La psique judía herida y el alma israelí dividida

Yossi Klein Halevi, Times of Israel, 28 de junio de 2023

Son las 3 de la mañana en Jerusalén. En estos días no es un momento inusual para estar despierto. Como muchos israelíes, me he convertido en un insomne político. La perturbación del sueño es un pequeño reflejo del temor que muchos de nosotros sentimos por la viabilidad a largo plazo del Estado judío.

He aquí, entonces, sin ningún orden en particular, algunas reflexiones nocturnas sobre este momento israelí.

La guerra contra la nación start-up

 

Para mí, el más convincente de todos los eslóganes del movimiento democrático fue uno impreso en un póster gigante un sábado por la noche en la protesta semanal en la calle Kaplan en Tel Aviv: “Salvemos a nuestra nación start-up”. Incluso más que una lucha por la democracia, esta es una lucha para salvar la historia del éxito israelí. El mayor peligro para la nación start-up es una emigración por desesperación. De hecho, esa salida ha comenzado silenciosamente. Y si el gobierno continúa transformando fundamentalmente a Israel a su imagen – una alianza de ultranacionalistas, de fundamentalistas religiosos y de otros simplemente corruptos – experimentaremos nuestra primera huida masiva motivada ideológicamente, entre ellos, de quienes conectan a este país con la economía global y el mundo democrático.

En cierto sentido, lo que le está sucediendo a Israel no es inusual. Se están librando guerras populistas contra las élites en todo el mundo. Y, sin embargo, Israel es algo único: mientras que otras sociedades pueden soportar una ola populista de resentimiento e incluso de odio violento, la supervivencia a largo plazo de Israel en el Medio Oriente depende de mantener su élite modernista (al mismo tiempo que amplía los puntos de entrada a esa élite para garantizar una mayor diversidad). La alternativa es el descenso gradual, o tal vez veloz, a una sociedad disfuncional liderada por contra-élites corruptas, precisamente el escenario modelado por este gobierno.

Israel es único de otra manera: nuestras élites no solo son “privilegiadas” sino sacrificiales. No hay élite como la nuestra en ningún otro lugar de Occidente. Justo cuando asumíamos que la era del sacrificio había terminado y que el estereotipo de los habitantes de Tel Aviv preocupados solo por sus propios intereses y placer se había apoderado de la imaginación pública, llegó el movimiento de protesta más intenso en la historia de Israel. Dirigido por veteranos de unidades de combate de élite, por hombres y mujeres que se tomaron una licencia indefinida de sus puestos en empresas de alta tecnología y en la academia para dedicarse a salvar a Israel, el movimiento es un brote de patriotismo apasionado, un abrazo protector al ethos israelí.

Una y otra vez, los manifestantes cuentan a los entrevistadores variaciones de la misma historia: estoy haciendo esto por mi padre que fue herido en la Guerra de Iom Kipur, por mi hijo que murió en el Líbano, por mis abuelos que fueron desarraigados de Irak o que sobrevivieron al Holocausto, por mis bisabuelos que ayudaron a construir el Estado. Ahora, dicen, me toca a mí defender al país.

Uno de los mayores logros del movimiento de protesta ha sido reclamar como su símbolo la bandera israelí, negándose a cederla a la derecha. El movimiento persiste semana tras semana, con una presencia multitudinaria sorprendente, porque sus fuentes son la historia judía y la historia sionista. Esta fuerza es imparable.

Así como el movimiento de protesta está tratando de proteger la historia del éxito israelí, este gobierno está tratando activamente de destruirla. Cada partido dentro de la coalición ha asumido la responsabilidad de socavar un aspecto más del Israel moderno.

Los fanáticos de la extrema derecha están a cargo de garantizar que Israel se convierta en un paria entre las naciones democráticas. El ultraortodoxo estado dentro de un estado está sentando las bases para la eventual ruina de la economía israelí, obligada a mantener una población en constante expansión y crónicamente subproductiva. Y un Likud completamente corrupto es el encargado de desmantelar el poder judicial independiente, la última línea de defensa de la democracia israelí.

