Ajla Mimi
La esquina de Derej Hamovil y Iojanan Hasandlar es un punto neurálgico de la zona industrial de la tradicional y centenaria ciudad de Kfar Saba, al norte de Tel-Aviv. Varios edificios de oficinas y locales comerciales comparten un gran baldío de estacionamiento (bien escaso en horas pico), la proximidad a la autopista 531, la proximidad de la estación de trenes Nordau, el centro comercial ‘G’, y en general, una ciudad de clase media, plural, amable, y auténticamente israelí.
En esa esquina, espalda con espalda, en su versión gastronómica, conviven dos Israel: por un lado el clásico café israelí en su versión más sofisticada, ‘Nono Mimi’; y por otro un clásico restaurant de carnes ‘al fuego’ y ensaladas, ‘Ajla’. Como buenos judíos, difícilmente un cliente de ‘Ajla’ pise ‘Mimi’, y viceversa. Son dos de los diversos mundos que constituyen Israel. El estacionamiento es la expresión del pluralismo israelí.
Sé que ‘Mimi’ fue fundado como una cadena de cafés ‘top’ en zonas afluentes por parte de dos socios que hicieron un exitoso ‘exit’ de una start-up e invirtieron en el negocio de la gastronomía que, cuando tiene éxito, parece ser muy rentable en Israel. ‘Ajla’, también una cadena, fue fundada hace treinta años por un emprendedor de Rosh Haain. La génesis de ambos nos asoma a la diferencia demográfico-social entre ambos locales, sin ánimo de pasar juicio respecto de uno u otro. De hecho, consumimos en ambos y más de una vez.
En ‘Mimi’ encontrarás una población secular, joven, tecnológica, y sofisticada. En las horas de la mañana es difícil encontrar lugar; la rotación de público es baja, muchos simplemente se instalan a trabajar allí con sus notebooks. Nadie los corre. Me pregunto cómo se concentran porque el bullicio es constante (como en todo Israel), la circulación (take-away) permanente, y los acechadores de lugares libres muy tenaces. Los clientes tienen poder adquisitivo: es un lugar caro, uno supone que rinde buenos márgenes. De otro modo no se explica.
En ‘Ajla’ encontrarás población religiosa, mayormente sefaradí, mizrají, levantina. Casi todos con kipot negras; todas las mujeres con el pelo cubierto con esos pañuelos tan étnicos que usan ahora ciertos grupos religiosos. El restaurant es grande, como para mesas familiares o grupales; el take-away está aparte. Hay servicio a las mesas y la dinámica de la experiencia gastronómica está muy pautada. También es ruidoso, pero nadie va allí a trabajar; van a comer. Tampoco es barato, pero la relación precio/prestación es más amigable.
‘Ajla’ es estrictamente casher, con certificado, pileta y jarra para el ritual de lavado de manos, y frases de birkat hamazón en las paredes. ‘Mimi’ no es casher, su menú es tipo lácteo o parve. ‘Ajla’ ofrece carnes de todo tipo, una enorme variedad de ensaladas, la pita tipo lafla, el tradicional humus y las infaltables ‘chips’. Es pantagruélico. ‘Mimi’, por su parte, ofrece café, panadería, tartas, pizzas, sándwiches y ensaladas: es gourmet; y se puede cuidar una dieta.
En ‘Mimi’ se negocia, se trabaja, o se encuentran amigos de a dos. En ‘Ajla’ se celebra.
Sería políticamente muy incorrecto decir que uno es el ‘primer Israel’ y el otro el ‘segundo Israel’; además, sería imprudente, porque a esta altura de los acontecimientos, uno no sabe qué Israel prevalece. Tampoco puede decirse que ‘Mimi’ sea ashkenazí y ‘Ajlá’ sefaradí porque estoy seguro que en ambos hay de todo, aunque el ‘espíritu’ de cada negocio está claramente perfilado. No hay duda acerca de la segmentación del mercado.
Para uno, ‘Mimi’ es más de lo mismo (Aroma, Landwer, Roladin) en otro nivel y variedad. Asomarse o experimentar ‘Ajla’ es introducirse en ese Israel que uno habitualmente no ve. Simplemente porque uno es de ‘otra aldea’, como decía la canción de Noemí Shemer.
‘Ajla’ implicó intuir y entender porque electoralmente en Israel sucede lo que sucede, se vota lo que se vota, y resultan los gobiernos que resultan. Lo cual está bien porque son las reglas de la democracia israelí: el fraccionamiento extremo que refleja la multiculturalidad del país. Que a veces nos cuesta reconocer, especialmente desde algún shtetl galútico como Montevideo.
Lo interesante, lo desafiante, lo que nos lleva a contar esta breve historia de una experiencia personal, es que estos dos mundos que conviven y prosperan juntos pero que casi no se mezclan y probablemente poco se entienden, se multiplican en otra cantidad de instancias de la vida israelí. No hablamos de la notoria dicotomía Jerusalém/Tel-Aviv, sino de esquinas donde de un lado se expresa un judaísmo y del otro se expresa otro judaísmo. No hay distancias físicas, sólo culturales.
Lo encomiable es que sólo este proyecto, el Sionismo e Israel, ha permitido este tipo de dinámica. Árabes que despachan falafel, un jabadnik que te dice que ese día no puede ofrecerte ‘su’ humus, o el carnicero de la ciudad árabe de Tira que abastece a miles de israelíes seculares para sus barbacoas de Shabat. Cuando hablamos de soberanía en Israel no hablamos solamente en función de nuestros enemigos; la soberanía radica en ser judíos y vivir con el prójimo en libertad y con orgullo. Aunque en la Kneset parezca que no, en la vida cotidiana, con menos pretensiones e intereses, Israel funciona.
No será el teórico crisol de culturas que soñaron los padres fundadores; pero es un contenedor que, valga la redundancia, nos contiene e identifica: frente al mundo y entre nosotros mismos.