7 Días en Entebbe

En una de esas búsquedas de “algo para ver”, o “zapping”, aparece en Amazon Prime un título que nos despierta curiosidad: “7 Días en Entebbe”. Me pregunto, ¿cuál de aquellas tres películas del final de los setenta será ésta película? Resulta que es de 2018. Me asalta otra pregunta: ¿a qué viene una película sobre Entebbe en 2018, más de cuarenta años después del suceso que narra? ¿Cuál es la relevancia? El episodio Entebbe ha sido largamente superado por la historia de estos cuarenta años. Tal vez sea eso lo que viene a rescatar esta película de bajo presupuesto; pero, por bajo que sea, no hacía falta hacerla.

Sin embargo, alguien pensó que valía la pena hacer una película: armar locaciones, pagar actores como Rosamund Pike (futura Madame Curie, uno supondría que su cachet no es despreciable), Daniel Brhul, un ascendente actor alemán, otros actores menos conocidos de diversas nacionalidades, y un director brasilero, José Padiha, que con esta película seguramente hipotecó sus chances de ser contratado nuevamente. No sé si la contratación de la BatSheba Dance Company israelí haciendo la coreografía de Ohed Naharin sobre el clásico de Pesaj, “Ejad Mi Iodea”, supuso un costo adicional.

La operación militar en Entebbe, Uganda, fue la respuesta de Israel al secuestro de un avión de Air France en su escala en Atenas rumbo a Tel-Aviv con amplia mayoría de israelíes a bordo. El avión fue desviado a Uganda, desde donde se comenzó a negociar la liberación de prisioneros palestinos a cambio de los rehenes, bajo la protección del dictador Idi Amin, cuya mala fama adquirió ribetes tragicómicos. Al cabo de una semana, cuatro Hércules de la Fuerza Aérea israelí con soldados de elite comandados por  Ioni Netanyahu (hermano del actual Primer Ministro) aterrizaron en Entebbe y liberaron a los rehenes. Después del anti-clímax que supuso la Guerra de Iom Kipur en 1973, “Entebbe” fue un éxito en la historia militar israelí, comparable, en menor escala, a la Guerra de los Seis días nueve años antes.

La  película es muy mediocre. La actuación de Bruhl es intensa y mala, la de Pike es intensa y algo más verosímil, pero ambos personajes son almas perdidas en un mundo en el que creen pero al cual no pertenecen. Los europeos, en especial las Rosa Luxemburgo como el personaje de Pike, siempre tuvieron una fascinación fatal con las causas palestinas u otras similares, y jugaron un rol central en aquellos años de secuestros de aviones y otros atentados. Hasta que las medidas de seguridad los neutralizaron, como los muros neutralizaron las Intifadas. Pero en aquel tiempo sembraron terror en Occidente. Entebbe fue un revés ejemplar, difícil de igualar; en contraste, la operación comando ordenada por el Presidente Jimmy Carter en 1979 para liberar a los rehenes en Irán fue un vergonzoso y rotundo fracaso.

Releo lo que he escrito y me doy cuenta que acaso uno de los méritos de la película es la nostalgia. Describe una suerte de mundo “jurásico”, que ya no existe, aunque como demuestran las consiguientes secuelas de la fantasía prehistórica, siempre puede a volver a desatarse la pesadilla. El terrorismo ha adquirido nuevas habilidades y capacidades: los atentados a las Torres Gemelas de NYC el 11 de setiembre de 2001 así lo demuestran. Hubo actos de heroísmo que impidieron una tragedia mayor, pero los EEUU no tuvieron su “Entebbe” propio y han sido atacados en su territorio y en sus embajadas, como Benghazi en 2012. En otras palabras, cambian las formas, pero no el contenido: las reivindicaciones de unos justifican los actos de otros.

“Entebbe” en su versión 2018 está despojada de todo heroísmo. Adhiere inequívocamente a un discurso simplista pro-palestino, que vincula el Holocausto judío con la causa palestina a través de una conexión no sólo absurda sino, como se demuestra, peligrosa. Dibuja un par de alemanes simplistas y culposos, llenos de emoción contenida y rabia resignada. En contraste, los colegas palestinos de la operación son fríos, estratégicos, y sabios: conocen su destino, conocen su enemigo. Lo que para los alemanes son pancartas, en manos de los palestinos de turno son armas de fuego. Ambos sucumben, al ritmo de la danza y los tambores, al fuego israelí, como una suerte de cordero pascual sacrificado en aras de La Causa.

“Ejad Mi Iodea”, cuya coreografía, música, y letra es el trasfondo de la película, no es una manifestación de fe judía sino una enumeración de mito y simbología judía; son trece elementos o valores sobre los cuales el judaísmo se sostiene. Acaso se quiera insinuar que el heroísmo de los comandos está apuntalado por esta danza casi primitiva (de la cual siempre alguien quiere escapar pero no puede), siendo que ellos se ofrecen como corderos de sacrificio y el propio Ioni Netanyahu es efectivamente sacrificado (muerto por balas ugandesas). Cualquiera sea el simbolismo que se buscó, la resolución, el montaje, es pésimo, no convence. Es casi una producción juvenil para un festival inter-colegios.

En definitiva, la película muestra a un gobierno israelí entre ingenuo (Motta Gur), calculador (Shimon Peres), e idealista (Rabin). Se sostiene en este último para señalar a Israel como país belicista en cuyo seno la voz profética del pacifista Rabin será callada por el magnicidio en 1995. Las leyendas finales se “quejan” de que nada ha pasado entre 1976 y 2018 en relación a los palestinos e Israel; craso error considerando Oslo, Madrid, Rabin-Peres, Barak, Olmert, y las 1ª y 2ª Intifadas. Está claro que en 2018 nadie preveía ni por asomo los Acuerdos de Abraham recientemente firmados, pero una vez que esto ha sucedido, cabe preguntarse quiénes son los que no se mueven, los que corren todo el tiempo en el lugar (coreografía durante los créditos de la película). Como se sugiere en la coreografía final, hay quienes corren en el lugar y no avanzan y hay quienes avanzan, entre sumisión, tortura, y liberación en aras de un futuro. Pero como en todo discurso, cada uno puede tener el suyo o apropiarse del ajeno.

“7 Días en Entebbe” se apodera del discurso judío de la Shoá y lo pone en boca de los palestinos, a quienes muestra tan pasivos como ovejas en camino al matadero (ellos saben, intuyen, que los israelíes están en camino), y construye una traspolación artificial y forzada entre un hecho histórico, la Shoá, y una coyuntura geopolítica multi-causal. El único logro de la película yace en la canción de la Pascua judía, su poderosa coreografía, y su noción de destino irrenunciable, aun cuando quedan todos “desnudos”, como si fueran a entrar en las cámaras de gas. Un lugar al que nunca ningún palestino entró.