Este gobierno, que se promueve a sí mismo como el garante de la seguridad israelí, es la mayor amenaza interna a nuestra seguridad en la historia de la nación. La seguridad israelí no es solo una cuestión de dureza y gesticulación. Depende de una red compleja que incluya la solidaridad nacional, una economía y un funcionariado público fuertes, la confianza en la capacidad y el juicio de nuestros líderes, la legitimidad moral de las Fuerzas de Defensa de Israel ante nuestros aliados, la confianza de las autoridades legales en el exterior del país de que Israel se supervisará a sí mismo sin la intervención de la Corte Internacional de La Haya. Este gobierno amenaza cada uno de esos prerrequisitos de nuestra autodefensa.

Por qué necesitamos una Corte fuerte

Aparte de la razón obvia – la ausencia de un sistema de controles y equilibrios que en otras democracias se dan por sentado – hay al menos cuatro desafíos a nuestra democracia que requieren la vigilancia activa de una Corte independiente.

La primera es la seguridad. Ningún país, aparte de Israel, se ha enfrentado a un ataque tan incesante contra su existencia. Esa situación exige una mediación constante entre las necesidades de seguridad y las normas democráticas. Israel no es un modelo de democracia porque no puede serlo. Pero Israel es un modelo de lucha por las normas democráticas en circunstancias casi imposibles que desde hace mucho tiempo habrían terminado con la democracia en casi cualquier nación en nuestro lugar. Israel es un laboratorio para la democracia en situaciones extremas, y ese es su valor para el mundo. Proteger ese logro requiere una Corte fuerte e independiente.

La segunda presión sobre la democracia israelí es la ocupación de medio siglo del pueblo palestino. Dada la incapacidad de salir de los territorios de forma segura, la ocupación sigue siendo indefinida. La Corte es el único garante de que las Fuerzas de Defensa de Israel evitarán la tentación de aplicar una fuerza indiscriminada en la lucha contra los terroristas insertos en una población civil – precisamente lo que exige la extrema derecha – y que las normas democráticas se mantendrán del lado soberano israelí de la línea verde. Esto no es hipocresía, como afirman nuestros críticos; es el resultado inevitable de vivir bajo una amenaza constante.

La tercera presión sobre nuestras normas democráticas es la coerción religiosa. Ninguna democracia hoy en día vive con la carga de una legislación religiosa tan extensa y compleja, desde la prohibición de los matrimonios civiles realizados dentro de Israel hasta la prohibición del transporte público en Shabat. El Israel secular requiere desesperadamente una Corte fuerte e independiente para protegerlo de nuevas limitaciones religiosas.

Finalmente, la identidad esencial de Israel como Estado judío fomenta la tendencia de los responsables políticos a ignorar las necesidades de su minoría no judía. Esto se ve intensificado por el hecho de que nuestra minoría es árabe, es decir, emocional y a veces políticamente alineada con una región que, hasta hace poco, ha sido abrumadoramente hostil a la existencia del Estado. La Corte es la última línea de defensa de los derechos de las minorías.

La necesidad de equilibrio social

La sociedad israelí es un ecosistema delicado, que requiere mantener un equilibrio constante. Ese es el resultado inevitable de una nación construida sobre “la reunión de los exiliados”, como dicen los israelíes, el término bíblico que se refiere al proceso profundamente complicado de crear una nación de cien diásporas, con sus experiencias y sus ideas muy dispares sobre el significado de lo que es la identidad judía y un Estado judío. Para que Israel siga siendo una sociedad mínimamente coherente, debe tener espacio para todas esas ideologías y formas de vida. Si se va demasiado lejos en una dirección determinada, se corre el riesgo que un segmento sustancial de la población quede alienado del ethos nacional. Eso es lo que ocurrió en los primeros años del Estado, cuando la dirigencia secular ashkenazí intentó imponer su noción de israelismo a los inmigrantes, especialmente a los de Oriente Medio, un error desastroso por el que seguimos pagando.

Otro proceso destructivo ocurrió durante la retirada de Gaza en 2005. En ese entonces yo creí, y lo sigo creyendo, que la retirada era esencial y que absorber por la fuerza a casi dos millones de habitantes de Gaza en la periferia de la sociedad israelí habría sido un desastre mayor que la necesidad de responder periódicamente al lanzamiento de cohetes y misiles desde Gaza. Podemos gestionar las amenazas externas; el peligro real y definitivo es internalizar esas amenazas en nuestro ser. Pero la forma en que se produjo la retirada de Gaza, destruyendo la vida de la gente y arrojándola a campos internos de refugiados, fue una atrocidad. En lugar de expresar solidaridad con aquellos a quienes desarraigamos de sus prósperos hogares y comunidades, los olvidamos rápidamente y pasamos a la siguiente crisis.

