Ierushalaim 5784

Hay un cierto ijus en haber nacido en Ierushalaim. Lo sé porque quienes han nacido allí siempre hacen hincapié en esa circunstancia. Entre ellos, algunos se apresuran a distanciarse de ella. Creo que sobre todo de aquello que, para ellos, Jerusalém simboliza. Los que nacen en Afula o Beer-Sheva se ahorran esos dilemas.

También reconozco un cierto fatalismo en muchos que eligieron vivir allí. Como si la ideología los hubiera llevado hasta esas cimas y luego la vida los hubiera enraizado a la piedra de Jerusalém. No la reniegan, pero reconocen que la vida allí es especialmente compleja.

Mi admirado Amoz Oz no escapó al destino de los otros escritores: sus grandes obras, escritas desde otras geografías, transcurren en su ciudad natal. “Mi Querido Mijael”, “Historia de Amor y Oscuridad”, y “Judas” son tres novelas de Jerusalém escritas en el kibutz, en Arad, y en Tel-Aviv, respectivamente.

James Joyce y Mario Vargas Llosa escribieron su “Ulysess” y “La Ciudad y los Perros”, respectivamente, en París; García Márquez escribió sus “Cien Años de Soledad” en México. Por citar autores de la talla de Oz solamente, la casuística no es menor.

Si, como dicen, la literatura, y en especial la novela, refleja la realidad, el fenómeno del destierro como fuente de inspiración y creación de ficción nunca del todo reñida con la realidad bien podría ayudarnos a entender el fenómeno “Ierushalaim” en el judaísmo. Existe en términos reales, pero existe sobre todo y para la mayoría en términos de lo imaginario.

Los garabatos que depositamos en el Muro de los Lamentos, en los cuales hemos aventurado nuestros desvelos, son sólo la sinécdoque de un universo y una historia de anhelo y esperanza que hemos escrito sobre esa ciudad desde la fundadora frase del Salmo 137: “Si te olvidare Jerusalém…”, atribuida al primer exilio en 586 AEC.

Dos mil quinientos años más tarde una canción compuesta a pedido, y un poco a regañadientes, se transforma en una suerte de himno no oficial de Israel: “Ierushalaim shel Zahav”. No fue escrita desde un exilio geográfico real, pero Jerusalém estaba muy por fuera del imaginario colectivo de entonces.

Se precisaron dos artistas (Naomi Shemer y Rivka Mijaeli) para introducir la próxima pero remota Ciudad Vieja, y se precisó una guerra (1967) para sumar la estrofa de la “unificación”. En seis días Israel no sólo cambió su historia para siempre; Jerusalém fue rescatada de la resignación y pasó a expresar un desbordante y dudoso triunfalismo.

Esta semana se están cumpliendo cincuenta y siete años de lo que nosotros los judíos sionistas llamamos la “unificación” de Jerusalém pero otros eligen llamar por otros nombres. Aun con sus imperfecciones geográficas, la ciudad nunca ha estado tan unificada ni tan extendida como en esta época del “3er Templo”.

Aun con las restricciones para judíos en la explanada de las mezquitas y para musulmanes en la explanada del Muro de los Lamentos, la ciudad es una continuidad casi fluida e ininterrumpida (el muro de Sharon que frenó la Intifada atraviesa y divide algunos barrios árabes).

Vista desde el Monte de los Olivos o desde el Paseo Haas en Kiriat Moriá, la superposición de arquitecturas genera un espejismo de unidad. Sólo caminando sus calles los contrastes se manifiestan casi groseramente, como para recordarnos que cada vereda tiene su historia intransferible. El judío de Mea Shearim poco tiene que ver con el de la Moshavá Guermanit.

Este año no estaremos en junio en Ierushalaim como casi cada año. La tecnología permite que la Torá y la palabra de Dios, como predijera el profeta Isaías, lleguen a uno en forma casi simultánea. En nuestro caso, intervenida por los rabinos y académicos del Instituto Shalom Hartman. La tradición interpretativa (cito a David Hartman) seguramente aportará un poco de luz a las tinieblas oscurantistas de la hora. Sobre todo, esperemos que aporten consuelo.

Desde Montevideo estamos, estaremos, atentos a los signos y señales. Extrañaremos Jerusalém.