Israel, una realidad desafiante
El mundo se ha agitado de tal manera en las últimas horas que, Twitter mediante, parece ser un aluvión incesante de crisis, amenazas, incertidumbre, y postergaciones. Así como nadie ha escapado a la pandemia y su virulencia sanitaria, nadie escapa a sus consecuencias económicas y políticas. Tan es así que nuestro pequeño “paisito”, Uruguay, proporcionalmente no escapa a las generales de la ley. Inglaterra, otrora gran imperio, aun con acuerdo de Brexit logrado, está de rodillas ante la nueva cepa del virus. Los EEUU atraviesan una crisis institucional de tal magnitud que los datos en relación al Covid no son más que una estadística al costado de la pantalla; en especial después de la crisis sin precedentes en el Congreso. Ni hablemos de Brasil o Argentina donde el virus sigue rampante y los manejos políticos y la corrupción están de fiesta en torno al tema vacunación.
Hoy quiero referirme a Israel. Al tiempo que viene vacunando a ritmo vertiginoso (indiscutible, objetivo), al tiempo que Trump & Kushner mediante se han firmado más y más acuerdos de “normalización”, hoy se prepara para su enésimo cierre total, a la vez que el 23 de marzo se celebrarán las cuartas elecciones en dos años, sin mayores expectativas de quebrar el statu-quo que tanto sirve a Netanyahu. Así expresado, daría la impresión de que los éxitos dependen enteramente de la capacidad de los gobernantes (son actos de voluntad política), mientras que las dificultados son consecuencia de las circunstancias: la contagiosidad del virus, y el funcionamiento del sistema democrático. Esto es una falacia: en cualquiera de los casos la voluntad y capacidad humanas son factor determinante de las consecuencias.
Parecería que olvidamos que Israel es, hace ya un buen tiempo, un país “normal”. No podemos caer en el error de visualizarlo únicamente como ideal del Sionismo, como instrumento de propaganda y esclarecimiento, como justificación histórica. Aun con sus jóvenes setenta y tres años, debido a su explosión demográfica y social y su poderío económico-militar, Israel es tan responsable de sí mismo y su entorno como cualquier potencia mundial. Si condenamos lo sucedido en el Congreso de los EEUU, no podemos no preocuparnos por el estado de la nación en Israel cuando sabemos que la Suprema Corte de Justicia ha sido cuestionada y jaqueada por intereses políticos e ideológicos.
Está muy bien sentirse orgulloso del ritmo de vacunación en Israel, de que el país sea líder absoluto en este campo; está muy bien celebrar los Acuerdos de Abraham y sus similares, la apertura de fronteras, turismo, cielos, e intercambio comercial de proporciones millonarias. Al mismo tiempo, sepamos y no ocultemos que el país está paralizado políticamente, que es incapaz de generar un liderazgo alternativo a Netanyahu, y que cada día está más fragmentado y agrietado. En un sistema democrático como el parlamentario, las minorías pueden ser determinantes en el uso del poder y esto es lo que sucede en Israel: sean “los religiosos” o ahora incluso la lista árabe unida, toda minoría se remata al mejor postor. En el camino, quedan las mayorías.
Ya no me asusta que Israel sea un país “de derechas”; me asusta que las voces proféticas ya ni se escuchan. Son débiles ante la vociferación fanática, ante la prepotencia, ante el miedo y la ignorancia, y ante el encandilamiento de los logros del país. Ni la vacunación ni los acuerdos de normalización son “espejitos de colores”; por el contrario, son auténticas joyas llenas de valor y trascendencia, que pasarán a las próximas generaciones. Aun así, es sólo un destello en un panorama mucho más sombrío de lo que queremos admitir. Sabemos, históricamente, que si bien siempre hubo amenazas externas, el mayor poder destructivo para el judaísmo e Israel viene de su seno.
Del mismo modo que la logística de la vacunación ha sido un éxito, la logística de la pandemia ha sido un fracaso; al mismo tiempo que se firman acuerdos con principados millonarios y no democráticos, la democracia israelí atraviesa su peor momento. Citando a Dickens, “es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos”; pero no hay “dos ciudades” (“A Tale of Two Cities”), hay una sola unidad llamada Estado de Israel. No seamos ingenuos y caigamos en el facilismo y triunfalismo de divulgar sólo los logros e ignorar los fracasos (nadie sugiere divulgarlos). Tampoco caigamos en el simplismo histórico de decir que todo lo que sucedió antes de Netanyahu fue un error y hubiera conducido a un desastre; los momentos más gloriosos, heroicos, y moralmente justificados de Israel atraviesan toda su historia. Hoy, siento que estamos en el debe.
Si aspiramos a ser una luz para las naciones no es con fuegos de artificio sino con velas de Januca. Mantengamos el equilibrio y la justa proporción entre nuestras capacidades y logros por un lado y nuestras dificultades y desafíos por otro. El camino del judío, y el de su Estado, es de perfeccionamiento permanente. Un discurso del tipo idólatra e imperial, fácilmente implementado en las redes sociales aludiendo a la grandeza y el destino, no nos hace grandes ni nos asegura nada. Es saber cómo y cuándo actuar, la inequívoca noción del otro, y la confianza en nuestros valores la que nos han traído hasta aquí. Vacunar más o menos rápido es sólo un detalle, no hace a la esencia de la situación porque mientras vacunamos sigue contagiándose y muriendo gente.
Am Israel Jai no es un slogan, es una realidad. Porque siempre supimos estar a la altura de la hora. Nunca hemos vivido sin propósito ni demanda moral; no claudiquemos ahora que, sin duda, vivimos el mejor de los tiempos de nuestra historia.