Shtisel 3: El discreto encanto de lo amable
En un mundo globalizado, la pandemia nos ha obligado a extremar lo local: quedarnos en casa, las “burbujas”, y ausencia absoluta de grandes espectáculos, la versión artística de “lo universal”. La pandemia se expresa en nuestra vida local y cotidiana, pero sus efectos reverberan en las redes sociales: conductas sociales inesperadas, pánico, y alienación nos invaden. La realidad entra aun por las ventanas más herméticamente cerradas. Entonces, lo local deja de ser hogar, rutina, refugio, y se convierte en bunker.
Una de las ventanas al mundo, unidireccional, inofensiva, es el streaming: literalmente, un caudal constante e inagotable de historias y fantasías, relatos y experiencias para nuestro consumo en la soledad de nuestras casas. En ese contexto, “Shtisel”, que ya había sido un éxito internacional en sus dos primeras temporadas, se transforma en una experiencia largamente esperada cuyo resultado supera cualquier expectativa. “Shtisel 3” es producto de la pandemia, aunque no aluda a ella: los temas recurrentes del mundo insular que retrata, el de un grupo específico de judíos ultra-ortodoxos en Jerusalém, se repiten; pero la sensibilidad con que esos temas son tratados es de una delicadeza que raya en lo sublime.
Como me sucedió, sucedía, y aun me sucede, con “Downton Abbey”, son mundos ficcionales a los cuales quisiera poder volver una y otra vez. No sé si “Shtisel” resistirá la prueba a la que, en mi caso, expuse a la serie británica (y que ha resistido con creces); después de todo, “Shtisel” no puede, por el mundo que recrea, reproducir el esplendor sobre el cual está construida la cultura inglesa. El material de “Shtisel” surge de los mundos cerrados, atemporales, en blanco y negro, que hacen a la vida de esta gente que ha elegido las leyes de la Torá como forma de vida por sobre cualquier otra opción. Sus finales pueden ser más o menos felices, pero nunca serán el “happy ending” occidental que vuelve a poner orden al mundo. Tal vez porque esos finales felices, en términos judíos, siempre se expresan en términos mesiánicos, “el año próximo en Jerusalém”.
En ambos casos, sin embargo, prevalecen algunos valores que merecen destacarse, códigos no en común pero sí compartidos. Mundos ajenos uno del otro que funcionan en base a premisas no tan disímiles.
Más allá del “hábito que hace al monje”, detrás del ceremonial en “Downton Abbey” o de la sencillez de vestuario en “Shtisel”, debajo del frac o del talit corto, existen personas con sus anhelos, conflictos, obligaciones, y dudas. No uso la palabra “pasiones” porque en ambos casos es un término cuidadosamente eludido y sutilmente aludido: sean las miradas de Mary o Edith Crawley o las llamas que envuelven a Rajeli, nada está dicho, sino sugerido. Los mundos ficcionales de Downton o Jerusalém no dan lugar al exceso ni al exabrupto, sino al recato y el formalismo. Aquello que parece desbordarse en definitiva se encauza. En ambos casos, por sobre los códigos, sociales o religiosos, prevalece un humanismo profundo, contenido, amable. Humano al fin.
Ambas series son exitosas por sus propios méritos, sus recursos artísticos, su producción; pero al mismo tiempo apelan a sentimientos que anhelamos. El mundo en general se ha vuelto un lugar hostil; no en vano, si seguimos pensando en el mundo de las series, han proliferado con singular éxito historias de maldad gratuita, de vampiros, o de corrupción. Ese es, de hecho, el mundo en que vivimos.
Lo que tanto “Shtisel” como “Downton Abbey” nos proponen es un mundo posible, que existe (aunque para unos pocos), que funciona, que es humano, normado, codificado, y que resuelve sus conflictos en ese contexto. Es ese tono amable, civilizado, respetuoso, en algunos momentos hasta empático, el que prevalece por sobre la mezquindad, los celos, la envidia. Ese tono prevalece aun por sobre los conflictos psicológicos más complejos. Esto permite al mismo tiempo perpetuar un modelo y dar, dentro del mismo, el espacio individual de felicidad que cada individuo merece.
La vida está llena de crisis. Más allá de que sean en algún momento oportunidades (el consuelo al que siempre acudimos cuando enfrentamos una crisis), la cuestión está en cómo la transitamos. Transformar crisis en oportunidad es muy ambicioso y connota omnipotencia; pensar en cómo transitamos una crisis es realista y connota una adecuada dosis de humildad. Hemos aprendido en este largo año acerca de la importancia del tono, de los principios, de algunos valores a priori innegociables. Tal vez al final del día, como en “Shtisel” o “Downton Abbey”, éstos permitan que los muertos descansen en paz, que cada uno encuentre su espacio de felicidad, y que la sociedad no se haya hecho trizas manejándose con modelos violentos, mezquinos, y corruptos.