Jerusalém
El afán de comprender globalmente la historia de la humanidad, puesto en relevancia especialmente por el libro del israelí Yuval Noah Harari “Sapiens”, ha expuesto fenómenos culturales cuyos estudios, diacrónicos y sincrónicos, permiten esta aproximación específica. Desde el viejo método de estudiar la sucesión de los hechos en forma cronológica y con un poco de suerte sus causas y consecuencias, como sucedía en enseñanza secundaria en Uruguay con los libros de Alfredo Traversoni, pasando por la etapa de historias focalizadas como aquellas “de la sensibilidad en Uruguay” que introdujo José Pedro Barrán, hemos llegado a estas perspectivas más atemporales. Tal es el caso de la recientemente publicada obra “Metrópolis” del historiador y difusor inglés Ben Wilson. Como Harari, académicos devenidos best-sellers.
“Metrópolis” (2022) se auto-denomina como “una historia de la ciudad, el mayor invento de la humanidad”; creo que es más bien una historia de la humanidad entendida a través del fenómeno urbano, en especial el de las muy grandes ciudades. Si no tan grandes, seguramente muy influyentes. La lista que propone Wilson es acotada, por lo cual es interesante pensar por qué incluyó algunas y descartó otras. Si bien en su mayoría, en su momento de esplendor, todas fueron ciudades de grandes proporciones, Wilson también adopta como criterio su relevancia en el devenir de la historia de la Humanidad. Si nos adherimos a ese criterio, como bien han señalado algunos críticos, deja fuera ciudades muy respetables. Me gustaría referirme a una ciudad apenas mencionada pero no abordada: Jerusalém.
La omisión de Ben Wilson es especialmente llamativa en el contexto de su tesis: que la dinámica de las ciudades es sobre todo espontánea y obedece a la creatividad y adaptabilidad de sus habitantes. Si tomamos prestada la imagen talmúdica de una Jerusalém “de arriba” o celestial y una “de abajo” o terrenal, podemos afirmar que buena parte de las ciudades elegidas por Wilson obedecen a este patrón; o por lo menos él las entiende así. En sus niveles subterráneos o peatonales la dinámica urbana se asemeja a una suerte de Sodoma y Gomorra, mientras que en sus interiores y en sus alturas se conciben algunas de las creaciones más progresistas de la Humanidad. La fuerza creadora de las ciudades, como en el mito de Babel, “crece desde el pie” (Zitarrosa); las fuerzas destructoras, como en el mito de Babel, vienen desde las alturas. Sean los propios rascacielos o los bombarderos o la bomba nuclear, la destrucción viene de arriba y la creación de abajo. De alguna manera, la vieja dicotomía entre lo humano y lo divino, los ideales y la realidad, lo sublime y lo prosaico.
Si Atenas legó a la Humanidad el concepto de “lo universal”, Jerusalém lega el concepto de lo “tribal”, usando un concepto que tomo prestado de Paul Johnson. Desde su conquista, según la Biblia, por parte del Rey David en el siglo X AEC y durante un milenio fue el centro de la vida israelita y judía hasta su destrucción definitiva por parte de Roma en I EC. Atenas, abierta al mar, una “ciudad marinera”, fue lo opuesto a Jerusalém, suspendida entre las montañas que la rodean: una ciudad insular que representó y aun representa la singularidad de la nación que la eligió como su centro espiritual y hoy también político. Cuando Wilson hace referencia a las grandes destrucciones urbanas del siglo XX (Varsovia, Berlín, Londres), uno pensaría que podría referirse a la política de tierra arrasada que Roma practicó a partir de los años 60 y 70 AEC, llegando al punto de cambiar su nombre así como el del territorio del cual era centro. Si bien Aelia Capitolina no se ancló en los anales de la historia como nombre, Palestina sí lo hizo en desmedro de Judea; cambió que hasta nuestros días resulta problemático y conflictivo.
Ben Wilson parecería adherir a la idea de Harari de que la historia judía no es relevante en la medida que no tiene gran incidencia en la historia de la Humanidad. El error, con toda la admiración que Harari me merece, es casi obvio: el Judaísmo y su historia están subyacentes en la historia de la Humanidad, en especial en Occidente. Del mismo modo, Jerusalém no sería una ciudad tan reclamada y conflictiva si su centralidad no fuera auténtica. El actual reclamo judío sobre su centralidad, dos milenios después de su destrucción, compite en desventaja con los reclamos cristianos y musulmanes que ha ido dejando señales en el territorio. El paso de los siglos y la ausencia de judíos en forma significativa no fueron gratuitos. Las imágenes del Muro de los Lamentos previas a 1967 son elocuentes: un rincón perdido en una laberíntica ciudad vieja. La Jerusalém originalmente judía yace profunda bajo tierra.
En los últimos cincuenta años la transformación de la ciudad desde el punto de vista urbano, arqueológico, y demográfico es pasmosa. Si no fuera políticamente tan conflictivo, merecería no sólo alabanza sino convertirse en un caso de estudio. El conflicto que envuelve a la región no sólo la condiciona, sino que tiene su nudo simbólico allí; lo que sucede en Jerusalém se derrama en el entorno y viceversa. Ello no debería, sin embargo, impedirnos cierta inter-subjetividad para resaltar algunos aspectos que la hacen notable.
