Finalmente, llamó…

Donniel Hartman, The Times of Israel, 18 de febrero de 2021

A mediados de la década de los ochenta, había una canción popular israelí (Shalom Janoj) cuyo estribillo era: “El Mesías no ha llegado, el Mesías no está llamando” (https://youtu.be/-0i3mev5EvQ). La versión 2021 de la canción es: “Biden no está llamando”. Todo Israel ha estado conteniendo la respiración, esperando el sonido de su llamada, cual amante despreciado, esperando y deseando. Enviamos insinuaciones y tweets, e hicimos que nuestros amigos alzaran su voz en nuestro favor, importunando repetidamente a Jen Psaki, la portavoz de la Casa Blanca: “Nu, ¿por qué no ha llamado todavía? ¿Por qué necesita tanto tiempo? ¿Cuándo levantará finalmente el teléfono?” Cuando ella respondía que él llamaría, pero que simplemente estaba ocupado en ese momento – coronavirus, China, etc. – sonaba molestamente a algo así como “No eres tú el problema. Soy yo.” Después de hacernos esperar durante más de cuatro semanas, el presidente Biden finalmente llamó. Fue un abrazo amargo. ¿Por qué esperó tanto? ¿No nos quiere? ¿No sabe lo importantes que somos para Estados Unidos, para el mundo?

Me pregunto si el primer ministro Frederiksen de Dinamarca o el presidente Fernández de Argentina están molestos y siguen esperando junto al teléfono, y si la falta de una llamada es tema de conversación y angustia nacional. Ciertamente, este no es el caso del amigo de Netanyahu y compañero en su simpatía hacia Trump, el presidente Bolsonaro de Brasil. Por qué Biden esperó tanto para llamar es una pregunta que debemos hacernos. Es casi seguro que tuvo algo que ver con el apasionado abrazo de Netanyahu a Trump, y también puede involucrar un antiguo escenario de deudas de la administración Obama.

Pero ¿por qué estábamos tan preocupados? ¿Es nuestra necesidad de ser llamados el resultado de nuestra dependencia de Estados Unidos? ¿Nuestra sensación de estar aislados en el mundo? Durante años, Israel ha presentado una narrativa de su nuevo poder e importancia, nuestras sólidas relaciones bilaterales con Rusia, China e India. Netanyahu ha ridiculizado los llamamientos para boicotear a Israel. “No nos preocupamos por ser boicoteados”, declaró. “Otros deben preocuparse por si nosotros los boicotearemos”. ¿Por qué, entonces, la nación startup estaba obsesionada con una llamada retrasada de Biden, una llamada que sabíamos que finalmente llegaría?

Parte de la razón es, sin duda alguna, el síndrome de abstinencia de la pródiga atención que nos acostumbramos a recibir por parte de la administración Trump, para quien nuestros intereses se percibían casi automáticamente como alineados con los de Estados Unidos. Estados Unidos incluso estuvo dispuesto a pagar a países para que firmaran tratados de paz con nosotros. Hablamos de la nueva era de “paz por paz”, en contraposición a la antigua era de “tierra por paz”; pero también fue paz por 50 F-35 para los Emiratos Árabes Unidos, paz por reconocer el reclamo de Marruecos sobre el Sahara Occidental y paz por eliminar a Sudán de la lista negra de patrocinadores estatales del terrorismo.

¡Oh, qué cuatro años pasaron! ¡Tan cortejados, tan pródigos de regalos y alabanzas1 Trump nos dio una embajada en Jerusalem y el reconocimiento sobre los Altos del Golán. ¿Y ahora? Estamos reducidos a esperar una simple llamada. Al menos, y gracias a Dios, (la vocera) Psaki anunció que seríamos el primer país del Medio Oriente en recibir la codiciada llamada. “No se preocupen”, decía.“Siguen siendo especiales para nosotros”. Pero la letra pequeña decía: No son tan especiales desde un punto de vista objetivo, solo en relación con la región. Una victoria menor, pero aun así, algo a lo que aferrarse…

Lo que está ocurriendo es un proceso más profundo. Dentro de la propia identidad de Israel, está incrustada una contradicción interna. Por un lado, el sueño del sionismo era que los judíos finalmente se convirtieran en un pueblo como todos los demás. Estábamos cansados de la atención que nos “prodigaban” los antisemitas del mundo. Estábamos agotados por las teorías conspirativas que nos ven como la causa de todos los males y calamidades, desde la peste bubónica hasta los incendios de California. No controlamos ni la economía mundial ni la prensa, y simplemente queremos que nos dejen solos para vivir en nuestra propia patria, llevando una vida normal.

