Java y yo

Este febrero se cumplen cincuenta años de mi primer viaje a Israel. Mis padres habían decidido desandar los caminos que habían dejado atrás hacía doce años; entretanto, Israel había tomado el camino sin retorno que supuso la Guerra de los Seis Días. El Israel de los años setenta ofrecía opciones que aquel otro Israel de los cincuenta jamás ofreció: ni territoriales ni de servicios. Asegurada su supervivencia y sus opciones por las nuevas fronteras, y con el tema de “la ocupación” todavía en ciernes, Israel era una fiesta. Dieciocho meses más tarde, en octubre de 1973, dejó de serlo; pero en febrero de 1972, todavía lo era.

Tan es así que llegamos allí, casi simbólicamente, en la víspera de Purim. Como todo febrero en Israel, tuvo su buena dosis de lluvia y frío. Recorrimos el país de norte a sur y de oeste a este, literalmente; mi padre parecía conocer los caminos como si los hubiera transitado el día anterior, y por entonces Israel, ni sus rutas, progresaban, todavía, en forma geométrica. Visitamos a sus javerim en diferentes kibutzim, a los primos rumanos en Lod y Ramle, amigos en Tel-Aviv, y a lo lardo de tres semanas nos contaron nostalgias de una década atrás.

Nada que yo no haya repetido veinticinco años más tarde con mi propia familia. Casi un mandato ancestral de mi familia que mis padres inauguraron, la del iored que vuelve por sus fueros queriendo probar que el idealismo todavía existe, que no es sólo un sueño, el suyo, el mío, el nuestro. En mi última visita este octubre de 2021 tuve la absoluta certeza de que mi idealismo ya no es siquiera un sueño sino más bien una reliquia, porque el país ha cambiado para siempre. Pero ese es otro tema.

Ese febrero, hace cincuenta años, mi familia descubrió a Java Alberstein, y desde entonces nos acompaña. Si la vida fuera una película, la nuestra la tendría a ella como música de fondo. Mis padres amanecieron una mañana en aquel hotelucho de Tel-Aviv contando el descubrimiento que habían hecho la noche anterior en un café-concert de Yaffo: una cantante menuda como la Piaf haciendo honor a esa fértil tradición de la chanson europea. Con el básico acompañamiento una banda electrónica muy sobria, los cautivó. Con ellos trajeron aquel LP que, junto a una caracola de Eilat, fue todo lo que trajimos como souvenir. Java todavía era una joven e inconformista promesa que del idish había incursionado en el hebreo. Por entonces tenía apenas veinticinco años. Tanto su música como la caracola están con nosotros aun.

La nuestra no fue la Java de Lu-Iehi o las canciones de amor a la Tierra de Israel; por lo menos no por ese entonces. La nuestra fue la Java de las Nashim Rokdot, la de At Jeruti (maravillosa versión hebrea del original de Moustaki “Ma Liberté”), la de Tfilat Iom Uledet, las historias del peluquero que desprecia a Arik Einstein y Los Beatles, o la que estampa la palabra puta en medio de su canción sobre la “hija del molinero”. La nuestra era la Java descarada e inconformista. La que reincidió unos años más tarde con Shir BeMataná, haciendo heroínas a las Lolas, las Solveig, o las Penélope. La que, ya adulta, cantó a sus padres jugando a las cartas con amigos en la terraza, o la que compartió su pérdida cuando ya no tuvo padres para contarles cómo estuvo la función. Java ha sido parte de nuestras vidas, y sus canciones parte de nuestra conversación.

En alguna de las casas de nuestra familia ahora extendida hay un libro de su show Shir BeMataná, ya un poco desvencijado, con las letras y fotos del espectáculo: está autografiado por Java… ¡tres veces! la última para los ochenta años de mi madre. Fue en el Teatro Ierushalaim en abril 2015. Seis años más tarde, pandemia por medio, Java sigue cantando. Cada vez más íntimo y despojado, cada vez más personal, cada vez más balada, más femenino. Llena cada show pero ahora ya somos todos adultos o sencillamente, viejos, con algunas excepciones para matizar.

Yo vi y escuché a Java en vivo por primera vez en 1977, en el Día del Estudiante en la Universidad de Tel-Aviv, en un pequeño teatro. Veinte años más tarde la vimos en el Cine Plaza, muy fuera de contexto, como si fuera una estrella de multitudes; ella, que siempre parece cantar para uno. La recuperé en su mejor versión años más tarde, en dos oportunidades: en Kfar Saba y en Ierushalaim, con su público, el israelí. Es que ella es, tal vez junto con Shlomo Artzi, lo más genuinamente israelí que uno pueda encontrar.

Cuando abre el concierto cantando Adaber Itjá uno sabe que está cantando para cada uno de nosotros. “Cuando estás muerto de cansancio, cuando las pesadillas persiguen tus sueños”, ella cantará para vos. En algún momento del show entonará Peraj Halilaj, y todos suspiraremos aliviados, porque todos, sin excepción, hemos tenido algo en torno a esa canción. A esta altura de su carrera, ha dejado de lado a las mujeres que danzan a través de las generaciones; su energía y su sensibilidad están puestas en la intimidad de los sentimientos, esos que ella comparte con nosotros, sus devotos seguidores. Si es sábado, ella, israelí laica y de izquierda si las hubo, cerrará su show indefectiblemente con el final de la ceremonia de “Havdalá”: Shavua Tov, Shavua Tov. Ella, como el espíritu sabático, va con nosotros.

Con el anuncio de Serrat de su gira de despedida cunde esta noción de finales y cierres, de recuerdos y nostalgia. Así como la fiesta comenzó allá arriba, “subiendo la cuesta”, es tiempo de desandarla porque la fiesta se termina. Lo que uno puede intentar hacer es plasmar no sólo el recuerdo, porque al final de cuentas cada uno tiene y tendrá el suyo propio, sino el reconocimiento a la sensibilidad generosamente compartida. Serrat ya tendrá su momento.

Mientras tanto, a poco de comenzar febrero, es el turno de Java Alberstein, Ella sigue allí, y sus canciones de todas sus épocas quedarán para siempre. Más que como un legado, como ella misma lo titulara, como un regalo: una canción de regalo, shir bematana. Mi gratitud es hacia ella en cuyas canciones fijé tantos momentos inolvidables de mi vida, pero sobre todo a mis padres que aquella mañana de febrero de 1972 nos contaron y compartieron acerca de la pequeña cantante que habían descubierto en Yaffo.