Las consecuencias para la sociedad israelí de esa falta de empatía han sido profundas. Una generación de sionistas religiosos se radicalizó, un proceso que hizo aparecer a Betzalel Smotrich y su partido “Sionismo Religioso”. El asalto a la Corte Suprema es una expresión de la profunda desconfianza hacia las instituciones estatales y el desprecio por el espíritu democrático, creado por el desarraigo de Gaza.

La derecha religiosa sigue viéndose a sí misma como víctima de un establishment liberal que habla en nombre de los valores democráticos mientras pisotea esos valores para servir a sus propios intereses. Y, sin embargo, la derecha religiosa olvida cuánto poder ejerce realmente sobre el Israel liberal. Da por sentada la existencia de un rabinato oficial intrusivo, cuyo poder se está volviendo cada vez más insoportable para los israelíes seculares. Un número creciente de jóvenes, por ejemplo, se niega a casarse bajo sus auspicios, lo que los obliga a buscar opciones alternativas en el exterior del país, por no hablar de la humillación experimentada por cientos de miles de israelíes cuyas familias inmigraron bajo la Ley del Retorno y no son halájicamente judías y, por lo tanto, no pueden casarse aquí.

Y luego están los asentamientos en expansión permanente. Los israelíes liberales que apoyan una solución de dos estados comparten la carga de defender los asentamientos como parte de su servicio militar, incluidos los enclaves extremistas en las cimas aisladas de las colinas, lo que representa agudos dilemas políticos y morales. Esas realidades no son en absoluto algo obvio para los israelíes liberales. Y ahora, al tratar de neutralizar a la Corte Suprema, el último bastión del poder liberal, sentimos como si estuviera agotándose el oxígeno de lo que queda de nuestro Israel.

Todas esas reclamaciones reprimidas ahora están surgiendo: muchas de las señales en nuestras manifestaciones se centran en la coerción religiosa, la exención de los haredíes del servicio militar, la violencia de los colonos y la ocupación. Escuchar a los sionistas religiosos quejarse de cómo una Corte liberal controla sus vidas nos parece ridículo: una minoría privilegiada que insiste en ser víctima.

La crisis moral de los judíos ortodoxos

Los judíos ortodoxos pueden sentirse sorprendidos al saber que su comunidad está en crisis. Después de todo, dos de sus principales proyectos – para los haredíes, la reconstrucción del mundo de las ieshivot, destruido durante el Holocausto, y para los sionistas religiosos la creación de comunidades en Judea y Samaria – están prosperando como nunca antes, disfrutando de niveles sin precedentes de financiamiento gubernamental.

En la práctica, si no formalmente, la coalición de Netanyahu es el primer gobierno ortodoxo de Israel: la mayoría de sus miembros de la Knesset son ortodoxos, y la agenda del gobierno está determinada por asuntos ortodoxos.

Sin embargo, los judíos ortodoxos están inmersos en una crisis moral. Tanto sus alas haredíes como las religiosas sionistas están profundamente implicadas en el gobierno más corrupto de la historia de Israel.

dSimplemente consideremos la historia de Efi Nave. Un exdirector del Colegio de Abogados, Nave fue acusado de soborno por ayudar a obtener nombramientos judiciales a cambio de favores sexuales Pero se consideró que la evidencia había sido extraída ilegalmente por un periodista del teléfono de Nave, y el caso se cerró sin una acusación formal. Sin embargo, Nave se vio obligado a renunciar a su cargo. (En 2022, fue condenado por un caso separado de fraude).

En las recientes elecciones para presidente del Colegio de Abogados, el gobierno eligió como su candidato a… Efi Nave. Este año, esas elecciones eran fatídicas: el gobierno buscaba controlar al comité que nombra a los jueces de la Corte Suprema, y el Colegio de Abogados tiene dos votos. Cuando Nave perdió por goleada, el gobierno inmediatamente presentó una ley que desmantelaría el Colegio de Abogados y lo reemplazaría con un cuerpo impotente, despojado de sus puestos en el Comité de Nombramientos Judiciales.

