sobre sus miembros y sobre todo aquel que roce sus vidas. Me hizo acordar a aquellos episodios, hace unos años, respecto a compartir el trasporte público con mujeres o la negativa de sentarse junto a mujeres en un avión. Para peor, declara “malditos” a aquellos que trasgreden la norma. Aparentemente la misma surge precisamente por el crecimiento de la población canina en Elad, una ciudad ultra-ortodoxa entre la ruta 6 y la línea verde, a una media hora del centro de Tel-Aviv.

Cuando leí la noticia recordé el o los episodios en “Shtisel” en que Shulem debe hacerse cargo del cachorro de su nieto: lo que comienza como fobia termina como desencanto cuando el cachorro desaparece. La inoperancia y torpeza inicial de Shulem en relación al cachorro es una excelente metáfora acerca de la inoperancia en ciertos temas ajenos a su mundo. En un mundo de respuestas a todas las cuestiones de la vida y un control férreo de los vínculos y las emociones, un perro, especialmente un cachorro, desestabiliza la certeza del tiempo y las costumbres. Como “Shtisel” no deja de ser una mirada compasiva sobre el mundo jaredí, la escena en torno al perro, como tantas otras, es tierna y empática, y no precisamente con el can, sino con Shulem. Acá no hay perros que ladren como en Elad, sino criaturas merecedoras de compasión, como el nieto de Shulem a través de su perro.

Indagué un poco en las fuentes a través de allegados y mi conclusión es que los rabinos de Elad son una excepción extrema y fanática; la realidad no es que el mundo jaredí (ultra-ortodoxo) abrace los perros ni mucho menos, sino que le son más bien indiferentes. En vidas consagradas a cumplir los preceptos, y no habiendo ninguno vinculado al perro específicamente, el tema no es relevante ni central. El Talmud toca el tema (toca todos los temas) y hay responsas y todas oscilan entre la indiferencia y la advertencia acerca del peligro que un perro puede implicar. La diferencia con el mundo secular no está en la advertencia (la tenencia responsable de perros es un tema acuciante en nuestra sociedad, por ejemplo) sino en la indiferencia: la sociedad secular y consumista tiende a incluir el perro como bien de consumo, una necesidad, un valor a poseer del mismo modo que se poseen objetos. Con la salvedad de que el perro es una criatura viva.

Asumo que la resistencia al perro y a las mascotas en general proviene de prejuicios muy arraigados en relación a pureza, idolatría, y desviación del propósito del “buen” judío en el mundo. Por un lado, el perro no es un animal kasher, y por otro su dependencia nos obliga y responsabiliza; si bien un perro no es “judío” y por lo tanto no tiene las obligaciones que ello implica, si es propiedad de un judío debería ser manejado de acuerdo a la halajá; y esto puede ser complicado, tan complicado como son muchas normas halájicas. Por lo tanto más vale prescindir que complicarse. Hasta ahí, todo bien y respetable: cada uno elige sus prioridades. Ahora bien: el tema de maldecir al que tiene perro es ridículamente persecutorio.

“La Perrera”, aquella institución que atrapaba perros en la calle para, luego de unos días de espera, sacrificarlos, fue abolida hace ya muchos años; es un recuerdo de mi infancia. En tono, tiene algo del edicto de Elad. Estos tiempos han visto la proliferación de refugios caninos, la incentivación de la adopción de perros, y una lucha desesperanzada por parte de los criadores serios frente a la proliferación de fábricas de cachorros. El perro es un animal doméstico y el hombre, como escribiera Saint-Exupery en “El Principito”, es responsable por aquello que ha domesticado”. Los perros callejeros urbanos o rurales constituyen no sólo un síntoma sino una patología de una sociedad. La tenencia responsable de perros y mascotas en general es un índice cultural de una sociedad determinada.

Por lo que yo sé, Israel no padece de poblaciones caninas sueltas y a la deriva. Los israelíes tienen perros: los negocios para mascotas proliferan, los kibutzim desarrollan el negocio de las guarderías caninas, y la crianza de perros de pedigrí obtiene resultados notables en muchas razas. La fusión de las diásporas también ha generado un caudal genético canino importante. Pero sobre todo, la afluente sociedad israelí es una gran consumidora de bienes, y entre ellos están los perros y los gatos. Si los rabinos de Elad gritan y maldicen, la mayoría de los israelíes simplemente suman a sus canes como parte de la familia.

Este asunto de perros y judaísmo me trae el recuerdo de una tardecita de viernes, víspera de Shabat, en la zona de Ein Kerem en Jerusalém. Paseábamos por esas calles jerosolemitanas típicas cuando ya caía el sol y la poca gente en la vuelta se apuraba en alguna dirección… No mucho más tarde tuvimos dos encuentros: por un lado, un perro de raza Canaan (Cnaani o Canaan Dog) deambulaba como nosotros por las calles; y por otro lado, encontramos la sinagoga a dónde se apuraban las gentes. Para nuestra sorpresa, el perro era parte de la grey: entraba y salía del patio de la sinagoga a su voluntad, oteaba el horizonte, intuía un gato, y volvía en busca de sus dueños dentro del pequeño templo. Finalizado el servicio, salieron de la sinagoga todos los fieles, de blanco, en sandalias, con sus cabezas cubiertas por casquetes blancos también, y seguidos por el perro color crema se perdieron en la noche, rumbo a alguna cena sabática.

Esa noche el espíritu sabático alcanzaba a todas las criaturas de Dios. También al perro.