«Oslo»

Hay oportunidad y hay oportunismo; en el segundo, está en nuestras manos hacer lo mejor o peor de una situación determinada; en la primera, a primera vista todo es fortuito. En general, el oportunismo podemos detectarlo en el momento; la oportunidad la visualizamos históricamente. “Ierushalaim shel Zahav” de Naomí Shemer en 1967 es un caso de oportunidad: una circunstancia histórica convierte una gran canción en un himno nacional no oficial; “Ierushalaim shel Barzel” de Meir Ariel sobre la misma melodía vendría a ser oportunismo: aprovechar un fenómeno cultural para proponer una agenda alternativa. No hay juicio de valor en ninguno de los conceptos; la diferenciación apunta al rol que jugamos, o no, los seres humanos en la trama histórica.

Visto en perspectiva histórica, “con el diario del lunes”, “Oslo” la obra teatral o la película narra una historia de oportunidad; el estreno de la versión cinematográfica parece ser puro oportunismo. A una semana del cese del fuego entre Israel y Hamas en la frontera con Gaza, “Oslo” la película tiene su génesis en una experiencia personal, humana y humanitaria, precisamente en las calles de Gaza a principios de la década del noventa del siglo pasado. Veinte y pico de años más tarde un terrorista palestino y un soldado israelí no se cruzarán en esas calles; una frontera los separa. Que no es poca cosa, aunque no sea producto de los acuerdos cuya gestación la obra describe.

Resulta muy bizarro ver los conflictos de hoy a través de obras que se ocupan de eventos sucedidos años atrás. Tal el caso de “Rescate en Entebbe” de 2018 (http://tumeser.com/2020/09/24/7-dias-en-entebbe/), una paupérrima versión de aquel hecho, y tal es el caso de “Oslo”; las diferencias en guión, fotografía, ecuanimidad histórica, verosimilitud, e incluso actuaciones, son abismales. Ver “Oslo” es una experiencia estética relevante; “Entebbe”, en ninguna de sus versiones, logró nunca el nivel artístico esperado. Será que cualquier producto artístico dictado por premisas triunfalistas y parciales pierde su incondicional cualidad de ambigüedad, tal como define Roman Jacobson al objeto artístico. “Oslo” es razonablemente ambigua e inequívocamente equilibrada. Es buen arte cinematográfico sosteniendo una historia real en un realismo sobrio y adecuado.

Mi propósito no es una crítica cinematográfica, por más que me deslice en  ella porque estamos hablando de cine; del mismo modo que hablar de un libro nos conduce a una crítica literaria. ¿Cómo separar forma de contenido? ¿Cómo no reconocer en la forma la relevancia del contenido? Cualquier historia es pasible de ser contada y ser significativa; todo depende de cómo.

“Oslo” trata de las etapas más secretas y ocultas de un proceso difícil; a tal punto, que la mayoría sostiene que los Tratados de Oslo fracasaron. Más allá de los parlamentos ideológicos y políticos en boca de los personajes (todos ellos reales), “Oslo” consigue humanizar profundamente lo que de otra manera no es más que un mojón en una historia de frustraciones y desencuentros. Si el propósito original de la obra fue rescatar el valor del individuo y  la negociación, la proximidad, compartir, en aras de soluciones nacionales colectivas, a la luz de los hechos termina reflejando una gran frustración histórica. Los méritos de la pareja noruega, los negociadores de una y otra parte, y los riesgos asumidos por los líderes del momento (hoy todos difuntos), quedan sepultados por la marea de la Historia, sea el asesinato de Rabin o la 2ª Intifada.

Al mismo tiempo, en un mundo que se debate ante el escepticismo y los populismos facilistas, donde los acuerdos parecen concretarse sólo por la voluntad un líder o por intereses corporativos (ver Acuerdos de Abraham), “Oslo” viene a rescatar los temas de fondo: la identidad nacional, los derechos y las claudicaciones, la ignorancia mutua, los prejuicios atávicos, el territorio, el orgullo, la viabilidad. “Oslo” nos recuerda que, por debajo de los aviones que milagrosamente conectan TLV-DXB sobrevolando Arabia Saudita, viven personas reales en sociedades reales. No en vano la redacción de los acuerdos definitivos comienza por quién recogerá qué basura en qué territorios y para qué población. El pragmatismo israelí desnuda tanto el idealismo como la ingenuidad palestina; o tal vez cuánto había de reivindicativo en sus demandas y cuánto de real; después de todo, Arafat nunca terminó de aceptar mucho más que lo que firmó en ese momento de aparente epifanía en el césped de la Casa Blanca en setiembre de 1993.

Por todo esto ver “Oslo” (HBO) es una oportunidad: de repasar la Historia, de vivirla a través de sus protagonistas reales en su dimensión íntima y humana, y de contextualizar los hechos que nos toca vivir en estos tiempos. Las negociaciones y los tratados de Oslo, aun denostados como están, son el último intento de que los auténticos protagonistas acuerden su forma de coexistir. Por ahora, nadie ha estado tan cerca como se estuvo entonces. Casi treinta años después, el fracaso del “proceso de paz”, visto a través del lente de “Oslo” la película, puede ser la prueba que precisaban los pesimistas o la esperanza que siempre mantienen los pacifistas. Como sea, y la obra deja el asunto ambiguamente planteado, nada sucederá si en algún momento, como sucedió en Noruega en 1993, no están sentados a la mesa los líderes que se harán cargo de limpiar la basura al final del día. Porque eso es, en definitiva, un Estado.

Ianai Silberstein, 1 de junio de 2021