Cuando los antiguos profetas advirtieron contra la corrupción del sistema de justicia, se referían a Efi Nave. Sin embargo, el Israel ortodoxo, a través de sus líderes políticos, apoyó activamente su candidatura. Efi Nave no es un ejemplo aislado sino solamente una metáfora. Esto no es política; es el final de un Estado judío creíble.

Los evangélicos estadounidenses han estado profundamente divididos sobre el apoyo de su comunidad a Donald Trump, difícilmente un modelo de sus valores religiosos. Pero la crisis moral para los sionistas religiosos es mucho más aguda. Nadie espera que Trump encarne los valores evangélicos; pero Smotrich, quien ha pedido que se borre del mapa a una aldea palestina y la creación de salas de maternidad separadas para israelíes árabes y judías, afirma encarnar los valores de su comunidad.

Cuando Smotrich eligió “Sionismo Religioso” como el nombre de su partido extremista me sentí indignado: había secuestrado a uno de los movimientos más nobles del sionismo para su agenda racista. Y, sin embargo, dado el abrumador silencio dentro de la comunidad sionista religiosa hacia Smotrich (y hacia Itamar Ben Gvir, jefe del partido Poder Judío), me di cuenta de que, en realidad, esta no era una adquisición hostil. La crisis moral del sionismo religioso se expresa más agudamente en su respuesta a la creciente violencia de los colonos. Con algunas nobles excepciones, la quema de docenas de hogares palestinos en respuesta a los ataques terroristas palestinos fue básicamente saludada con el silencio.

Algunos en la comunidad parecían mucho más molestos por aquellos de nosotros que calificamos a la violencia como “pogromos” que por las atrocidades en sí mismas. Las voces dentro del movimiento de los asentamientos que condenaron la violencia tendieron a hacerlo por motivos utilitarios: la violencia daña nuestros intereses.

El sionismo religioso siempre ha asumido la responsabilidad por el bienestar del pueblo de Israel, la totalidad del pueblo judío. Y, sin embargo, la comunidad sionista religiosa ha aceptado en gran medida la ruptura de la solidaridad israelí durante el último semestre como un precio razonable a pagar por la implementación de su agenda sectaria. La situación de la sociedad israelí hoy en día es un sombrío testimonio de la incapacidad del sionismo religioso, junto con los haredíes, de liderar efectivamente al Estado judío y al pueblo judío.

La ortodoxia y el Estado

Mi vida judía es religiosa; mi vida israelí es secular. Celebro el estado secular que nos trajo a casa y nos enseñó cómo protegernos, que nos ayudó a sanar como pueblo después del Holocausto y que recuperó a las comunidades judías de un Oriente Medio cada vez más peligroso y disfuncional.

Mantener la historia del éxito israelí depende de mantener al estado secular. Pero la comunidad ortodoxa, tanto en sus componentes religiosos sionistas como haredíes, aún no ha llegado a aceptar la transformación de la vida judía provocada por la convergencia de la modernidad, el Holocausto y el restablecimiento de un Estado judío comprometido con encontrar su lugar entre las naciones democráticas. Cualquier intento de socavar la identidad fundamental del Estado judío como laica y democrática resultará precisamente en el tipo de ruptura social que estamos experimentando actualmente. La alternativa al estado secular no es la fantasía de un estado religioso ideal, sino la ruina.

Los sionistas religiosos necesitan interiorizar la diferencia entre un pueblo y un estado moderno. En el caso de Israel, por supuesto, los dos se superponen. Pero no son idénticos. El sionismo no solo asumió la responsabilidad de renovar y volver a empoderar al pueblo judío, sino que también creó un nuevo pueblo: los israelíes. El Estado judío funciona simultáneamente en dos niveles, como el punto central de un pueblo transnacional y como el Estado de todos los que nacieron aquí.

Israel es, en otras palabras, a la vez excepcional y “normal”. Para que los israelíes liberales continúen sintiéndose cómodos con una identidad israelí compartida, el Estado debe mantener el delicado equilibrio entre sus compromisos judíos y democráticos, abrazando no solo la excepcionalidad judía sino la normalidad democrática.

