Rosh Hashaná 5785
Diana Sperling, Bs. As, octubre 2024
Esos ojos luminosos. Esa sonrisa confiada. Esas cabecitas pelirrojas. Esas manos curtidas por la tierra. Esos brazos bronceados. Esos hombros fuertes. Esa frente arrugada.
Muchos ya no están. Otros se han convertido en sombras. Algunos, en interrogante.
Todos ellos me miran, me llaman, susurran su dolor porque han perdido la fuerza del grito.
Son chicos y bebés, ancianos y jóvenes. Soldados y hermanas. Madres y abuelos. Hijos, primos. El que ha sido secuestrado y agoniza en un túnel es un padre, la soldada que lucha es una novia, el oficial que va al frente es un hermano, los chicos que no han cumplido aún los 20 y ya arriesgan su pellejo para defenderme son estudiantes… Todos ellos han sido arrancados de sus vidas. Y de las nuestras.
¿Puedo festejar y alzar la copa de kidush para celebrar el nuevo año, si tantos inocentes han caído y siguen cayendo? ¿Puedo bendecir el pan y el vino en medio del horror y de la pérdida? ¿Con qué derecho, o, más aun, con qué ánimo?
Rosh Hashaná, cabeza de año, un nuevo comienzo y, a la vez (como la raíz del término “shaná” sugiere) una reiteración. Repasar para cambiar, revisar para hacer diferencia. Lo que se inaugura es también, en cierto modo, lo que se repite. Ciclos que se van encadenando para formar la larga y férrea sucesión de la vida. Continuidad y discontinuidad: de esa rara mezcla está hecha la existencia.
Lo sabemos, lo experimentamos en nuestras historias personales. Pero hay veces en que esa experiencia adquiere la contundencia de un rayo, la evidencia de una verdad furiosa, la quemante fuerza de un volcán en erupción. Ese doble sentido de la palabra shaná toma, en estos días, un valor inaudito. Concreto y determinante, como un hacha que rompe el hielo.
En el hemisferio sur acaba de comenzar la primavera. El sol brilla más horas y más tibio, los brotes comienzan a surgir en huertos y jardines, las flores inundan de color los parques.
El duelo no cesa y, a la vez, la vida resurge. No hay compensación ni cálculo que consuele las lágrimas. El llanto es infinito, la irrupción de la vida también. No se superponen ni se anulan: no es una ecuación de suma cero. Pero ocurre, sigue ocurriendo a lo largo de las épocas. “Am Israel jai”, decimos: el pueblo de Israel vive. A pesar del espanto y del terror, de los innumerables Amalek que se han levantado contra nosotros, permanecemos fieles al mandato bíblico: “Elegirás la vida”.
Seguiremos llorando, en quedos y acongojados lamentos o en alaridos desgarradores, cada una de las tiernas existencias que nos han quitado. Y seguiremos abriendo los brazos para recibir las nuevas vidas que llegan, para bailar en los casamientos, para celebrar a los novios y a los hijos y a los nietos. Dice la tradición que no se suspende una boda, un bar mitzvá o un brit milá por duelo. Es obligatorio alzar la copa y festejar. No nos está permitido desertar del júbilo de la existencia.
Rosh Hashaná, un año que comienza pero no tacha ni borra lo que ha quedado atrás: lo revisa, lo llora, lo atesora y renueva la potencia de la marcha. Rosh Hashaná es, también, Iom Hazikaron, el día del recuerdo.
Que este año, el hondo sonido del shofar acompañe nuestro llanto y acompase el latir de nuestros corazones ávidos de esperanza. Parafraseando al Eclesiastés, que el amor sea más poderoso que la muerte. Que podamos encontrar la fuerza de seguir celebrando juntos los dones de la vida. Solo esa fuerza podrá derrotar a quienes eligen la oscuridad.
Shaná tová umetuká! Por un año bueno y dulce, a pesar de las amarguras…