Por un lado, y en forma unilateral, la ciudad ha integrado mediante continuidad geográfica su parte Este y Oeste, la Jerusalém moderna creada por el Estado de Israel y la vieja Jerusalém jordana o palestina, como ud elija llamarla. Un poco más allá, en contraste, está atravesada por el límite que impone el muro de separación entre la Autoridad Palestina e Israel: hay viejos barrios árabes atravesados por esta anomalía que puso fin a la 2ª Intifada. Sin embargo, nada simboliza más la continuidad geográfica que el paseo de compras Mamila ubicado sobre el valle que dividía Israel de Jordania entre 1948 y 1967; el paseo nace en la Jersualém “israelí” y desemboca en la puerta de Yaffo. Entre los suntuosos negocios de Mamila y el shuk árabe sólo se erigen las viejas murallas herodianas; en las cuales las noches de verano se exhiben shows de luces y sonido.
Las divisiones en Jerusalém, y esto coincide con la propuesta de Wilson en su libro, están dadas por el factor humano y social, más allá de la planificación urbana u otras consideraciones geo-políticas, para nada despreciables. La ciudad se divide según sus minorías. Los barrios se transforman en función de quienes se mudan allí. Unos llegan, otros huyen. Pueden ser árabes pero suelen ser familias y colectividades religiosas en todas sus versiones. El valor inmobiliario de barrios como Mea Shearim seguramente sea muy relativo mientras allí viva la secta Neturei Karta, mientras que la zona de Najlaot, frente al Mercado Yehudá, cotiza precisamente por el pluralismo de sus sinagogas y su convivencia más tolerante. Un barrio como Ramot, sobre un monte adyacente, pasó de ser un proyecto urbano genérico a ser un reducto ultra-religioso en una década. Si en la Jerusalém del norte, en torno a su Estación Central, prevalece la población ultra-religiosa, en el sur, la Colonia Alemana o Beka, prevalece el mundo anglosajón, un judaísmo mucho más moderno y liberal.
No podría afirmarlo con seguridad absoluta pero intuyo que por su envergadura e influencia la Jerusalém que conocemos hoy es la mayor expresión de esta ciudad en términos históricos. Sus “suburbios” se han extendido en todas las direcciones (algunas muy controvertidas y con fines políticos, sin duda), una red de autopistas conecta las montañas que la rodean, suspendidas sobre los valles, ofreciendo vistas alucinantes de diferentes perfiles de la ciudad, y las industrias sin chimeneas, el turismo y la alta tecnología, han convocado a su millón de habitantes a vivir allí, en su entorno. Muchos de ellos jamás se asomarán a la Ciudad Vieja o a las zonas más conflictivas, pero aun así han echado allí sus raíces. Los judíos siguen buscando allí su historia con proyectos arqueológicos ambiciosos y millonarios, algunos bajo las calles que hasta ayer recorríamos para llegar a la explanada del Muro, por ejemplo. La Jerusalém más antigua nos espera en las profundidades, y dependerá solamente de nosotros, Israel, cómo eso incidirá en la vida terrenal.
No por nada buena parte de la obra del escritor Amos Oz tiene Jerusalém como personaje central. Aunque jamás volvió a vivir allí, exilándose en el Israel más profundo (del mismo modo que Joyce abandonó Dublin pero toda su obra sucedió allí), libros como “Mi Querido Mijael”, “Judas”, y por supuesto “Historia de Amor y Oscuridad” son Jerusalém; la ciudad terrenal, sin duda, pero donde el contacto con lo celestial o lo sublime está, parafraseando a Oz, en cada baldosa que se pisa. Su barrio de nacimiento, Kerem Abraham, de dónde huye a los doce años cuando queda huérfano de madre, es hoy un enclave de dogma y cerrada religiosidad. El mundo religioso en toda su variedad y diversidad se amucha en Jerusalém mientras algunos bastiones seculares persisten y los barrios árabes resisten. De alguna manera, Jerusalém es la expresión urbana de la metáfora hiperrealista de Oz: el apartamento, la vivienda, es de todos, pero la convivencia es imposible; ayúdennos a divorciarnos. En ese sentido, la ciudad es el conflicto; acaso tan antiguo y tan eterno como ella.
Por su historia, por su conflictividad, por las pasiones que despierta, y por su pujanza en esta era de la posmodernidad, un libro como “Metrópolis” debería haber incluido Jerusalém. La omisión se explica, y es sólo mi intuición, si abordarla supone un nivel de conflicto, compromiso, y hasta concesiones ideológicas difíciles de administrar. En el armado de este breve y modesto comentario tuve que poner especial cuidado en qué decir y cómo decirlo. Al mismo tiempo, esa fragilidad es la que hace de Jerusalém una ciudad única, pasional y apasionante, vigente, actual, que merecía unos párrafos en una obra tan ambiciosa como “Metropolis”. Que, por cierto, merece leerse.