Una expresión crucial del compromiso democrático es aceptar la legitimidad de los ciudadanos árabes como parte del proceso electoral. Cuando los sionistas religiosos dicen que este gobierno representa a una “mayoría del pueblo”, se refieren a los judíos. El voto popular en realidad fue virtualmente un empate. Pero eso solo es relevante si se tiene en cuenta a los votantes árabes, que para muchos sionistas religiosos no cuentan como “verdaderos israelíes”. Si bien muchos sionistas religiosos entienden la necesidad de un estado judío expansivo en el que todos los judíos puedan sentirse cómodos, a menudo carecen de aprecio por un estado democrático expansivo en el que todos los ciudadanos israelíes puedan sentirse cómodos.

En cuanto a los haredíes, necesitan interiorizar la diferencia entre lo que es un pueblo y lo que es una comunidad. Una comunidad es, por definición, relativamente homogénea; mientras que un pueblo es una construcción desordenada, un microcosmos de la diversidad y de las contradicciones del género humano. Comprensiblemente, los haredíes anhelan recrear la condición de la era del exilio cuando la religión unía a los judíos de todo el mundo: el logro extraordinario del judaísmo rabínico a lo largo de la mayor parte de nuestra dispersión. Pero a partir del siglo XIX, la religión se convirtió en nuestra identidad más divisiva. Entre las facetas fundamentales de la revolución sionista estaba centrar la condición de pueblo como nuestro denominador común. Ese desarrollo histórico es irreversible. No existe coerción religiosa que pueda alterar esta realidad. Para que los haredíes sean verdaderamente parte del pueblo judío en la era de la soberanía deben aceptar la diversidad que la modernidad ha traído a la vida judía.

Un gobierno de nuestras heridas

Políticamente, el pueblo judío está dividido entre dos profundas formas de angustia. Y ambas tienen sus raíces en el Holocausto.

Una expresión de la angustia es la ocupación: ¿cómo es posible que los judíos, que soportaron tanto sufrimiento, se reconcilien tan fácilmente con el papel de gobernante aparentemente permanente de otro pueblo? Nuestra otra angustia es el asalto a la existencia de Israel: ¿Cómo es posible que, apenas décadas después del Holocausto, el pueblo judío todavía se vea obligado a defender su derecho a existir?

Ambas expresiones de dolor e indignación son respuestas esenciales de un pueblo judío sano. Sin embargo, lo que define a nuestra extrema izquierda y derecha es la ausencia de resonancia emocional con la sensibilidad moral del campo opuesto. En la izquierda judía estadounidense, la singular indignación por la ocupación está llevando cada vez más a la alienación con Israel e incluso al antisionismo; en la derecha israelí, la singular indignación por la interminable guerra contra Israel ha llevado a la existencia de este gobierno.

La rabia judía que encarna este gobierno no es solo el impacto acumulativo del largo exilio que culminó en el Holocausto, sino el hecho de que el asalto contra los judíos no terminó allí. En cambio, pasamos directamente del Holocausto a un estado de guerra permanente y de terrorismo y de boicot y de asedio. La condición de Estado judío nos dio las herramientas para contraatacar; pero la condición de Estado solo transformó la naturaleza del asalto de una guerra contra la impotencia judía a una guerra contra el poder judío.

Para entender el mundo interior de Ben Gvir y Smotrich hay que considerar estas líneas del gran poeta de la derecha israelí, Uri Zvi Greenberg. En “Santo de los Santos”, escrito justo después del Holocausto, Greenberg imagina a su madre, que había sido asesinada en una fosa de la muerte en Lituania, apareciendo ante él en una visión, hablando a los sobrevivientes en nombre de los mártires:

“Y cuando venga el Redentor y transformen sus espadas

En rejas de arado y arrojen sus fusiles al fuego,

¡Tú no lo harás, hijo mío, no tú!…

No sea que los goyim se levanten de nuevo y junten hierro

y se levanten otra vez contra nosotros y no estemos preparados

Como no estábamos preparados hasta ahora”.

No debemos confiar nunca en los “goyim”, los gentiles. Los judíos están destinados, como nos advirtió el profeta pagano Balaam, a seguir siendo “un pueblo que habitará solo y que no será contado entre las naciones”.

