Cómo la pandemia me ayudó a ser mejor Rebbetzin

Avital Chizhik-Goldschmidt, Revista Vogue, 24 de julio de 2021

Tenía 23 años cuando llegué al Upper East Side como una novia algo torpe, para casarme con un rabino joven y, junto con él, con todo lo que venía con la vida sinagogal.

Las responsabilidades tradicionales de la esposa de un rabino, “la rebbetzin”, como se le dice coloquialmente en yiddish, son visitar a los enfermos, asistir a bodas, funerales y cenas de caridad al lado de su esposo, organizar refinadas cenas de Shabat y de las fiestas, enseñar estudios religiosos e inspirar a las mujeres en el comunidad, o sea, ser una Primera Dama espiritual. Es la vida en una pecera: se espera que una sonría, asiente, tome de la mano, escuche; o sea, estar presente. Una está “llamada siempre a ser hospitalaria, amable, amistosa y, sobre todo, tener tacto”, escribía una rebbetzin, Ruth Wolf Levi, en 1955. Las altas expectativas de la rebbetzin estadounidense trascendieron las tendencias culturales: a muchas mujeres les atraía el estatus de ser la esposa de un rabino, pero les fastidiaba las altas expectativas que se tenía de ellas. Una rebbetzin ortodoxa, Libby Klapperman, escribía en una carta satírica en 1969: “Ella, quien debe ser la mejor vestida, la más frugal, la mejor cocinera, la más esbelta, la mejor oradora, la más glamorosa y la más elocuente, encantadora, talentosa, relajada, agradable, bien adaptada y feliz compañera”.

De alguna manera, sonaba religiosamente significativo y socialmente glamoroso para mi ingenuo yo de 23 años, aunque rápidamente me di cuenta de que no importaba cuán calurosamente me saludaran los feligreses, mi vida ahora estaría en un primer plano. Nada es privado, ni mi cintura, ni mi elección de vestimenta, ni mi tiempo, ni mi casa, donde comenzamos a organizar cenas de Shabat y de las fiestas, lo que se convirtió en uno de mis principales proyectos.

Pero lo acepté. Hice lo mejor que pude para ser una anfitriona amable; horneé jalá y cociné platos elaborados inspirados en Ottolenghi con una guarnición de delicias Ashkenazi. Planché los manteles y puse la preciosa porcelana de mi boda en la mesa. Tres años después de habernos casado, trabajaba a tiempo completo como periodista, y los viernes por la tarde corría a casa desde la oficina, embarazada y con un niño pequeño en casa, con mi ansiedad alcanzando su punto máximo con el metro que se demoraba, con mi mente recorriendo a toda velocidad todo lo que necesitaba cocinar antes de la puesta del sol, antes de que sonara el reloj y comenzara el Shabat y no se pudiera hacer nada. Estos días previos a la pandemia los recuerdo ahora como una mancha de sudor, de inseguridad paralizante, autoconciencia constante, cuadernos en los que en un lado de la página hay notas para una historia y del otro menús para Shabat.

Era extraño porque si bien mis escritos a menudo se centraban en los problemas de las mujeres y la discriminación de género, me preguntaba por qué, en mi vida personal, me inclinaba ante un papel parroquial prescrito para mí: un rol exigente de voluntaria, que estaba definido en gran medida por el matrimonio y mucho menos por méritos. Como se describe en un manual para pastores cristianos de 1832: la esposa de un clérigo debe verse a sí misma ante todo como “casada con la parroquia de su marido y con los mejores intereses de su rebaño”.

Pero en eso fracasé. Nunca logré hacerlo todo, la actuación de supermujer, la capacidad de trabajar varios turnos: ir a mi oficina a diario, y ser madre, y hacer todas las visitas de duelo, y llamar a la gente cuando está enferma; ir a todas las bodas y enseñar la Torá a las mujeres y lucir siempre igual de bien. Hice lo mejor que pude para hacer “multitaskinig”, pero me encontré sobrecargada de trabajo, desaliñada. Poco a poco aprendí a apretar los dientes y a sonreír, sin importar lo que estuviéramos soportando. Comprendí que el verdadero desafío de ser esposa de un clérigo estaba menos en las obligaciones sociales y más en el trabajo emocional silencioso.

Antes del matrimonio, tenía una idea bastante rosa de lo que significaba ser una rebbetzin: conjurando imágenes de una anfitriona elegante, tibias jalot caseras, una mesa puesta sin esfuerzo alguno y, a través de estos elementos, la promesa de un punto alto espiritual. Pero mi realidad estaba mucho más cerca de un pañuelo en la cabeza, descalza en mi pequeña cocina, haciendo malabares con ollas de aluminio, con la cara roja por el calor del horno, haciendo hincapiéen que, de hecho, no teníamos suficientes cubiertos para todos los invitados que se esperaban y que la carne se había quemado y que un niño estaba llorando.

Llegué a resentirlo. Todo lo que quería en Shabat era apagar mi cerebro, dormir. Silencio. Un verdadero Shabat. Entonces, la pandemia me concedió mi deseo secreto. Esa vida chispeante y agotadora se detuvo. El ritmo vertiginoso de los eventos sociales, acoger a la gente alrededor de mi mesa, al correr entre viajes en metro desde la oficina hasta mi apartamento para besar a mis hijos antes de volver a salir a una función social.

