La Crítica
En sus dos últimos podcasts Donniel Hartman y Yossi Klein-Halevi del Shalom Hartman Institute en Jerusalém se ocupan de dos temas profundamente conectados, especialmente sensibles para su audiencia estadounidense judía, liberal, y sionista: la crisis alimentaria y el rol o el valor de la crítica a Israel. Es casi imposible “traducir” sus conceptos en términos latinoamericanos, mucho menos en términos de los judíos uruguayos, porque para empezar la mera idea de criticar a Israel es casi una blasfemia pero sobre todo se entiende como una traición a la causa.
No obstante, me consta que en toda América Latina los judíos estamos profundamente conmovidos y afectados por los insucesos del 7 de octubre de 2023, que por un lado cortaron abruptamente un proceso civil e ideológico en Israel y en la diáspora, y por otro abrieron un período indefinido de conflicto bélico y antisemitismo exacerbado. La violencia sanguinaria del ataque de Hamas y la captura de los rehenes dieron lugar a una unión interna impensada veinticuatro horas antes, una coincidencia absoluta en el curso de acción (liberar a los rehenes y destruir Hamas para siempre), así como a una solidaridad sin antecedentes por parte de la opinión pública internacional.
En la medida que ha pasado el tiempo y el triunfo militar no podía ser fulminante, en la medida que más de un centenar de rehenes sigue prisionero (vivos o muertos), y en la medida en que, más allá de la estrategia militar, no se planteó por parte del gobierno de Israel una visión de futuro, tanto la unidad interna (la civil, no la de los combatientes) se ha visto afectada y la opinión pública internacional, liderada por organismos supuestamente pacificadores, ha dado un giro de ciento ochenta grados. Hoy, vivir como judío se ha vuelto incómodo e incluso peligroso.
Gaza no era una “prisión a cielo abierto” como pregonaban los defensores de la “causa palestina” hasta hace cinco meses; lamentablemente, hoy se parece bastante. Buena parte está en escombros y la mitad de su población está arrinconada en el sur, el último bastión que las FDI deben atacar para completar su cometido. La guerra, como suele suceder, ha obligado a priorizar y, básicamente, no hay buenas opciones: si no se ataca, todo el esfuerzo en vidas y recursos ha sido en vano; si se ataca, los riesgos colaterales y de opinión pública son casi insalvables.
La tragedia en torno al convoy asaltado detonó el tema de la “ayuda humanitaria” y toda su complejidad. Israel deslindó su responsabilidad directa, pero no puede desentenderse del asunto; como sostiene Donniel Hartman, cuando estás a cargo, eres responsable. Mientras tanto, el tema del hambre ha dejado atrás el 7 de octubre, los rehenes, y la desolación de la zona fronteriza de Israel con Gaza. Nadie habla de los desplazados israelíes: están alimentados y cuidados, cierto, pero sus vidas fueron destrozadas, en algunos casos para siempre.
La presión que sufre Israel por parte de su único aliado, los EEUU, está llegando a su punto extremo: la intervención de políticos estadounidenses en la política israelí. Ese es un límite sagrado que ha sido profanado: explícitamente por el senador Schumer, e implícitamente por el Presidente Biden. Nunca Washington había ido tan lejos públicamente. Netanyahu, persona non-grata, sabe que esa batalla la tiene perdida, de modo que redobla su apuesta a nivel interno: no cederá el derecho a invadir Rafah ni propondrá un plan concreto para el día después.
En este contexto, la pregunta que cabe es acerca del rol que como judíos debemos tomar frente a esta coyuntura tan compleja y sin antecedentes. En otras palabras, ¿es válida la crítica, o supone traición a la causa? ¿Es válido identificarse con el padecimiento palestino, o ello supone dar la razón y automáticamente demonizar a Israel? ¿Quién puede constituirse en un crítico válido y creíble? Los judíos de la diáspora, ¿tenemos derecho a opinar, inmiscuirnos, influenciar en las acciones que decide Israel como Estado soberano? Si así fuera, ¿tenemos el poder de hacerlo?