Este gobierno no solo está marcado por el recelo y por la rabia de la historia judía. También es el custodio de una corriente de teología judía, intensificada durante el exilio, de separatismo radical y superioridad, una expresión compensatoria de ser los elegidos y despreciar a los no judíos. Lo que una vez fue una respuesta comprensible a la humillación se ha convertido, en una era de renovado poder judío, en una amenaza para nuestra capacidad de distinguir entre enemigos y amigos. (Basta considerar los ataques de los ministros de este gobierno contra Joe Biden, quizás el presidente más proisraelí).

La batalla que se está librando en Israel hoy es a la vez una lucha práctica por las instituciones y las normas democráticas y una lucha teológica sobre el significado del sionismo y la historia judía. ¿El propósito del sionismo era liberarnos del gueto o simplemente armarlo? ¿Para permitir que nuestras heridas sanen o solazarnos con ellas?

En realidad estamos divididos en dos visiones antitéticas de la redención. El sionismo clásico prometió redimir a los judíos devolviéndolos no solo a la tierra de Israel sino a la comunidad de naciones. Los fundadores del sionismo rechazaron vehementemente el fatalismo de Balaam y creyeron que el destino del Estado judío sería inseparable del de la humanidad. En marcado contraste, Meir Kahane y otros líderes espirituales del ultranacionalismo teológico vieron al Estado judío como un instrumento divino para la venganza contra los gentiles.

Para este campo, cada atentado terrorista se convierte en un insoportable despertar de todas las heridas de nuestra historia, y, no menos, en una violación de la dignidad del pueblo judío e incluso de Dios mismo. No usar toda la fuerza de nuestro poder contra nuestros enemigos no es simplemente un fracaso político, sino un pecado espiritual.

Cada vez más partes del mundo ultraortodoxo se sienten atraídas por este oscuro lugar político donde se produce el encuentro entre el trauma no resuelto y la teología compensatoria. Una vez cautelosos e incluso despectivos del extremismo político representado por Smotrich y Ben Gvir, muchos haredíes hoy simpatizan con su mensaje. Irónicamente, el aumento del ultranacionalismo entre los jóvenes haredíes es una expresión de su “israelización”.

En las últimas elecciones, los líderes haredíes, temiendo una deserción entre sus votantes jóvenes, los instaron públicamente a rechazar a la extrema derecha. Pero al unirse a esta coalición, esos líderes han legitimado implícitamente la política de la rabia teológica.

Si hay alguna bendición en el ascenso de los fanáticos, es esta: finalmente nos vemos obligados a enfrentar las consecuencias morales y políticas de nuestras heridas no atendidas. Ben Gvir no es alguien ajeno a nosotros; lo reconozcamos o no, la desesperación de Uri Zvi Greenberg es parte de la psique de cada judío. Para comenzar el proceso de curación, necesitamos aceptar el momento Ben Gvir.

Una coalición de reclamaciones por injusticias

Junto con capas de heridas históricas y de teología herida, esta coalición también es una convergencia de rencores más contemporáneos. La visión que une al gobierno de Netanyahu es la reclamación por injusticias. Para Smotrich y los ultranacionalistas, la reclamación por injusticias se expresa abierta y repetidamente: somos la revancha por la retirada de Gaza. Aquellos de ustedes que apoyaron la destrucción de nuestros asentamientos ahora experimentarán su propia versión de la desesperación.

Luego está la herida mizrají permanente. Se ha reabierto un importante debate sobre si los mizrajíes siguen estando en desventaja en la sociedad israelí y en qué medida. Lo que está claro es que los ashkenazíes como yo, que celebramos prematuramente la victoria de la unificación y creíamos que la herida étnica estaba en camino de ser curada, pasamos por alto la profundidad del dolor continuo y minimizamos la subrepresentación de los mizrajíes en áreas clave de poder, desde la unidad cibernética 8200 de las Fuerzas de Defensa de Israel hasta la Corte Suprema y el mundo académico. El éxito de los mizrajíes en la remodelación de la política y la cultura israelíes no es suficiente. Este tema está ahora necesariamente de nuevo en la agenda nacional.

