Ni Olvido ni Perdón

David Telias, especial para TuMeser, diciembre de 2024

El sábado 7 de diciembre de 2024 la Iglesia Católica y el Papa Francisco mataron a todos los judíos.

Algún lector podrá pensar que me volví loco, sobre todo el lector judío que, como yo, obviamente está vivo, y si no vio las noticias de este sábado no tiene idea de qué le estoy hablando. Voy a intentar explicar brevemente.

Todos los años sobre inicios de diciembre el Vaticano viste su palacio en tonos navideños, y es común que reciba para ello obsequios de comunidades o incluso países católicos del mundo. Lo particular de este año es que el regalo para vestir el gran Salón de Audiencias, ese en el que recibirá a los peregrinos en esta Navidad, proviene de un país musulmán, de una entidad política mejor dicho porque todavía no es un país formalmente, en el que el cristianismo cada vez tiene menos espacio físico y espiritual, pero, por sobre todo, donde se ha construido un relato histórico completamente falso del nacimiento de Jesús con la única finalidad de borrar la Historia del pueblo judío. Y Francisco se ha prestado a eso, lo ha validado aunque le haya querido dar otro significado.

Si el Papa quiere rezar por la paz en el mundo, si quiere recordar a las decenas de millones de cristianos que en el mundo, desde Ucrania a Medio Oriente, o desde el Sahel a Myanmar, están sufriendo por guerras asesinas, no era necesario para eso que se preste complacido a tan vil acto antisemita.

La  Iglesia fue judeofóbica desde su creación, y esto tenía una razón lógica. Como explicó en algún momento Foucault, el racismo es parte de la construcción de la identidad de las personas y las instituciones por estas creadas. En la medida en que tomamos conciencia de lo que somos, definimos lo que no somos, lo que no queremos ser. En ese sentido, la Iglesia, construida a partir de un grupo de judíos peleados con el establishment judío de la época, definieron lo que no querían ser, judíos, y se transformaron en judeofóbicos.

Cuando el ya decadente Imperio Romano se cristianizó, la Iglesia comenzó a construir teoría al respecto. El primer teólogo y quien marcará la relación de la Iglesia con los judíos por los siguientes 16 siglos fue Agustín (que vivió entre los años 354 y 430 aproximadamente), y a través de Crisóstomo (su principal predicador contemporáneo a él), difundió su cuatro principios básicos sobre los judíos: 1) son deicidas, 2) testimonian el Antiguo Testamento, 3) por lo tanto son prueba de que el Nuevo Testamento no es un invento, y 4) serán los últimos en recibir la redención del mesías cuando retorne, pues nació entre ellos y se negaron a aceptarlo.

Por lo tanto estos principios implicaban que en los espacios de dominio católico los judíos debían ser respetados en su vida (no se los debía matar ya que eran testimonio viviente del pasado de la Iglesia), no se los debía evangelizar, pues ya rechazaron a Cristo una vez y sólo él podrá hacerlo cuando retorne, y se los debía humillar, pues deben sufrir el castigo de no haber reconocido al enviado de Dios.

Por eso es que durante la Edad Media los judíos perdieron en Europa el derecho a poseer tierras, debían andar en burro y no sobre caballo para que no se eleven por sobre los señores cristianos, y debían vivir en guetos aislados con nulo o escaso contacto con la población gentil para que no enfermen las mentes de los creyentes. También en algunos casos debían vestir determinadas ropas para que sean identificados entre los demás.

A mediados del siglo XIX un movimiento secular, creado principalmente por el francés Joseph Arthur, Conde de Gobineau, creo el racismo científico a través de su “Ensayo sobre la desigualdad de las razas”. Aunque esta teoría no era especialmente agresiva para con los judíos – pues los europeos eran “blancos” – fue tomada en el siglo XX por el nazismo y utilizada para justificar el peor genocidio de la Historia conocida. El “paradigma de los genocidios” al decir de Bernard Bruneteau.

Fue el peor momento para Iglesia Católica Apostólica Romana. Su complicidad institucional con el nazismo – más allá de la acción valiente de algunos curas, párrocos y católicos de a pie que salvaron vidas judías – fue de un silencio atronador.  La judeofobia enseñada a sus fieles durante tantos siglos fue la responsable de que la sociedad europea se repartiese entre defensores del nazismo y testigos silenciosos que, en su inacción, permitieron la masacre.

La Iglesia fue consciente de su error al ver las consecuencias generadas. No olvidemos que se había violado un principio básico de la teología agustiniana. Los judíos no debían ser asesinados.

Veinte años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y la Shoá, al finalizar el Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI firmó la declaración “Nostra Aetate. Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”.

No se refiere sólo a los judíos, pero respecto a estos dice:

Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham.

Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.”

Y luego cita Romanos. 9, 4-5 para decir: «a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne».

Este sábado el papa Francisco desmintió todo esto para ni siquiera volver a la Iglesia al estado de la judeofobia preconciliar sino, directamente, transformarla en antisemita. Del silencio atronador que la tuvo en complicidad con los nazis del siglo XX, la ubicó en aliada de los nazis del siglo XXI.

No niego la identidad legítima del pueblo palestino. Una identidad que lentamente comienza a construirse a inicios del siglo XX cuando algunos habitantes de la Provincia Siria del Imperio Turco creían que su futuro no debía estar regido por Damasco sino por Jerusalém. Esos, liderados especialmente por Amin al-Hussieni, nombrado más tarde Muftí de Jerusalem por los mandatarios británicos, creídos que con eso lo pondrían de su lado, se aliaron a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, y pretendieron la “solución final” para los judíos del mandato británico de Palestina.

Que se refuerza en los años 60, cuando está claro que el panarabismo que pregonaban líderes como Gaman Abdel Nasser o el partido Baaz sirio que gobernaba Siria, ni mucho menos la monarquía jordana bajo cuya autoridad estaban sometidos los palestinos, pregonaban la creación de un estado independiente árabe en el antiguo mandato británico de Palestina.

Mahmoud Abbas, el actual presidente de la Autoridad Palestina que lideró la comitiva que entregó a Francisco el pesebre que en esta Navidad venerarán los peregrinos que lleguen a la Basílica de San Pedro es nada menos que un negador del Holocausto, y ha liderado los intentos permanentes por borrar el vínculo histórico del pueblo judío con la tierra de Israel, difundiendo enormes falsedades que, trasnochados como el presidente venezolano Maduro han hecho públicas, diciendo que Jesus era un niño palestino, 600 años antes de que naciera el Islam.

Con la aceptación de este regalo Francisco ha borrado a los judíos de la Historia, lo que los nazis no pudieron con la violencia, el Papa lo hizo con la semiótica: con una imagen.

Por eso, al igual que con los nazis, para el papa Francisco y la Iglesia, de aquí en más, ni olvido ni perdón.