Memorias de la Shoá
Alguna vez dije, para retractarme en el mismo Acto, que yo no era un hijo de la Shoá sino un hijo del Sionismo. Ese afán de categorizar que a veces nos traiciona me predispuso a elegir entre ser uno u otro, cuando nadie de mi generación puede “ser” judío sin haber sido engendrado por estos dos fenómenos eternamente ligados: Shoá y Sionismo.
Es relevante, pero no pertinente en este momento, cómo se vinculan estos dos grandes hitos de la historia judía. Tan relevante que ocupa discusiones académicas e ideológicas, además de representar una constante: la catástrofe y la redención. Desde el mito de Pesaj nuestra noción de ser oscila entre la fragilidad de la diáspora y el sometimiento, y la noción de libertad y pertenencia. Aquello que recreamos simbólicamente la noche del Seder de Pesaj lo recrearon en los hechos nuestros bisabuelos, abuelos, y padres que fueron protagonistas y testigos tanto de uno como de otro: Sionismo y Shoá.
Sabiamente, una vez más, el calendario hebreo une en una semana esta experiencia de holocausto y redención. El programa “Marcha por la Vida” está armado sobre esta premisa. El museo de Yad Vashem en Jerusalém está concebido de modo que salgamos de la oscuridad a la luz. Iom Hashoá de inicio a una semana de conmemoración que finaliza, tras de la jornada luctuosa de Iom Hazikaron, con los festejos por el Día de la Independencia de Israel. Es como si en una estrella de David estuvieran ubicadas, en los vértices de su base, Iom Hashoá y Iom Hazikaron, y en su vértice superior, Iom Haatzmaut. Tomando prestado el concepto de Franz Rosenzweig, y en forma por demás libre, una suerte de estrella de la redención nacional; temas teológicos aparte.
En mi experiencia personal, las conversaciones judías en mi familia nuclear no remitían a la Shoá sino al Sionismo. Será que fuimos todos modestos protagonistas de éste, o que los abuelos, habiendo salido de Europa antes de los años culminantes, preferían no hablar de aquella. Nos ocupaba Israel, no Auschwitz. Sin embargo, hay dos elementos concretos y frecuentes de mi vida cotidiana ante los cuales, cada vez que me enfrento, se activa mi memoria nacional: una es la “anónima” (*) papa; la otra son vagones de carga apoyados sobre sus rieles.
Seguramente le debo esta memoria ancestral a la educación de mi Escuela Integral de los años sesenta, donde la Shoá ocupaba más espacio que la Torá, y el Sionismo más que cualquiera de las dos. La imagen de los trenes de carga apoyados sobre rieles sin retorno me inquieta hasta el día de hoy. De igual modo, cada vez que como una papa en su versión natural y más “honrada” (*) me recuerda aquellas historias de “Los Niños de la Calle Mapu” de Sara Nishmit que nos compelían a leer en aquellos años. En la estabilidad que nuestros abuelos y padres habían creado para nosotros, niños post-Shoá, aquellas historias de desarraigo, incertidumbre, y hambre quedaron, para mí, impregnadas en el sabor de una papa y en la visión de un tren de carga apoyado sobre sus rieles. No que no haya supervisado centenares de descargas de tales vagones ni que haya dejado de comer papa; después de todo, la vida de un judío en cualquier época es sustento, vida, y memoria.
(*) “Oda a la Papa”, Pablo Neruda