‘Vaerá’
Prédica de Hori Sherem en la NCI de Montevideo el 24 de enero de 2025
La parashá (porción de la Torá) de esta semana nos presenta un contraste poderoso. En el capítulo 8 del libro de Éxodo, durante las plagas que azotaron Egipto, Dios excluyó a la tierra de Goshen, donde habitaba el pueblo judío, del alcance de las plagas. Sin embargo, lo interesante del texto no radica únicamente en esta protección divina, sino en cómo la Torá lo describe: “Vehifleití vaiom hahu et Eretz Goshen asher amí omed aleiha” — “En aquel día apartaré la tierra de Goshen donde mi pueblo está de pie allí.” Es una frase curiosa, no solo por el acto milagroso de protección, sino por la elección de palabras: el pueblo está de pie allí. ¿Por qué enfatizar que estaban de pie? ¿Qué hay de importante en el acto de permanecer de pie?
Para un pueblo que ha migrado tanto como el pueblo judío a lo largo de su historia, la tradición nos enseña que asentarse en un lugar no es solo un acto físico, sino una declaración de identidad. Echar raíces, sentir que pertenecemos, construir nuestras historias en un suelo compartido, conecta el alma con el lugar y con quienes nos rodean. Es un momento para renovar pactos, forjar promesas y reconocernos como parte de un todo.
Sin embargo, en la tierra de Goshen, durante el exilio en Egipto, los judíos no echaron raíces. Nunca se asentaron. Permanecieron de pie. Habitaron allí, pero no vivieron plenamente. No deseaban ese lugar ni lo hicieron suyo. Sus corazones eran extranjeros incluso en sus propios hogares, porque sus sueños estaban puestos en otra tierra, en otra promesa.
Llegaron allí con las manos vacías, empujados por el hambre y la sequía, como tantas veces ocurre en la historia de los pueblos. Egipto les abrió las puertas como un acto de gracia, pero jamás se sintió como un hogar. Era una tierra prestada, un favor que les hicieron, no un espacio ganado ni conquistado. Vivir allí era como caminar sobre un suelo ajeno, con la constante sensación de que no se pertenece, de que en cualquier momento las puertas podrían cerrarse y las manos que una vez dieron podrían quitar. Y así lo fue.
Qué imagen más desgarradora: un pueblo viviendo en un lugar donde sentían que el suelo no les pertenecía, donde las raíces se negaron a hundirse porque el corazón no podía entregarse. Goshen no era un hogar; era una estación, una pausa, una herida abierta en la espera de algo mejor.
A tal punto el pueblo se sentía ajeno a todo esto, que nuestras fuentes nos cuentan que, incluso después de generaciones en Egipto, el pueblo judío mantuvo vivo el idioma hebreo y continuó nombrando a sus hijos con nombres de origen hebreo.
¿Por qué? Porque las palabras son nuestra trinchera, y la lengua, el espejo de nuestra identidad.
Hannah Arendt, quien vivió como apátrida cuando el régimen nazi le quito la nacionalidad alemana, decía que no se sentía alemana, salvo por su lengua. ¿Se puede abandonar la lengua materna? ¿Es posible desprenderse de una patria que vive en las palabras? La lengua, al final, es un hogar que nunca nos abandona, incluso cuando todo lo demás parece perdido.
Esto me trae a la memoria un cuento del escritor Hernán Casciari, quien, al narrar su experiencia como inmigrante en España, describe dos tipos de viajeros: aquellos que, al llegar a un nuevo lugar, guardan la valija en el desván, se mimetizan con el entorno, adoptan las palabras coloquiales y consumen lo que todos consumen; y aquellos que nunca guardan la valija, que se niegan a perder el acento, buscan los sabores de su tierra y viven con la nostalgia constante de regresar algún día.
El pueblo judío es el ejemplo vivo de este último caso: no solo dejó la valija sin guardar, sino que vivió siempre con ella lista, esperando ese momento en el que alguien dijera: “Tomen sus valijas, nos vamos a casa.”
El drama de Goshen nos recuerda que habitar no es simplemente ocupar un espacio; es permitir que el alma florezca allí. Es construir y pertenecer. Pero cuando no hay pertenencia, cuando el corazón vive de pie en un suelo que no reconoce como suyo, lo único que queda es la esperanza de un lugar donde podamos sentarnos y sentir que hemos llegado a la tierra prometida.
Tal vez la mayor lección de Goshen sea esa: aprender a reconocer cuándo no estamos bien, tener el coraje de pedir ayuda y, finalmente, encontrar un lugar donde podamos guardar nuestras valijas, no para olvidarnos de ellas, sino para compartir su contenido con otros y construir algo nuevo. Porque al final del día, no buscamos solo un lugar donde asentarnos. Buscamos un lugar donde podamos sentirnos en casa, donde podamos habitar plenamente, con todo lo que somos, con todo lo que cargamos.