Shmot, Nombres
“¿Qué hay en un nombre?” pregunta Shakespeare. La Torá parece tener la respuesta milenios antes. Al punto de denominar “Nombres” su segundo libro, conocido como Éxodo en otros idiomas. La poetisa jasídica Zelda Schneurson escribe su poema “Todo hombre tiene un nombre”, que también es un capítulo de “Los Judíos y las palabras” de los liberales y laicos Fania Oz-Salzberger y su padre Amos Oz, que a su vez fue alumno de Zelda en su infancia. Nombres. Es todo acerca de nombres, quienes somos, cuántos somos. Siete versículos del libro de Éxodo, Shmot, que leeremos este Shabat, hacen puro inventario.
Hasta que en el versículo ocho, casi fuera del contexto, se erige un faraón que no conoció a Iosef. La frase borra de un plumazo, como de hecho quiere hacer el faraón, los nombres enumerados y su prolífica descendencia. Es casi un diálogo de sordos: uno los nombra, el otro los borra porque no supo, o no quiso saber, quién fue Iosef. Parece un poco absurdo que una figura que ha sido descripta como tan central y fundamental en una época de Egipto, que introduce a su familia y les otorga las mejores tierras, que además prosperan, no sea “sabida” por un faraón. Está claro que, así como un faraón acogió a Iosef, otro lo desconoce. Desconocer lo habilita al exterminio.
Ese versículo ocho, tan sintético, refleja dos aspectos de la realidad: por un lado, que históricamente se supone que la llegada de los hijos de Israel a Egipto coincide más o menos con el siglo Hikso, y que su esclavitud correspondería a la expulsión de los Hiksos. Al mismo tiempo, la frase es un recurso literario para enfocar la narración en sus protagonistas: los hijos de Israel, Moshe, y Dios. Aquellos nombres propios de los primeros versículos son ahora un pueblo y la epopeya de su libertad será su fundación. Para ello, han debido ser sojuzgados. El faraón que no conoció a Iosef es el disparador de nuestra libertad. Dios interviene porque su pueblo padece.
Si pensamos el texto en términos de contigüidad, podríamos sugerir que el listado de nombres que abre el libro se da de bruces con el desconocimiento faraónico (por lo tanto, egipcio) de Iosef, por lo tanto su descendencia. El contraste no podía ser más nítido. De un versículo a otro dejamos de ser “nombres” (shemot) para ser esclavos. Lo que nos esclaviza es que el otro no nos “sabe”, no nos ve; somos en definitiva una amenaza con la que lidiar. Empezamos por matar a los varones recién nacidos. Sigue es el sometimiento. Finalmente, vendrá la liberación.
¿Cuántas veces desconocemos al otro? ¿Cuántas queremos desconocer el pasado que nos une? ¿Cuántas veces el conjunto, percibido como amenaza, se traga a los individuos? Si nos ponemos etiquetas colectivas perdemos los nombres propios. El otro tiene la opción, entonces, de denostar sin nombrar, de amenazar sin conocer, de so-juzgar sin saber. Que haya sucedido entre un imperio milenario y un pueblo incipiente no sorprende; lo que sí sorprende es que suceda todavía hoy entre los descendientes de aquel pueblo.
Cuando conozco a Iosef, dicho en términos genéricos, resultará mucho más difícil percibirlo como amenaza. Suele suceder que cuando conocemos individuos de un cierto grupo éste se vuelve mucho menos formidable y temible. La alianza que Iosef construyó con “su” faraón y que el faraón de Éxodo desconoce permitió la supervivencia de la familia de Iosef, pero también de todo Egipto. Al mismo tiempo, jamás se plantea que Iosef sea egipcio; su momia será llevada a la tierra de Israel con el éxodo. Iosef y aquel faraón supieron sumar en la diferencia. El faraón les otorga la tierra de Gosen, les da un lugar. Otorgar tierra es un acto divino, bien lo sabemos nosotros. La Torá no niega la divinidad faraónica, la confronta.
Sería bueno que en estos tiempos Parashat Shmot nos alerte acerca del peligro de hacer como que no sabemos del otro, hacer al otro invisible; al punto de querer que no exista. Que el texto ponga en evidencia que todos tenemos un lugar, y que negarlo sólo conduce a la confrontación y la huida. Que ponga en evidencia las calamidades que pueden suceder cuando los enfrentamientos no ceden, como no cedieron entre el faraón y Moshé. En algún momento todos lograremos cruzar el mar y seremos libres; no hay necesidad de que nadie persiga a nadie, y mucho menos que alguien se ahogue en el empeño.