Soberanía, Poder, y otros dilemas históricos
Tal vez el último milagro en la historia de Israel haya sucedido cuando Josué y sus tropas cruzaron el Jordán para comenzar la “conquista” de La Tierra. “Las aguas que venían de arriba se detuvieron y se levantaron en un montón” (Josué 3:16). No tiene la magnitud ni el simbolismo del cruce del Mar Rojo en Éxodo, pero como forma de comenzar una nueva etapa, la de entrar en La Tierra, no está nada mal. Dios, a través de Josué y tal vez precisamente para investirlo de autoridad, hace un guiño a los Hijos de Israel recreando, más modestamente, el milagro que venían contándose durante cuarenta años. De allí en más, Dios se ocupa más de los temas éticos que de los temas militares.
De Josué en adelante, la Biblia ( Jueces, Samuel I y II, Reyes I y II) girará básicamente en torno a las batallas en pos de territorios, la contención del enemigo de turno, y las suertes ante el imperio de la hora. El punto culminante serán los reinados de David y Salomón, unos ochenta años. Habrá siempre alguna señal de que Dios está con Israel, pero mayormente, sea a trompetazos como en Jericó o con otros ardides como se narra en varios de los relatos de los Jueces, sea con mercenarios o con alianzas cuestionables como en el reinado de Salomón, Israel prevalecerá. El comienzo del fin sobreviene con el cisma entre el reino de Israel y el reino de Judea; cisma de un colectivo que nunca estuvo demasiado unido. Judea, exilio mediante, sobrevivirá a los Persas, los Griegos, y sucumbirá ante los Romanos definitivamente en el siglo II EC; el pueblo judío sobrevive a su vez por el judaísmo rabínico generado en el exilio babilónico.
La opción de soberanía deja de existir en la historia del pueblo judío. El Sionismo pone sobre la mesa, dieciocho siglos más tarde, la noción de territorio, soberanía, y defensa. Esta vez el “guiño” divino es más bien una prueba permanente. Pasar de ser un pueblo de libros y rituales a ser un pueblo que además incluya políticos y militares, supone un cambio de paradigma. El Sionismo y la colonización de la Tierra de Israel generan la necesidad de la auto-defensa. El uso de la fuerza y el poder, tal como lo definen los nombres de las milicias (Haganá, Ejército de DEFENSA), tiene que ver con auto-protección, no con conquista. La consecuencia de la Guerra de Independencia, que gana Israel (de lo contrario hubiera sido exterminada antes de nacer), son fronteras relativamente viables. En 1967 Israel alcanza fronteras verdaderamente estratégicas: toda la península del Sinai, la meseta del Golán, y el Valle del Jordán. “Territorios por paz” es un lema que predican prácticamente todos los gobiernos desde 1973 en adelante. Nadie que lea historia puede negar el afán pacifista del Estado de Israel.
Tal vez, como sugiere Harari en relación a la adaptación de la especie humana a la revolución tecnológica, adaptarnos a adquirir, usar, y preservar el poder y la fuerza todavía nos cuesta. Permanentemente estamos midiendo en parámetros morales y éticos nuestras acciones en defensa propia. Como si todavía tuviéramos que justificarnos ante los señores feudales o los príncipes del Renacimiento. Por un tiempo parecía que la Shoá justificó la rebelión, que el Levantamiento del Guetto de Varsovia fue el “milagro” que los tiempos modernos admitirían. Sin embargo.
Apenas prevalecimos, apenas unificamos buena parte del territorio, también confrontamos enemigos formidables más próximos o más lejanos (las amenazas siguieron viniendo de los mismos ríos, el Nilo y el delta de la Mesopotamia), enfrentamos intentos de exterminio (1948-1956-1967-1973 explícitamente, y en otras oportunidades bajo diferentes excusas), y un permanente hostigamiento terrorista desde las fronteras (Hezbolá, Hamas, Intifadas). Nada que no haya sucedido en la Biblia.
Como entonces, no sólo tenemos enemigos externos, no sólo disputamos tierras, no sólo debemos justificar nuestro derecho a ser soberanos (léase, un Estado de Israel judío y democrático), sino que seguimos divididos en tribus, facciones, sectas, y diversas formas de ser aquello que somos. Seguimos padeciendo los mismos males que nos llevaron a un exilio territorial y de soberanía tan definitivo que hasta el día de hoy sigue siendo milagroso que haya finalizado con la creación de un Estado en aquella misma tierra. No porque todos los judíos vivan en Israel (eso no sucedió nunca), sino porque todos los judíos pueden hacerlo.
Al tiempo que estamos transitando, y esperando que se mantenga firme, el cese del fuego y hostilidades entre Hamas en Gaza e Israel, el Estado debería volver finalmente a su curso (sin pandemia, sin refugios, sin guerra civil), resolver sus larga crisis política, reparar las pérdidas económicas del Covid, y seguir buscando una cierta cohesión social entre las “tribus” que lo componen. Nosotros, que lo miramos de lejos, haríamos bien en ver un poco más allá del antisemita de turno. Siempre los hubo, siempre los habrá. La diferencia es que ahora nos defendemos, en todos los campos. El problema, por otro lado, radica en que, así como durante dieciocho siglos abandonamos la noción de la auto-defensa en aras de una vida ligada a la religión y sus valores, podemos sucumbir a la fascinación del poder mientras dejamos de de lado la auto-crítica, la reflexión, el análisis, y sobre todo, el sentido de propósito ético que nos funda. Peleamos con Amalec, con los Filisteos, hasta con los Griegos y los Romanos; pero siempre supimos que estamos llamados a ser un “reino de sacerdotes”. Porque esclavos fuimos en la tierra de Egipto.