De Dubái a Jerusalém
Más allá de todo tecnicismo y formalidad, la normalización de relaciones entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) tiene para mi connotaciones geográficas subjetivas. Se vincula con eso que algunos llaman “mi lugar en el mundo” y que generalmente no es el lugar donde habitan o han vivido mayormente, sino un hábitat donde prima la soledad y hasta cierto desarraigo.
He vivido en Uruguay casi toda mi vida excepto algunos años de estudio en Israel. En ambos tengo “mi lugar en el mundo”. En Uruguay supo ser alguna playa solitaria y de horizonte despejado, como la de Las Grutas en Punta Ballena; o la sierra arachana llegando a Melo. En Israel supo ser Sde-Boker, concretamente la vista de Najal Zin desde las tumbas de Ben-Gurion; y más tarde Ein-Gev, a orillas del Mar de Galilea, bajo los eucaliptus de Noemí Shemer que se agitan al compás del agua bajo los vientos vespertinos.
“Mi lugar en el mundo” no es un mero y abusado cliché. A nivel cotidiano, todos tenemos un espacio que no es el hogar pero donde nos sentimos nosotros mismos, tendemos a estar solos con nuestra alma, y la intensidad del lugar está pautada por la relativa brevedad del tiempo. No seré tan prosaico como para decir que un gimnasio aplica a esa categoría, pero bien podría. Seguramente lugares como una librería, con toda seguridad un cierto café. El “lugar en el mundo” debe combinar una función específica por la cual acudimos pero una noción vaga y ausente de por qué nos quedamos.
Israel es en cierto sentido “nuestro lugar en el mundo” como judíos. Cuando me hice adulto y adquirí cabal noción de tiempo y espacio, aun cuando llegar a Israel se hizo mucho más corto, empecé a darme cuenta cuán remoto estaba, cuán arrinconado, y cómo de algún modo esa era la última frontera (de un judío). Excepto desde el mar, casi no se llegaba a Israel. No en vano, veíamos los grandes aviones llegando por sobre el centro de Tel-Aviv, a minutos de aterrizar. Israel era el final de un camino. Israel nunca fue un hub, siempre fue un destino (metáfora aeronáutica del Sionismo).
De un día para otro, ahora puedo imaginar un vuelo hacia el Este. Un vuelo que sobrevuele un desierto, no un mar, y que acerque a Occidente ese Oriente Medio tan hostil y ese Lejano Oriente tan remoto. Lo estoy imaginando y pensando como si yo estuviera frente a mi viejo mapamundi, como si fuera un niño. Porque aunque Israel tiene hace ya muchos años tratados de paz con Egipto y Jordania, lo que estos tratados permitieron fue cerrar un origen de confrontación; pero el acuerdo con los EAU abrirá las puertas del tesoro de Ali-Babá, aun si con sus cuarenta ladrones: la normalidad.
No voy a repetirme con las ventajas económicas y tecnológicas, turísticas y culturales, y todo el potencial concreto que este acuerdo (y los que se sumen) puede traer consigo; hay gente que sabe explicarlo mucho mejor, y está más interesada en venderlo como propaganda. Tampoco voy a regocijarme con la soledad en que ha quedado la causa palestina a fuerza de una obstinación suicida: cuando todo a su alrededor parece abrirse, ellos quedan más aislados, solos, y encerrados que nunca. O dicho de otro modo: geográficamente están en el mejor lugar (el suyo), pero políticamente están en su peor momento. Con el acuerdo, si se sumara Arabia Saudita, permitiría por primera vez en la historia moderna una masa de tierra continua en paz desde el Mediterráneo hasta Golfo Pérsico. No sólo es una visión estratégicamente muy potente, sería una realidad humana que hasta hace pocos días no podíamos haber imaginado. Sería una pena que los palestinos queden por fuera de esta ecuación.
Pero no quiero hablar de eso. Tampoco sé si alguna vez volaré a Dubái, aunque es muy probable que se nos abran opciones más rápidas y competitivas para llegar a Israel por ese lado. Como sea que suceda, me quedo con la noción de que a uno de mis lugares en el mundo le han ampliado los horizontes. Que podemos volar hacia la salida del sol, así como hasta ahora lo perseguíamos en su poniente a través del Mediterráneo, rumbo a Sefarad. La Tierra se ha vuelto más redonda para Israel, y también para los judíos. Si Israel siempre fue un centro espiritual, un centro político e institucional desde su fundación, hoy ha quedado ubicado, en su conexión con los EAU, como un centro geográfico.
Todo esto tiene algo de especulación fantasiosa e idealista. Sólo el tiempo dirá cómo se procesan estos acuerdos. Da la impresión de que por sobre las ideologías, la historia, y sus pasiones y odios ancestrales, la veta de la oportunidad económica ha primado esta vez. Ojalá que no sea la última y que seamos testigos de un cambio que la Humanidad no había visto por siglos. Desde este rincón del mundo en el Río de la Plata, desde donde podemos manejar hasta dónde alcance el continente, celebro que las fronteras se abran e Israel esté un poco menos sola en el vecindario.