Al mismo tiempo, el Primer Ministro Netanyahu ha explotado descaradamente las tensiones interétnicas. En los últimos años, las expresiones anti-ashkenazíes más escandalosas, incluidas las declaraciones sobre el Holocausto que en cualquier otro contexto serían condenadas con vehemencia como antisemitas, se han vuelto comunes entre algunos de los principales activistas mizrajíes del Likud.

Cuando Itzik Zarka gritó a los manifestantes antigubernamentales: “Ojalá se quemaran otros seis millones”, los medios de comunicación se escandalizaron. No debería haber sido así: Zarka no es el único en esto. Otro destacado activista del Likud, Rami Ben-Yehuda, se burló de un ministro del gobierno anterior encabezado por Naftali Bennett: “¡Vuelve a las cámaras de gas!” Oded Hugi, un asesor cercano del ministro del Likud, Israel Katz, tuiteó: “Entiendo por qué Hitler mató a seis millones de ashkenazíes”. (Katz lo despidió, pero Hugi apareció al día siguiente en el comité judicial presidido por el diputado de extrema derecha Simcha Rothman, quien dijo que no guarda rencores). Tweets que afirman que los líderes del movimiento de protesta son los hijos y nietos de criminales de guerra nazis que se deslizaron a escondidas dentro de Israel después del Holocausto se volvieron virales.

La reclamación haredí sigue siendo la pérdida de su preeminencia en el mundo judío moderno, especialmente a manos del sionismo secular, que reemplazó el poder de los rabinos con una nueva fuente de autoridad. Para los haredíes, esa pérdida de poder está representada de la manera más descarada por la Corte Suprema secular. Es por eso que los haredíes han estado entre los partidarios más apasionados de la revolución judicial.

Al frente de esta coalición de reclamaciones está Netanyahu, maestro del rencor, impulsado por el recuerdo de los males históricos infligidos por la izquierda sionista a la derecha, como el hundimiento del Altalena – el barco del Irgún – junto con los males personales infligidos a su familia. Para Netanyahu, una línea directa conecta la incapacidad de su padre para lograr su titularidad en los ámbitos académicos israelíes, presumiblemente debido a sus opiniones políticas de derecha, con la supuesta venganza judicial de “la izquierda” contra el hijo.

No importa que tanto el Fiscal General como el Comisionado de Policía que iniciaron la investigación sobre su presunta corrupción fueran hombres de la derecha y designados por él mismo: Netanyahu está en guerra contra los fantasmas. Por esa misma razón, percibe las protestas masivas en su contra como una conspiración de “la izquierda”, que ya casi no existe como fuerza política. Subestima continuamente la naturaleza popular del movimiento democrático, junto con sus motivos y su resolución de índole patriótica.

Yoav Horowitz, uno de los antiguos colaboradores más cercanos de Netanyahu, que sirvió con él en la unidad de comando Sayeret Matkal y que fue Director General de la Oficina del Primer Ministro hasta 2019, dijo recientemente: “No descansará hasta que los tribunales estén en el piso pidiendo perdón”. La guerra de Netanyahu contra el sistema legal tiene que ver en primer lugar con liberarse de la prisión, pero también se trata de vengarse.

Cómo ganaremos

Los partidarios de Netanyahu creen que el país sufrirá si su revolución judicial flaquea; los liberales creen que la existencia del país se verá amenazada si tiene éxito. Eso nos ofrece la ventaja decisiva de la desesperación.

Sin embargo, para ganar, será necesario atenuar nuestra desesperación. Eso implica, en primer lugar, afirmar el carácter pacífico de nuestras protestas. Aunque ya desde el principio el gobierno ha intentado retratarnos como anarquistas violentos y llenos de odio, nuestras protestas han sido modelos extraordinarios de moderación. Esa moderación ahora está siendo puesta a prueba por la creciente brutalidad policial inspirada por el Ministro de Seguridad Interna, Ben Gvir, validando los temores mismos que nos han llevado a las calles.

Necesitamos respirar profundamente de forma colectiva y prepararnos para una lucha prolongada, siendo conscientes de no alienar a la mayoría de los israelíes que, según las encuestas muestran consistentemente, se oponen a la agenda judicial del gobierno.