De repente, había un silencio inquietante. Y en medio del terror de esos primeros días de la pandemia, de aprender a vivir en una nueva realidad, de esperar en casa a que mi esposo Benjamin regresara solo de oficiar los funerales, de escuchar las llamadas de emergencia hasta altas horas de la noche, reinaba el silencio. “Debes estar disfrutando ese descanso de ser anfitriona”, una amiga me envió un mensaje de texto durante el confinamiento en la ciudad de Nueva York. “Sí, realmente”, le respondí. Pero después de un año de conversaciones en línea en lugar de reuniones comunitarias, quería, desesperadamente, dar marcha atrás con ese deseo. Algo en mí había cambiado. Me había dado cuenta de la total inutilidad de gran parte de lo que llamamos “conversación en línea”, que rara vez es diálogo y, más a menudo, gritos oportunistas al viento, el zumbido que hacen nuestras fuentes de noticias cuando las actualizamos.

Así, para lidiar con el aislamiento, me encontré comenzando a hacer listas de invitados. Numerosos y coloridos menús. Pedimos una nueva mesa de comedor extensible, a pesar de que no sabíamos cuándo tendríamos invitados nuevamente para sentarse a su alrededor. Miré los paisajes de las mesas en Pinterest y traté de descubrir cómo reproducirlos yo misma con un presupuesto limitado.

Cuando las vacunas estuvieron disponibles en Nueva York, mientras coqueteábamos con la promesa de la normalidad, la vocación de rebbetzin apareció, en toda su gloria de épocas anteriores. Pasé menos tiempo en Twitter y más tiempo escribiendo invitaciones. “¿Te unirás a nosotros para la cena de Shabat?”“¡Ven a tomar un trago! ¡En cualquier momento!”“Hagamos una clase de estudio de texto”.

“¿Qué te pasa?”me preguntó Benjaminhace un mes, observándome mientras yo revisaba nuestro calendario social y mi bandeja de entrada. Eestaba gratamente sorprendido: no estaba acostumbrado a verme tan involucrada en el sueño que ha tenido durante todos estos años. “Tenemos que volver a unir a la gente”, dije, tecleando furiosamente.

Pero esta vez, no estoy intentando ser Mirtha Legrand (1). Benjamin y yo hemos renegociado lo que significa recibir a la comunidad: compramos jalá en una panadería local, pedimos comida cuando lo necesitamos, usamos platos desechables y servimos un solo plato reducido, estilo buffet. Todas las pretensiones de recepción que antes nos habíamos sentido obligados a ofrecer —los platos múltiples y la porcelana de Bloomingdale’s— se han desvanecido; ahora la atención se centra menos en el show y más en los propios invitados. A diferencia de años anteriores, cuando me preocupaba por un menú elaborado, yendo y viniendo de la cocina con bandejas interminables, ahora nos sentamos, Benjamin y yo, en las cabeceras opuestas de la mesa, él sirve el vino; hablamos, preguntamos, cantamos, escuchamos.

Todavía es difícil, y sigue siendo un sacrificio de tiempo y energía, pero un año de aislamiento me ha hecho darme cuenta de que es necesario. El mismo rol que me había irritado ahora parece lo más importante que podría estar haciendo; se trata de ser una organizadora comunitaria, reunir a la gente en torno a ideas y hacerlo en mis propios términos. La obligación religiosa de la hospitalidad, según el Talmud, equivale a dar la bienvenida a la presencia divina misma. Esto último es algo que hacemos tradicionalmente en un entorno público, en una casa de oración; pero lo primero es algo mucho más íntimo. La semana pasada, un invitado recién llegado a nuestra mesa se dirigió a otro con una pregunta a la que los jóvenes judíos estadounidenses parecen dedicarse como una especie de deporte: “¿En qué momento las críticas a Israel se vuelven antisemitas?”

Sus palabras quedaron flotando en el ambiente. Mi esposo y yo observamos las reacciones de nuestros invitados, todos desconocidos entre sí, inseguros de las opiniones políticas de los demás. Entonces, el otro invitado respondió, con cuidado. Resultó que su punto de vista no se alineaba con el de quien estaba preguntando, y así se fueron dando las cosas. Los dos intercambiaron sus afirmaciones en apoyo de sus respectivos argumentos, con moderación, asintiendo, diciendo hmm, escuchando, y luego, llegó la hora del postre, la hora del Birkat Hamazon, la larga oración que entonamos después de las comidas.

En las redes sociales, muchos tratan de describir el “regreso a la normalidad” pospandémico, pero encuentro que muchos escritores definen este deshielo, este surgimiento desde dentro del capullo de nuestros hogares, en términos bastante superficiales. Regresar a la normalidad no es solo volver a ponerse ropa formal y volver a aprender cómo aplicarse el rímel y cómo conversar de nuevo acerca de trivialidades. También se trata de hacer conexiones poco esperadas, sentarse junto a personas en los bancos de la sinagoga y ante una mesa de comedor, sin importar cuán acalorado y divisivo sea el mundo que nos rodea. Se trata de aprender a intercambiar ideas con respeto, a vincularse con los demás con sentido, con bondad y, en lugar de un biombo entre nosotros, solo una copa de plata llena hasta el borde de vino, un ramo de flores, velas parpadeantes, una mesa: un altar propio.

Traducción: Daniel Rosenthal

(1) Nota del Editor: en el original, Martha Stuart; sustituido por Mirtha Legrand para mejor comprensión.