Todo el mundo vio los sonidos: mujer & shofar
Yehuda Kurtzer, medium.com , 9 de setiembre de 2021
En algún momento cercano al comienzo del servicio del shofar del segundo día de Rosh Hashaná, mientras Rachel recitaba los versículos y las bendiciones preparándose para dirigir el servicio, y mientras Jennie estaba a su lado preparándose para llamar suave pero firmemente cada toque, contando y controlando el tiempo, me di cuenta de que habían pasado más de 16 años desde la última vez que había escuchado a un hombre tocar el shofar en Rosh Hashaná, y que no podía recordar quién había sido ese hombre, o cómo era ese toque. Los recuerdos no son indelebles; el hecho de que dejen una marca no significa que no puedan desvanecerse, o incluso que a veces se borren. Todo ese arte e iconografía de la historia judía de hombres tocando el shofar, en pinturas al óleo, inevitablemente barbudos como el cantor mítico imaginado en las oraciones anteriores a Musaf, ¿recuerdo realmente alguno de ellos, de mi propia vida?
No siempre fue así. Crecí en la ortodoxia, y en la ortodoxia de mi juventud (y probablemente todavía en casi todas partes), la idea de una mujer tocando el shofar para la comunidad habría caído en algún lugar entre lo improbable y lo impensable. Ni siquiera estoy seguro de haber pensado en la cuestión de su permisibilidad hasta principios de la década de 2000, cuando, como parte del liderazgo de una comunidad independiente de un minián que se esforzaba por ser a la vez “tradicional” e “igualitario” (¡qué palabras tan cargadas!), estábamos organizando nuestras primeras Altas Fiestas y surgió la pregunta. Por “surgió la pregunta” me refiero a que había una mujer que quería tocar el shofar y necesitábamos a alguien que lo hiciera. Supongo que a menudo ocurre que la innovación halájica es consecuencia de la oportunidad y la conveniencia, y aquí estaba Meg, lista y dispuesta. Nuestra comunidad fue un buen campo de pruebas, ya que estaba constituida por algunas personas para quienes el igualitarismo era axiomático y por otras para quienes era un proceso, una novedad o un descubrimiento.
Como se hace habitualmente en comunidades así, nos embarcamos en un proceso de estudio sobre el tema, aprendiendo de fuentes antiguas y comentarios modernos sobre la mitzvá del shofar, y quién estaba incluido en la obligación, y si las mujeres podían cumplir con la obligación de los hombres, etc.: un elaborado ejercicio de búsqueda creativa de un precedente, o quizás una justificación, de la decisión que queríamos implementar (A menudo ocurre, pero rara vez se habla de ello, que los viajes halájicos se llevan a cabo sobre la base de un resultado que se conoce y se desea). Cuando miro atrás, hacia esas conversaciones sinceras y ricas (releí los correos electrónicos esta mañana) ahora veo que en la continua investigación halájica sobre la práctica del igualitarismo hay tanto belleza como tragedia: hay belleza en buscar revisar la tradición, o quizás descubrir viejas verdades enterradas dentro de ella, impulsados por la presencia de personas que nos obligan a ver su humanidad, y hay una profunda tragedia en la incapacidad, o la falta de voluntad, de aceptar simplemente un compromiso con el igualitarismo, con la igualdad humana radical como un hecho moral y una verdad moral, y hacer girar nuestros compromisos en torno a ella sin la degradación que implica tratar de ubicar ese compromiso en nuestras fuentes. Aquellos de nosotros comprometidos con la halajá y el igualitarismo estamos actuando aparentemente en nombre del futuro: si lo hacemos correctamente siguiendo la cadena de tradición en esta generación, las generaciones posteriores verán nuestros compromisos como parte de esa misma cadena. Pero en el presente, encuentro cada vez más aspectos de todo el proceso que son tan desalentadores como deshumanizantes; y sé que debido a los privilegios de mi género y crianza, nunca es para mí para quien la tradición tiene que “adaptarse” o “evolucionar”. Mi presencia no provoca la necesidad de que los demás tengan que hacer ejercicios gimnásticos para hacerme un lugar.
Sin embargo, encontramos las respuestas que necesitábamos, y los resultados bajo la forma de nuestra maestra tocadora del shofar fueron lo suficientemente persuasivos para aquellos que podrían haber estado indecisos. Y así, durante los 14 años que rezamos los servicios de las Altas Fiestas en nuestro minián– 4 mientras todavía vivíamos en la comunidad y 10 durante los cuales regresamos a Boston para ser parte de la congregación –Meg estuvo con nosotros para el rito del shofar. Meg es una tocadora de shofar fuerte y directa: sus toques son de una precisión militar, sustekiot-gedolot tienen un récord de duración y su registro espiritual nos hace prestar atención.
Y luego, durante los últimos dos años, hemos estado en patios traseros en Riverdale para nuestros servicios improvisados, sin poder viajar de regreso a nuestro minián y sin estar dispuestos a incurrir en los riesgos, incluso si pudiéramos. Rachel tocó el shofar por primera vez el año pasado (el minián estaba en su patio trasero y ella en su porche, como los shofarot en el Sinaí resonando desde la cima de la montaña) e incluso con su experiencia tocando el corno francés, su nivel de pericia como principiante con el shofar era asombroso. Los sonidos de su shofar también son poderosos, pero más lastimeros. Siempre supe las metáforas de los “shevarim”, los tres sonidos “rotos”, pero no recuerdo haberlos sentido nunca de verdad. Los sonidos del shofar de Rachel me rompieron el corazón y, durante los últimos dos años, el servicio del shofar ha hecho que me surjan las lágrimas.
Tengo la ventaja de ver cómo esta historia se desarrolla para mí con el paso del tiempo, de esa extraña manera en que el cíclico calendario judío nos permite ver como el pasado regresa a nosotros cada año bajo forma de recuerdos vivos, empaquetando el pasado dentro del presente, en capas. Mis hijos varones, ahora de 15 y 13 años, han crecido con Meg y Rachel como los únicos tocadores de shofar que conocen. En ese segundo día de Rosh Hashaná, estaba pensando en esto y me sentí un poco abrumado. Mi hija de 8 años se paró junto a mí durante el shofar. Ella es la única que todavía encuentra lugar bajo mi talit, y sabe lo suficiente como para regresar corriendo de jugar con sus amigos para el shofar como un modo de reportarse. Pensé en inclinarme y decirle: “¡Mira estas mujeres! ¡Es increíble! ¿Sabes que estás viviendo en un momento de la historia judía en el que esto es posible? ¿Las ves como deberías, estos extraordinarios y poderosos modelos de rol de liderazgo ritual, de autenticidad religiosa y autoconfianza espiritual? ¿Puedes creerlo? Míralas, y tal vez puedas ser una de ellas”.
Eso es lo que sentí, y luego me di cuenta: ¿por qué debería cargarla con el equipaje que yo había tenido que adquirir en mi propio viaje? Ella misma encontrará los desafíos de la desigualdad en su propia vida, y eso es algo de lo que estoy tristemente seguro; se sentirá decepcionada por los fracasos del igualitarismo incluso en las comunidades que consideran el compromiso con el igualitarismo como una insignia de honor. Pero este momento, que sentí como redentor, podría ser simplemente normal para ella, y no una especie de triunfo sobre la historia. Podría ser, para nuestras hijas y nuestros hijos, la línea de base.
Así que, en cambio, me incliné, la apreté con fuerza y le susurré: “¡Escucha!” Y lo hicimos.
Traducción: Daniel Rosenthal