Al mismo tiempo, somos los herederos de la historia que los judíos nos contamos sobre nosotros mismos, según la cual nuestro lugar legítimo es ser “una luz para las naciones”, “un reino de sacerdotes y una nación santa”. Somos la antítesis de lo “normal”, somos “una nación que vive apartada”. Somos los elegidos de Dios. Incluso si esta elección no expresa superioridad ni privilegios sino más bien responsabilidades, es difícil conformarse con el anonimato bajo estas condiciones y con estas aspiraciones.

Lo queremos todo. Si la Corte Internacional de Justicia nos señala, es antisemita porque no salió primero contra Corea del Norte, Siria o Irán. Después de todo, somos solo una nación como todas las demás naciones y exigimos que se nos trate como tales. Pero al mismo tiempo, nos proyectamos como únicos y especiales: los más morales, los mejores militares, la incubadora tecnológica y de alta tecnología líder en el mundo, los primeros en… implementar una cuarentena, vacunar y salir de la pandemia: una verdadera luz y un regalo para el mundo. Entonces, ¿cómo puede ser que no nos esté llamando?

El relato que nos hemos contado a nosotros mismos sobre nuestra singularidad, al menos en el ámbito de las aspiraciones, ha sido una bendición para los judíos y el judaísmo. La mediocridad es considerada pecado en todos los aspectos de nuestra vida, y se nos desafía a seguir sólo nuestras propias normas. Si bien somos parte del mundo, lo que se considera aceptable o suficiente no se determina de acuerdo con lo que hacen los demás, sino en función de nuestras aspiraciones para nosotros mismos y la tarea que tenemos entre manos. Es una carga enorme, pero también puede ser un gran regalo. Los extraordinarios logros de los judíos a lo largo de nuestra historia han demostrado que mayormente hemos canalizado positivamente la aspiración a ser los elegidos.

Pero en el mundo real no se puede tenerlo todo. No se puede asumir una posición de excepcionalismo y esperar ser tratado como todos los demás. Uno no puede ponerse el sayo de ser una luz y esperar no ser reprendido por sus defectos. No se puede pretender ser una luz moral de democracia y esperar ser tratado con los mismos estándares que Siria e Irán. No se puede ser una nación como todas las demás y aun así esperar ser los primeros en ser llamados.

Al mismo tiempo, puede haber un lado positivo en esa llamada pospuesta. La esencia de la historia judía no es que seamos una nación santa, sino que debemos convertirnos en una nación santa. La realidad y los notables éxitos de Israel a menudo nos han hecho creer erróneamente que ya somos, y por definición, una luz para las naciones, en lugar de un pueblo que ha sido desafiado para ser una luz. Un desafío que debemos ganarnos. Nuestro derecho de nacimiento no es el excepcionalismo, sino la obligación de aspirar a él. El ser elegidos, con la enormidad de responsabilidades que conlleva, no debe ser una fuente de soberbia ni de orgullo, sino de humildad. Una humildad que se basa en el reconocimiento de la magnitud de los desafíos que aún tenemos que afrontar.

Es bueno que Biden haya esperado para llamar. Es bueno que nosotros realineemos la historia que nos contamos sobre nosotros mismos, desde nuestros logros hasta nuestras responsabilidades. Es bueno que dejemos de vernos a nosotros mismos como el centro del mundo, una superpotencia líder. Tal autopercepción conduce a la mediocridad, ya que confundimos quiénes somos con quiénes deberíamos ser, y nuestros logros con lo que aún tenemos que lograr. Pero también es bueno que haya llamado. Finalmente.

Traducción: Daniel Rosenthal