Nova
Hace más de un mes que no escribo. En parte porque viajé, en parte porque me agoté. Probablemente agoté a mis lectores también. Al mismo tiempo que iba mermando mi producción escrita, iniciaba un nuevo proyecto en redes que hasta ahora no manejaba, más audiovisuales; lo cual me entusiasmó, me ocupó, y supuso un aprendizaje, todavía en proceso.
Esta madrugada en Israel, desvelado, cuando todavía está oscuro un rato más, siento la obligación, si no la inspiración, de compartir con los lectores de TuMeser mi experiencia, en familia íntima, del día de ayer: la visita al Memorial de #Oct7 en la arboleda de Re’im, donde aconteció el festival Nova.
Bueno, aconteció hasta que no aconteció más cuando en estas mismas horas de la madrugada de aquel 7 de octubre de 2023 las fuerzas de Hamás invadieron Israel y cometieron el peor pogromo de la historia judía reciente.
La tragedia es una sola en dos geografías: la invasión a kibutzim y ciudades de la zona y la redada implacable en el indefenso paraje que visitamos ayer. Sólo visitamos ‘Nova’ y un austero mirador en homenaje a las jóvenes reclutas ‘observadoras’ a quienes sus oficiales hicieron caso omiso de sus advertencias.
El Memorial es un espacio espontáneo. Entre las arboledas de eucaliptos se han ido instalando fotos y leyendas sobre cada uno de los caídos ese día, unos trescientos cincuenta, seguramente por cada una de las familias dolientes. Se han instalado bancos a la sombra, mesas para pasar allí unas horas, baños químicos, y un estacionamiento improvisado.
Daría la impresión de que recién ahora, y muy paulatinamente, la gente empezará a peregrinar al lugar. Todo esto sucedió ‘ayer’, y todavía está sucediendo. Había un par de grupos con guías, en inglés, lo que hemos elegido denominar ‘turismo de trauma’. Como si nos explicaran una excavación arqueológica; cuando en realidad todo esto será por sí mismo un punto de inflexión en la milenaria historia judía que nos sobrevivirá.
El resto eran pequeños grupos, parejas, individuos, que deambulábamos por allí tratando de ver a todos y cada uno de los caídos. Como si los hubiéramos conocido, como si fueran nuestros hijos. Es que, por generación, lo eran, pudieron serlo. No había ruido, cosa extraña en Israel, todo era muy mesurado, contenido, y sobre todo, profundamente triste. Tan profundo, que llorar no era suficiente. Parecía un espejismo pero era real.
En un sector descampado frente a la arboleda ya se han plantado hileras de nuevos árboles, uno por cada caído, que completarán la vegetación del lugar con el paso de los años; la naturaleza se hará cargo de perpetuar las vidas perdidas allí. No sólo es sobrecogedor estar allí; también lo es ver la magnitud del hecho: son cientos de fotos y recuerdos. Rostros jóvenes, luminosos, sonrientes, que te miran desde la eternidad.
Hay unos bellísimos canteros de anémonas artificiales (algún metal, no entré en detalles) con un fuerte tono violáceo. Las anémonas, kalaniot, son flores típicas del lugar que vuelven en cada temporada de lluvia; siempre fueron objeto de turismo interno precisamente en la zona de Re’im. Estas serán perennes; estas serán memoria.
Había montada una carpa donde se escribía un rollo de la Torá para el regreso de un rehén en Gaza. No pedían donación, sólo sumar una letra. Mi esposa y yo sumamos una cada uno, una mem y una bet, en Parashat Bereshit, en el versículo en que es creada la mujer. Como dijo mi esposa Karin Neuhauser en la NCI de Montevideo en Rosh Hashaná, es un nuevo comienzo.
La consigna de esa iniciativa específica era ‘un pueblo unido’: había escritas letras de todo el mundo. Nos fuimos con la sensación de haber hecho ‘algo’, por simbólico que sea, y ser bendecidos por ello. Habíamos ideo a honrar y fuimos honrados. Son algunas de las paradojas y ambigüedades de ser y saberse judío. Como querer bailar y terminar asesinado.
Ya no hay más autos quemados abandonados sobre los caminos ni rastro morboso alguno de lo que sabemos con creces que sucedió. Es un lugar para la profundidad del alma que apela a lo más sensible del ser humano en contraposición a la barbarie que fue aquel día. Y así está bien.
Al regreso accedimos a un pequeño montículo en memoria de las ‘observadoras’. Desde allí se ve Gaza y la frontera norte. Se ven los kibutzim atacados. Al Oeste se ve Netivot, que zafó. De Gaza suben aisladas columnas de humo, se escuchan detonaciones, ráfagas de metralla, helicópteros sobrevolando. El país está en guerra. Si esta zona está así, no quiero imaginar el norte: un norte que se ha extendido hasta Haifa, mientras Metula es un pueblo fantasma.
El Memorial de Nova en Re’im permite confrontar lo sucedido, cara a cara (literalmente) con los muertos, sin caer en el morbo ni la victimización gratuita. Ver los rostros de esos de jóvenes que ya no vivirán, saber de los mil doscientos individuos que fueron violentados y asesinados aquel día, recorrer los polvorosos caminos de nuestro Israel invadido, bien puede ser una forma de aceptar lo que tanto nos cuesta.
Cuando hago referencia al ‘turismo de trauma’, me refiero a no convertir la tragedia y el real trauma de la verdadera víctima en objeto de culto, identidad, o pertenencia. No preciso ver la destrucción de Nir Oz; o como escribiera Lorca, ‘no quiero verla’, no quiero ver la sangre sobre la arena. No deberíamos convertir #Oct7 en una nueva Shoá. Porque es distinto. Ocupémonos de que siga siendo así.
Nova y su arboleda de fotografías, datos, anécdotas, y sonrisas (todas las fotos sonríen, es surrealista) deben actuar como espejo para vernos a nosotros mismos. No mirar a la frontera de donde vino la muerte, sino vernos a nosotros mismos en esos hijos de alguien que ya no volverán. En estos días en Israel no he visto ni escuchado la consigna tan popularizada en nuestras colectividades en la diáspora ‘volveremos a bailar’, ‘we will dance again’.
Creo que no es tiempo de bailar, como ya no bailarán jamás esos jóvenes que nos sonreían en la arboleda. No sólo no volverán a bailar: no volverán a vivir. Si tan sólo vivieran, yo pagaría el precio de no bailar más.
Tal como ha surgido en la cultura popular y tradicional israelí, es tiempo del género literario de la ‘kiná’, el lamento o lamentación. Como todo género poético, apela a lo que no puede decirse de otro modo, a los sentimientos ambiguos, a la hondura de la tristeza y la desazón irremediables.
El desafío no es volver a bailar, eso es casi instintivo en nuestro sentido de la supervivencia. El desafío es volver a las fuentes más básicas de nuestro ser judío cuando nos miramos en los ojos de los chicos que bailaron. Hasta que no. No es baile; es discurso, es palabra, es acción.
Volvimos al centro del país en medio de un tráfico frenético en los clásicos atascos de las autopistas israelíes. El país está herido, pero la sangre fluye; tal vez ‘bailar’ sea metáfora de vida. Como las sonrisas de las fotos, este país es surrealista. Mezquino en la política, solidario en la crisis, heroico en la batalla, obstinado en su estilo de vida. Ayer sumaban ochocientos caídos en la guerra. Hoy ha vuelto a salir el sol sobre Nova y todo Israel.