La Senda de los Patriarcas

En las montañas de Judea y Samaria, desde Meguido y hasta Beer-Sheba, existe un derrotero denominado “el sendero de los patriarcas”. En la zona de Gush-Etzion, al sur de Jerusalém y de camino a Hebrón, y luego Beer-Sheba, ese camino se ha convertido en el destino preferido de corredores, caminantes, o excursionistas de cualquier tipo. En épocas bíblicas, era el camino preferido de los israelitas cuando todavía eran hebreos. Ese fue el camino que tomó nuestro patriarca Abraham con su hijo Isaac para llegar al Monte Moriá en Jerusalém en el episodio mal denominado “el sacrificio de Isaac” (literalmente, la “atadura” de Isaac).

Nosotros no caminamos el sendero; pero tomamos nota. Al mismo tiempo, en la breve visita en la zona, visitamos el roble añejo que da nombre a una de las poblaciones más conocidas de la zona, Alon Shvut. Cuentan que ese roble solo en la cima de ese monte era hacia donde miraban, desde Israel pre-1967, los pobladores y su descendencia que habían sido desplazados por el ejército jordano en 1948; apenas Israel recupera estos territorios, la zona es la primera a la que vuelven colonos judíos, mayormente las mismas familias. Nuestra anfitriona es precisamente parte de ese fenómeno: su padre fue uno de los primeros colonos, pero muere en 1973 en la Guerra de Iom Kipur. Su hija, por entonces de sólo diez meses, nunca abandonó el lugar y allí nacieron sus cinco hijos.

Cuando uno escucha su historia y trata de aprehender su vínculo con el lugar, no puede evitar cierta extrañeza ante judíos como estos, tan enraizados en su tierra. Por supuesto subyace la ideología sionista y religiosa, pero uno está acostumbrado al judío desarraigado, el judío para quien Israel es su destino, no su origen. Hay muchos israelíes que ya están muchas generaciones en la tierra de Israel, pero no son mayoría. Incluso, muchos de ellos han elegido o padecido el desarraigo aun dentro del territorio. El discurso de arraigo no me suena judío. Y, sin embargo, ahí está esta mujer, moderna, académica, religiosa, nacionalista, criando a sus hijos en su lugar en el mundo: una colina pedregosa en Judea, mirando hacia la costa donde yace el “otro” Israel.

Acceder a Gush Etzion desde Jerusalém no es complicado: se sigue la ruta 60 al sur. Sea un extenso túnel o los altos muros que flanquean la ruta la mayoría de su recorrido, y aun a sabiendas de estar atravesando territorio de la Autoridad Palestina, no se ve nada. En la zona de los asentamientos mismos se gana una mayor perspectiva, una apertura de horizontes hacia todos los puntos cardinales, propios o ajenos. La prevalencia es judía pero aun habitan allí residentes árabes que nunca se fueron ni por voluntad propia u obligación. Conviven.

Más al sur Hebrón es otra historia, Jerusalém Este es otra historia, y Samaria tiene la propia. Las particularidades de cada zona son tales que uno se pregunta cómo, alguna vez, se podría constituir un Estado Palestino y no “al lado” del Estado de Israel, sino prácticamente uno atravesado por el otro. La experiencia de rutas exclusivas y aisladas ya está hecha, es conocida, y funciona. Aun así, pensar en Estados en función de “enclaves” cabe sólo en la teoría, como cuando la ONU votó la partición en 1947: la realidad rápidamente supera la teoría.

Como el viejo roble, cuyas raíces se hunden en la tierra ancestral, o como los modernos runners que recorren la senda de los patriarcas, hay raíces y huellas humanas que se resisten a abandonar la tierra de sus ancestros. No son la mayoría, pero son suficientes para recordarnos porqué estamos allí y no en otro lugar del mundo, y por qué el sueño sionista sólo podía considerar esa tierra y no otra. Los relatos pre-fundacionales, mucho antes de salir de Egipto, recorren esos caminos y no otros.