Pero por sobre todo, debemos evitar la desesperación. Tenemos que dejar de invocar la demografía como si el Israel liberal estuviera destinado a convertirse en una minoría cada vez más irrelevante. ¿Quién sabe qué pasará aquí? ¿Quién puede predecir si la comunidad haredí, por ejemplo, logrará mantener su estado dentro de un estado, especialmente si finalmente se restringen los subsidios gubernamentales masivos? No hay país que esté sujeto a cambios históricos más abruptos que Israel. Cualquiera que se suba a la montaña rusa israelí el tiempo suficiente sabe lo impredecible de sus repentinos tambaleos.

Los ultranacionalistas y los teócratas ya han tentado demasiado su suerte. La mayoría que sigue comprometida con un Estado judío y democrático está mostrando su rechazo a este gobierno de catástrofe. En los próximos meses, a medida que se clarifiquen las consecuencias sociales y económicas de la revolución judicial, ese proceso solo se intensificará.

Finalmente, está la cuestión de nuestra futura relación con nuestros oponentes políticos, especialmente los ultranacionalistas. Siempre di por sentado que la mayor amenaza para el bienestar del pueblo judío es el cisma, “sinat hinam”, el odio innecesario. Los últimos meses me han obligado a revisar esa posición: la mayor amenaza que enfrentamos es el fanatismo. La antigua Judea cayó no principalmente por el odio entre los judíos, sino porque los fanáticos provocaron una guerra desesperada contra Roma y luego procedieron a quemar los graneros dentro de la sitiada Jerusalén. El fanatismo es la causa; el odio, la consecuencia.

Junto con el fanatismo, nuestra ruina en tiempos antiguos fue acelerada por la corrupción: una monarquía y un sacerdocio corruptos. Y es precisamente la convergencia del fanatismo y la corrupción lo que define al gobierno de Netanyahu.

Debo confesarlo: me siento traicionado por aquellos de mis compatriotas israelíes que continúan habilitando este gobierno, y ese no es un lugar saludable en el que estar.

Lo que es especialmente doloroso para mí en este momento es la pérdida de la solidaridad instintiva que siempre sentí con todas las partes del pueblo judío. He desarrollado mi carrera en torno a escribir sobre y relacionarme con judíos de todo el espectro político y religioso, junto con personas de otras religiones. Interactuar con “el otro” ha sido mi compromiso tanto profesional como espiritual. En las palabras de los rabinos, “Elu v’elu divrei Elohim chaim”: tanto estas como estas son las palabras del Dios viviente.

 

Ciertamente hay un argumento a favor de la reforma judicial. Pero en última instancia no se trata de una reforma judicial. Se trata, en cambio, de si Israel se convierte en algún tipo de síntesis entre una autocracia y una teocracia.

Eso no va a ocurrir porque no permitiremos que ocurra. Pero incluso mientras luchamos, debemos considerar la mañana siguiente a que este gobierno sea derrotado. No sé cómo volveré a confiar en el campo de Netanyahu como socio en la construcción y defensa del Estado, pero sé que si no logramos restaurar algún tipo de cohesión mínima aquí, estaremos perdidos.

Este país es demasiado pequeño, demasiado íntimo, demasiado acosado como para convertir nuestros profundos debates en un cisma irreconciliable, como el tipo de fantasías que circulan entre algunos israelíes liberales de una nueva “solución de dos estados”, el estado teocrático de Judea y el estado liberal de Israel. Si hemos regresado a casa solo para recrear las condiciones disfuncionales que llevaron a nuestra ruina la última vez que estuvimos aquí, entonces la historia judía será la historia del fracaso.

Ningún pueblo es más capaz de convertir el desastre en triunfo que los judíos y, lamentablemente, es posible que ningún pueblo sea más capaz de destruir sus propios logros. La Torá, que entendía nuestras fortalezas y debilidades colectivas, no era sutil: “He puesto ante ti la muerte y la vida, la bendición y la maldición; por lo tanto, elige la vida”.

La historia del éxito israelí de los últimos 75 años se basó en un modelo que ofreció un lugar, aunque de manera imperfecta e incómoda, a todo el pueblo judío. Perfeccionar y fortalecer ese modelo es la forma de seguir eligiendo la vida.

Traducción: Daniel Rosenthal