Refugiados: Ucrania 2022

¿Por qué resulta tan atractivo el estatus del “statu-quo” (valga la redundancia)? ¿Será acaso porque lo asociamos a la ausencia de conflicto, crisis, dolor? ¿Nos evita tomar grandes decisiones, tener que optar por males menores? Cuando quebramos la inercia para tomar grandes decisiones, esas que suponemos y esperamos cambiarán para bien el curso de los acontecimientos, rechazar el “statu-quo” se torna virtud; sin embargo, cuando debemos actuar pero el contexto nos constriñe, romper el aparente equilibrio nos enfrenta a nuestras propias contradicciones.

Cuando en 1948 David Ben-Gurion decide implementar, en los hechos, la votación de la ONU del año anterior respecto de la partición, rompe con el statu-quo: declara la creación de un Estado Judío en la tierra de Israel después de más de dos mil años, y con ellos se inicia un estado de guerra permanente con los vecinos árabes. Cuando en 1967 Israel decide un ataque preventivo a Egipto y Siria, quiebra una situación de veinte años insostenible y anómala que generó, en forma virtuosa, nuevos hechos en el terreno. Cincuenta años más tarde, los territorios bajo la administración de la Autoridad Palestina y Hamas, en Cisjordania y Gaza respectivamente, representan un círculo vicioso del que nadie parece poder salirse. Cada vez que debemos actuar, la frazada cubre una parte del cuerpo pero deja desnuda otra parte; difícilmente la frazada de para todo.

Israel es un país con un doble estándar: por un lado, debe garantizar su propia existencia; por el otro, debe estar a la altura de su propia demanda moral y ética. Valores y seguridad no siempre van de la mano; en todo caso, muy frecuentemente, y por más tiempo del que uno quisiera, caminan por andariveles distintos. Más aún: cuando hablamos de existencia respecto de Israel nos referimos no sólo a su integridad física sino a su naturaleza como Estado judío; cuando hablamos de valores como democracia, por ejemplo, estos deben conjugarse con la naturaleza judía del Estado. No son ecuaciones fáciles de resolver. Es más fácil ser una “start-up nation” que una “nación de sacerdotes”.

Si los judíos hemos sido los recurrentes refugiados de la Historia, no podemos ser ajenos a las crisis de refugiados cuando estas ocurren. Israel tiene capacidad de enviar auxilio y logística a las fronteras del Este europeo, así como de absorber algunos cientos de miles de ucranianos. Sin embargo, si Israel quiere seguir siendo el Estado judío, sus políticas de inmigración y absorción deben ser prudentes y ajustadas a la razón de ser del Estado de Israel. Como judíos, podemos aspirar a la excelencia: tikun olam, tzedaká, “el extranjero que vive entre vosotros”… son todos valores que nos enorgullecen. El problema es que los valores se practican en en el mundo posible, que no es el mejor de los mundos. Absorber inmigrantes cuya identidad es diferente a la propia ha probado ser todo un desafío en el mediano y largo plazo para cualquier nación. Se precisan muchos recursos, estabilidad política, y una voluntad de convivencia tanto por parte de los locatarios como de los recién llegados.

Si el problema existe para cualquier país de Europa occidental, con siglos de existencia y su propia diversidad interna, con su poderío económico, militar, y demográfico, ¿qué decir de Israel, un Estado creado por y para judíos? Su régimen democrático protege sus minorías al punto de que estas se convierten en factores políticos en sí mismas: cualquiera puede, fácilmente, tener su voz y voto en la Kneset.  Un país cuyo vecindario es por definición conflictivo, beligerante, inundado por el discurso del odio y la exterminación, no puede dejar que prevalezcan sus valores éticos por encima de sus necesidades de seguridad. La pérdida de su naturaleza judía no supondría solamente una amenaza para los judíos, convertidos en minoría en su propio Estado; la razón de ser de ese Estado dejaría de existir y volveríamos al tiempo del Gueto, sólo que esta vez habría miles de enclaves judíos en una tierra que, verdaderamente, “devora a sus habitantes”.

Tal como se plantea hoy, en una coalición muy sui-generis, con posturas contradictorias entre sí, el dilema ético versus la demanda existencial se pone de manifiesto en toda su complejidad. Una vez más, Israel se ve obligada a estar a la altura de los acontecimientos: esta vez no es una guerra en sus fronteras ni una Intifada en su seno. Esta vez está en juego, en el largo aliento, la integridad de la población por la cual el Estado de Israel fue creado, los judíos, y por otro lado la integridad y derechos de aquellos que viven entre los judíos en el Estado que estos supieron crear y viabilizar.

Este sutil equilibrio no admite prolongar el “statu-quo”; es un permanente desafío en la toma de decisiones que conjuga dos variables casi paralelas: los valores que representamos y la existencia del Estado que nos define. No llegamos a este punto de la Historia para retroceder. Si cabe alguna duda, revisemos la historia de los judíos de Ucrania hasta 1945. Habla por sí misma.