Tour Eiffel

Con el correr de los días y la sucesión de ciudades pensé que la idea se me escurriría; pero no. A casi quince días de la escalada, la pregunta sigue resonando: ¿qué hace un judío en la cima de la Torre Eiffel?

Con la pandemia uno se había olvidado lo que supone el término “multitudes”. Esto disparó la pregunta. Fueron dos horas entre comenzar la cola por las entradas y amucharnos en el primer ascensor. En esas dos horas este buen judío no pudo evitar pensar en la Torre de Babel, aquella que, a diferencia de la Eiffel, no sólo no pudo terminarse sino que fue destruida por el celo divino. Allí estábamos, pacientemente avanzando entre los cordeles que ofician como tubos de ganado, hacia nuestro destino: La Entrada. Detalle: no es válido que uno compre entradas por todos; el expendedor los tiene que ver a cada uno. Es casi una postura ideológica: la “igualité” de la santísima trinidad francesa.

Excepto los funcionarios, ninguno de quienes estábamos allí apretujados y asoleados en aras de llegar a la cima éramos franceses. La Torre de Babel, cuyo cometido era llegar al cielo, es el gran mito de la lingüística universal. Allí, al pie de la Tour Eiffel, vivíamos la experiencia simultánea: Babel ya ha sucedido, las lenguas se han confundido, pero el hombre (y la mujer) seguimos empeñados en alcanzar a Dios. ¿Qué otra razón podría tener semejante artificio de la ingeniería, este mecano monstruoso y gigante en medio de la bella, uniforme, blanquecina París? Las razones históricas existen, pero no son relevantes ahora; la cuestión que me ocupa es que una ciudad luminosa como París sea identificada por un ícono que no le hace honor. Para siempre.

Finalmente llegamos a la cumbre en esos ascensores que son casi vagones. París merece una misa para los cristianos, seguramente, pero la vista desde la cima de su torre no merece demasiado. Salvo el lánguido Sena deslizándose entre la homogeneidad de los techos y algunas manchas de verde y excepciones arquitectónicas, prefiero ver París desde el nivel del piso, o en un bus turístico: así descubrí en su momento el Museo Rodín, cuando atisbé una escultura por encima de sus muros. ¿Cómo lo descubriría desde esas alturas a los que nos remonta el populismo turístico? Soy amante de horizontes pero la cima de la Tour Eiffel no me abrió ninguno excepto esta noción tan judía de extranjería.

Las pirámides y los zigurat de la antigüedad tenían dos funciones: ser tumbas de reyes y símbolos de su grandeza. Las catedrales tienen dos funciones: el culto y simbolizar la grandeza del Dios cristiano. Así las mezquitas y sus minaretes, los templos y su opulencia: función y estética. ¿Cuál es la función de la Torre Eiffel? En todo caso, simboliza el fervor nacional, la aspiración celestial, el capricho, en lenguaje frío y neutro, de un pueblo racional, revolucionario, protestatario, e ideologizado. En medio de la arquitectura parisina, de grandeza y propósito, la Torre Eiffel dejó de lado este último; excepto facturar con el turismo. En lo personal, París sería tan atractiva sin la Torre como con ella. Por algo nunca había siquiera intentado subir.

Lo cual me trae el principio. ¿Qué hace un judío en la cima de la Torre Eiffel? En alguna de las diferentes etapas de la subida, entre las multitudes, apretujado, intentando por lo menos obtener una buena foto, me vino a la mente el término “idolatría”. Un judío no tiene lo que hacer en la cima de la Torre Eiffel. No está prohibido, ni siquiera es un símbolo religioso de otra fe: simplemente, no significa. Cuando los judíos hablamos de llegar al cielo hay dos situaciones: o es una torre que implosiona (Babel) o lo hemos soñado (la escalera de Iaacov). En ambos casos los hombres no alcanzamos la cima y, en todo caso, el mérito está en el esfuerzo, en el proceso de construir o subir para luego volver a empezar.

Ni siquiera la Torá está en los cielos. La llevamos con nosotros. No hay cimas inalcanzables ni espacios santificados que nos eludan; son nuestro tránsito cotidiano y el desafío es recorrerlo. Podemos permitirnos, de tanto en tanto, una sinagoga más espectacular que otra, como la Portuguesa de Ámsterdam que quiso competir con la Iglesia al otro lado de la calle; solemos engañarnos y creernos más grandes de lo que somos cuando atravesamos una era de libertad y tolerancia como atravesaron los judíos sefaradíes en la Ámsterdam del siglo XXVII.

Básicamente, los judíos construimos hacia dentro, al interior de nuestras casas, sinagogas, centros comunitarios, al centro de nuestros corazones. Por eso prefiero, aunque sea más inequívocamente idólatra, sentarme en el recogimiento de cualquier catedral que asomarme al mundo desde la punta de una aguja disparada al cielo, aferrada ferozmente a la tierra porque su sinsentido la torna tan frágil.

No puedo evitar asociar estas reflexiones al soneto de Shelley “Ozymandias” (http://www.informaciondelonuevo.com/2013/09/ozymandias-poema-de-percy-bysshe.html): “Alrededor de las ruinas/de ese colosal naufragio, infinitas y desnudas/se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas”. Ni París está en ruinas ni la Torre ha naufragado, pero tampoco la poesía se ocupa de lo literal; no sería poesía. La poesía es la respuesta a ciertas intuiciones que nos invaden en un momento determinado, a una experiencia. Alguien que ha escrito tanto mejor que uno acerca de ciertos valores y sobre todo, acerca de nuestro lugar en el mundo.