Los Huesos & las Palabras

Hori Sherem, Kabalat Shabat NCI Montevideo, 18 abril de 2025

Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, no lo hizo en silencio. Fue una salida tumultuosa. A plena noche. Con prisas, con panes que no llegaron a leudar, con el miedo latente a las represalias de Egipto. Un pueblo entero preparándose para salir a pie, niños y ancianos, animales y objetos, esperanza y desconcierto mezclados en cada paso.

Mientras tanto, Egipto lloraba. Lloraba a sus primogénitos. Cada casa, dice el texto, tenía un muerto. El duelo colgaba en el aire, el clamor llenaba las calles. Y en medio de ese llanto y ese dolor, un pueblo que se pone de pie y se va.

Nada era fácil. Ni para los que se iban, ni para los que se quedaban.

La libertad no vino envuelta en canciones de victoria y alabanzas, sino entre gritos, llantos, pérdidas y despedidas. Y es por esto que durante la noche del Seder sacamos gotas de vino de nuestra copa. Porque la alegría no puede ser completa. No es fácil sentirse con derecho a ser feliz, cuando esa felicidad se construye sobre las ruinas y el dolor de una ilusión ajena.

En ese momento confuso, sangriento y definitivo, aparece un gesto que lo resignifica todo.

Dice la Torá: «Y Moshé tomó consigo los huesos de Iosef» (Éxodo 13:19). Piénsenlo un momento. Todos estaban ocupados en empacar lo urgente, en huir, en escapar del látigo, de la esclavitud, de la muerte. Pero Moshé, en ese instante, decidió cargar con un cuerpo. Con un cuerpo sin vida. Con un cuerpo lleno de historia. Con un cuerpo que contenía Egipto, y que contenía promesa.

No fue oro, ni armas. No fue una reliquia sagrada, ni un símbolo visible de fe. Fueron los huesos. El cuerpo inerte de Iosef. El mismo Iosef que había traído a su familia a Egipto generaciones atrás. El mismo Iosef que, al morir, les hizo prometer a sus hermanos que no lo dejarían allí. Que cuando llegara el momento de irse, lo llevarían con ellos.

Moshé cumplió esa promesa. Pero hizo algo más: le dio al pueblo un ancla. Porque en el desierto no sólo se camina hacia adelante. También se arrastra lo que no se termina de soltar. Por eso nos pasaron cosas como el becerro de oro.

Durante cuarenta años, Israel cargó con los huesos de Iosef. Una caja cerrada, opaca, sin voz, sin vida. Pero llena de historia. Y al lado de esa caja, otra: el arca del pacto, con las tablas de la ley.

Dice La Mejilta de Rabi Ishmael que en un mismo campamento iban lado a lado: los huesos y las palabras. La muerte y la vida. Lo que ya no es, y lo que aún no fue. Y entre ambas, en el medio, caminaba el pueblo. Como nosotros. Caminantes entre la pérdida y la promesa. Entre el cuerpo que ya no respira y las letras que aún no comprendemos. Entre Egipto y la tierra prometida.

Hay algo profundamente incómodo en esa escena. La libertad no empieza con una hoja en blanco. Empieza con una carga. Con una promesa incumplida. Con una historia no resuelta. Con un muerto que nos sigue. Salir de Egipto no fue salir limpios. Fue salir conscientes. De que no somos solo lo que soñamos ser, sino también todo lo que no pudimos dejar.

Moshé no llevó los huesos por nostalgia. Los llevó porque el cuerpo de Iosef decía algo que las tablas aún no podían decir: que la historia no comienza donde elegimos. Que no hay tierra prometida sin el peso de lo que fuimos. Y que, a veces, lo que más nos impulsa hacia el futuro es aquello que no pudimos enterrar del todo.

Salir de Egipto no fue una huida vacía. Fue una transformación. Y no se transforma quien olvida. Se transforma quien recuerda.