Creo que tenemos el derecho pero, en esta orilla del Río de la Plata, pagamos un precio por hacerlo.
Mi generación fue educada en un Sionismo incondicional que además logró un éxito progresivo a lo largo de seis décadas, incluso cuando Israel fue amenazado existencialmente o jaqueado por medio del terrorismo. El ideal sionista, el fin último (“ser un pueblo libre en nuestra tierra”, por enunciarlo con una fórmula conocida), era el estribo que permitía volver al ruedo, retomar el curso, ajustar lo necesario y seguir adelante. La Esperanza no es sólo el himno nacional, era un manifiesto; Jerusalém (de Oro) unificada fue un paso gigantesco en aras de corregir una anomalía histórica; y “La Paz” ha sido la palabra más abusada, para bien o para mal, durante más de setenta años: hubo tratado de paz con Egipto y también hubo un fracaso en Oslo.
El derecho de crítica a Israel, en primer lugar, es válido en la medida que siempre hayamos abrazado la causa sionista como el derecho a la auto-determinación del pueblo judío, y no es válida si la hemos entendido como la usurpación de los derechos a la auto-determinación de otros pueblos. Medir la calidad moral y ética de Israel y el Sionismo en función de los palestinos no es válido, además de ser un error. De hecho, supone ignorarlos, como si ellos no tuvieran también la capacidad de la auto-determinación. O sea: el antisemita no tiene derecho a criticar aquello que es objeto de su condena dogmática y su odio más visceral.
La discusión interna y la auto-crítica es constitutiva del judaísmo. Israel como Estado ha hecho honor a esa tradición. La tradición talmúdica, como señala Einat Wilf, es el modelo en el cual está basado el Parlamento israelí, la Kneset: una multiplicidad de voces y decisiones por mayoría. La actual fragmentación de la sociedad israelí, cuyo espejo es la Kneset, ha distorsionado el criterio original permitiendo que grupos minoritarios impongan sus criterios en la mayoría. Esta anomalía puede corregirse sólo por medios políticos y constitucionales, pero en definitiva, son pasibles de ser criticados sin por ello traicionar la causa.
La guerra no escapa a las generales de la ley; también obedece a motivaciones políticas que aprovechan la provocación o el ataque externo para avanzar sus agendas. Por eso hoy, a pesar de la guerra, a pesar de las amenazas reales e inequívocas, la crítica es válida. Demandar la caída del gobierno de Netanyahu ahora, bajo la forma legal que sea (no necesariamente elecciones), no supone claudicar en la batalla ni resignar la seguridad nacional. En todo caso, todo lo contrario: alineando las fuerzas políticas, como sucedió en las grandes crisis de Israel, es cuando se logran resultados, en especial los de largo plazo.
Incluso sin entrar en opiniones de tipo político-partidario, es válido para el judío sionista comprometido plantearse las interrogantes, dudar, sentirse presa del conflicto y las contradicciones, y profundamente afectado por una ecuación que no cierra por ningún lado. Es mucho más fácil adherir a consignas nacionalistas y supremacistas, descalificar al otro, y sobre todo soslayar los yerros y deficiencias los líderes de turno, nacionales o locales.
Seguir a las mayorías, un principio talmúdico sabio, no supone silenciar las minorías, sino todo lo contrario.
Los estándares que el mundo nos exige como judíos, y que no exige a otros pueblos o países (el ejemplo más claro es Rusia, ¿alguien osa cuestionar la ética de Putin y el ejército ruso?), son producto de los estándares que nosotros nos hemos auto-impuesto por generaciones. La perseverancia en la justicia, el respeto al prójimo, la justicia social, y la convivencia pacífica son ideas judías porque eran condiciones indispensables para nuestra existencia. Ahora nos llegó el momento histórico de aplicar esos principios más allá de nosotros mismos. Eso supone actos de revisión, cuestionamiento, y crítica constructiva en aras ser cada vez mejores judíos. O como decimos en Janucá cuando encendemos las luminarias, crecer en santidad para ser “un pueblo santo y un reino de sacerdotes”. Utópico, pero como aspiración no me conformo con menos.