¿Qué hay en un nombre?
Prédica de Hori Sherem en NCI Montevideo el viernes 17 de enero de 2025
¿Cuántos deseos, ilusiones y frustraciones se condensan en el acto sagrado de elegir un nombre para nuestros hijos? Un nombre que no es solo un sonido, sino un eco de nuestra historia, un testimonio de nuestras esperanzas, de nuestros sueños y también de nuestros temores.
Esta semana que pasó, comenzamos un nuevo libro de la Torá que se llama Shmot, “Nombres” y la parashá comienza enumerando los nombres de quienes llegaron a Egipto junto con Iosef, sus padres, sus hermanos, las esposas de sus hermanos, sus hijos, y nietos. Cada nombre llegó cargando una historia, un eco de raíces profundas, de un pasado tejido con promesas y pertenencia. Sin embargo, apenas termina de nombrar a quienes descendieron a Egipto, el relato bíblico nos cuenta que pasaron los años y llegó al trono un nuevo faraón que no conocía a Iosef ni a su familia. No conocía sus nombres ni sus historias, y estas comenzaron a desdibujarse. El faraón esclavizó a los hijos de Israel, y el peso de la esclavitud hizo que las nuevas generaciones olvidaran lo valioso de vivir en libertad.
La opresión egipcia aplastó sueños y memorias, arrancando esas raíces una por una. Con los años, el pueblo dejó de ser una familia con nombres e historias y se convirtió en una masa sin identidad, conocida solo como los esclavos hebreos. En ese contexto de anonimato, de raíces perdidas, nació Moisés. Y sin embargo, en toda la historia del nacimiento de Moisés, los nombres brillan por su ausencia
(Éxodo 2:1-10). No sabemos cómo se llamaban sus padres. Ni el nombre de su hermana, ni el de la hija del faraón que lo salvó de las aguas, ni siquiera el nombre del faraón que ordenó su muerte. ¿Por qué el silencio? ¿Por qué la ausencia de nombres en una historia que inaugura el libro de los nombres? Tal vez porque en ese instante, la identidad estaba suspendida, flotando como Moisés en su pequeña arca, a merced de las aguas, sin raíces, sin destino.
Los nombres se reservan para quienes tienen un lugar en la historia, y en ese momento, Moisés era un niño sin lugar, un reflejo del caos que se vivía entre los hebreos. Moises se crió en el palacio del faraón con una extraña sensación. No tenía raíces entre los hebreos, quienes lo veían como un extraño privilegiado, ni entre los egipcios, para quienes siempre sería un intruso. vivió allí hasta que un día en un confuso episodio con un soldado egipcio al que mató defendiendo a un esclavo hebreo, se vio obligado a huir. Huyó a Midián, donde conoció a quien sería su esposa, Tzipora y con quien tuvo un
hijo al que llamó con el nombre de Guershom que significa «extranjero soy en esta tierra» (Exodo 2:22).
Ese nombre no fue solo una declaración, sino una confesión: Moisés no pertenecía a ningún lugar. Y aunque al darle nombre a su hijo intentó echar raíces, esas raíces nunca fueron suficientes para anclarlo.
Al poco tiempo cuenta el relato que Moises buscando un cordero perdido sube al monte Joreb. Entonces, en ese monte, el silencio vuelve a romperse. Desde una zarza ardiente que no se consume, la voz de Dios lo llama y le pide quelibere a su pueblo. Pero Moisés responde con un grito ahogado, cargado de duda y negación: «¿Quién soy yo para hacer esa tarea?» (Éxodo 3:11). No pregunta cómo hacerlo, ni con qué
fuerza, sino algo más básico, más desgarrador: ¿Quién soy yo? Porque Moisés no se sentía nada. No se sentía hebreo ni egipcio; no se sentía líder, ni profeta, ni elegido. Era, como él mismo había dicho al nombrar a su hijo, un extranjero. Un hombre sin identidad, caminando entre dos mundos, sin pertenecer a ninguno.
¿Por qué él? ¿Por qué un hombre que ni siquiera sabía quién era? Tal vez, porque es en el vacío donde lo divino puede sembrar algo nuevo. Tal vez, porque solo aquel que ha caminado entre sombras y soledades puede entender el clamor de un pueblo perdido. Y tal vez, porque lo que Dios vio en Moisés no fue lo que él era, sino lo que podía llegar a ser.
Moisés fue el líder más grande que tuvo la historia judía. Un hombre sin tierra, que sin embargo, dio tierra a su pueblo. Un hombre sin identidad fija, que moldeó la identidad de generaciones. Quizás esa contradicción es la que lo hace eterno. Porque Moisés no lideró desde la certeza, sino desde la duda. No guio desde un lugar de pertenencia, sino desde el vacío, donde las preguntas son más profundas que las respuestas.
Tal vez esa es la lección que dejó a su pueblo. Que no necesitamos pertenecer para caminar hacia un propósito. Que no se requiere estar completo para dar sentido a una vida. Y que, incluso siendo extranjeros, podemos construir un hogar, no en una tierra, sino en los corazones de quienes vienen después de nosotros.