Becerros de Oro (u otros materiales)
Quiero compartir con los lectores de TuMeser un breve apunte sobre un posteo de la profesora Dr. Orit Avnery en Facebook, a su vez basado en un ensayo suyo de hace ya unos cuantos años, sobre Ki-Tisa, la porción de la Torá que leemos esta semana.
Sostiene Orit que en Ki-Tisa aparece el primer acto de inmunización de la Humanidad cuando, en Éxodo 32:20 dice: “Y tomó el becerro que habían hecho y lo quemó en el fuego, lo hizo polvo y lo esparció sobre el agua, que hizo beber a los hijos de Israel”. Dice Orit en su posteo: “antes de levantar el tabernáculo (recordemos que estamos en medio de su preparación desde Terumá), surge la necesidad de “inmunizar” al pueblo del peligro de confundir entre el símbolo y su significado” (traducción propia del hebreo). En otras palabras: la semejanza entre la descripción de los preparativos para el Tabernáculo con los del Becerro de Oro es un llamado de atención; el acto de Moshé de hacer beber agua con cenizas del becerro fundido es una metáfora de un acto de inmunización, donde introducimos la patología diluida como forma de prevención.
En este caso la patología es la idolatría. Dicho en términos semióticos, el signo por sí mismo no significa, depende de nosotros dotarlo de significado. El becerro es el signo equivocado; La Palabra, es el signo por excelencia, el que será entregado finalmente para habitar en el tabernáculo, en el seno del pueblo, y viajar con él.
El versículo 20 es más simbólico que real. Las cenizas diluidas en agua son un placebo, no una vacuna. El acto de construcción del becerro y su celebración tienen tal fuerza simbólica que la única forma de combatirlo es con un acto simbólico de igual magnitud. Se trata de interiorizar el rechazo de la idolatría.
El brebaje que prepara Moshé no es una vacuna, pero demanda confianza, creer, de parte de sus receptores. Hoy, quienes nos vacunamos, creemos en la evidencia de la ciencia, mientras quienes no se vacunan eligen no creer. La vacuna no es ceniza rebajada con agua, aunque sea el virus modificado; pero aceptarla o no nos ubica en lugares diferentes en relación a la concepción del mundo. Nos separa a unos de otros.
A nivel estrictamente “judío” la lectura centrada en diferenciar el signo y el significado es pertinente, y para mí, casi obvia: si el signo actúa como una suerte de sinécdoque del significado (una parte por el todo), mejor no equivocarse de signos. Más aún: más vale no quedarnos solamente con el signo vacío de significado. No es lo mismo el becerro que la Torá.
No son lo mismo las simbólicas y artísticas tablas de la Ley que adornan las sinagogas con la Ley que leemos sobre el púlpito; aquellas son sólo el signo que simboliza lo que leemos en comunidad. Por algún poderoso motivo, la imagen de que “las cenizas del becerro que corren en su sangre son un recordatorio permanente frente a fuerzas de las que hay que defenderse” que Orit trae al final de su posteo, quedan fijadas, en nuestra memoria colectiva, en el becerro en sí. Muchas veces nos definimos por lo que no somos.
Preguntas pos pandemia: ¿cuán inmunizados estamos (y no hablo del virus)? ¿Construimos espacios de congregación y conexión, o becerros virtuales? ¿Cómo recreamos los ancestrales mandatos? Orit abre su posteo señalando las dificultades que surgen entre la propuesta y su concreción, entre las instrucciones y su ejecución. La cuestión está en el espacio/tiempo que se genera entre ambas. Cómo lo llenamos es nuestra decisión, generación tras generación, y en cada acto diario y personal. Becerros no faltan; figuras coléricas y admonitorias como Moshé, tampoco. La cuestión es cuanta ceniza de aquel becerro todavía corre en nuestro torrente sanguíneo.
Shabat Shalom!