Bond. James Bond.
Dedicado a mi madre, Ruth.
Está aquello que heredamos y aquello que adquirimos. Está aquello que, heredado, nos ayuda a elegir y sumar a nuestro acervo. Lo que sólo heredamos mayormente morirá con nuestros progenitores; lo que adquirimos difícilmente lo hayamos compartido con ellos. La memoria, probablemente, se sitúe en algún punto medio y difuso en esa categoría de aquello heredado y empoderado. En ella quedará para siempre Sean Connery.
Mi madre ha idolatrado a figuras como Yves Montand o Yosi Banai, el documentalista David Attenborough o el flautista James Gallaway; ninguno ha hecho mella en mí. Al mismo tiempo, jamás pudimos compartir mi pasión por los Beatles, mi distante y respetuosa admiración por Bob Dylan, o mi devoción irracional por Keira Nightley. Sin embargo, descubrimos juntos la poética y la música de Leonard Cohen, y puedo jactarme de haberla introducido en Shakespeare y John Donne.
De lo heredado y empoderado vale la pena nombrar a quienes alcanzan ese podio: Ma. Elena Walsh, Quino, Serrat, Java Alberstein… y Bond, James Bond. Esta categoría de lo heredado-empoderado debe, indefectiblemente, envejecer con nosotros y, con toda la tristeza que supone, también morir un poco. No son íconos suspendidos en el tiempo, son parte de nuestra vida.
Cuando murió la Walsh supe escribir al respecto; tengo en el debe la reciente muerte de Quino. Pero Sean Connery, en su joven esplendor como 007, o en su esplendor maduro en “La Roca” (su “mutis por el foro” entre las ruinas de la mítica Alcatraz en la escena final es un homenaje a sí mismo y su carrera como actor), fallecido en estos días a los noventa años, es tal vez, en esta sutil categoría de la memoria, quien mejor representa aquello que adquirí e hice mío. De hecho, Sean Connery representa eso que tantas veces queremos decirle a nuestros hijos: confía en mí, esto es bueno. Vaya si lo fue.
Reconozco que es fácil engancharse con un actor que no sólo protagoniza sino que encarna (en un sentido casi divino) un personaje que, cine mediante, salió de una novela de espías y se convirtió en signo, sistema de valores, y documentador de la Historia contemporánea. Nada de eso desapareció cuando Connery dejó el personaje, pero nada hubiera sido igual si él no hubiera sido, para siempre, Bond, James Bond. El personaje quedó en manos de otros actores y cambió, por un tiempo se caricaturizó, supo ser más sombrío, más pasteurizado, más fantástico; Sean Connery no sólo dejó fijado el patrón de medida de todos los James Bond por venir, sino que, liberado del personaje, demostró lo gran actor que supo ser.
Sean Connery se debía esa movida porque, a diferencia de Harrison Ford con los personajes Indiana Jones o Jack Ryan, por ejemplo, él había nacido como actor con el personaje. Trascenderse a sí mismo es tal vez uno de los desafíos más grandes de cualquier ser humano con logros más o menos meritorios; la mayoría no lo logra. No en vano vemos tantos artistas reeditando sus éxitos hasta la senilidad en aras de un sustento. La carrera de Connery fue ascendente y su vida termina con él haciendo de sí mismo. Entre aquello de lo heredado y lo empoderado, éste es el tipo de legado que empodera.
Creo que ninguna escena representa con mayor maestría este persona(je) que se erige por encima de su propia realidad y representa los mejores valores de su tiempo y generación, a la vez que es legado para las que lo siguen. En la versión de “Robin Hood” de 1991, con Kevin Costner, Morgan Freeman, y Alan Rickman, Sean Connery encarna a Ricardo Corazón de León en una brevísima y sorpresiva escena final, bendiciendo el matrimonio de Robin y Marianne (Mary E. Mastrantonio). Sólo un actor de su talla podía sostener una escena que dura unos segundos, darle sentido de humor y trascendencia, y una vez más, con la auto-estima intacta de los grandes, hacer mutis por el foro y dejar a las nuevas generaciones a cargo de cerrar la historia.
Con Sean Connery se van cerrando más capítulos de vidas que amamos, de recuerdos que atesoramos, pero sobre todo se acentúa esa compleja noción de lo efímero conjugado con lo permanente; una noción difícil de aceptar. Si tan solo uno pudiera esbozar la sonrisa irónica, cómplice, como él supo en la mayoría de sus interpretaciones, tal vez podríamos tomarnos las cosas un poco menos dramáticamente. Siendo uno como es, tal vez por un momento trascendiéndonos a nosotros mismos, aspirar a su inconfundible aplomo: Bond, James Bond. Si no el nombre, por cierto el tono.
In Memoriam Sean Connery