La Semana en Dos Nombres

Al comenzar esta semana me he sentido un poco como Marshal T. Meyer: en una mano la Biblia, en la otra el diario (hoy, el celular y las redes sociales). Escribo cada semana un breve comentario a la porción semanal de la Torá, y escribo editoriales mayormente sobre la vida judía. Esta semana me desafía a acometer la realidad y comprometerme con ella. No que en estos meses haya eludido el tema de la pandemia; es más, he abusado del mismo; pero la pandemia es una realidad onírica, será un episodio en la historia, tendrá sus consecuencias, pero no es la forma en que vivimos o viviremos. Por eso es tan excepcional. Cuando hablo de realidad hablo de procesos históricos, de opinión pública, y de concepto e ideal de sociedad; aquello que subyace siempre y que nace de nosotros, no aquello que se nos impone arbitrariamente.

Dos hechos marcaron la agenda de la semana: la renuncia de Ernesto Talvi a la actividad política activa, y el destape del lado oscuro de la vida de Daniel Viglietti. Este último representa, como figura pública y artística, un país y una sociedad de la cual veníamos, mientras que el economista representa un país y una sociedad a la cual aspiramos. Resulta que ninguna es tal cosa: ni Viglietti representa los más altos valores (que parece que se le han querido adjudicar), ni Talvi resultó ser el vehículo adecuado para las transformaciones que prometía. Viglietti está muerto hace tres años, Talvi acaba de suicidarse políticamente, tal como dijera Luis Costa Bonino en sus tweets. Pero el país, su historia, y su sociedad, siguen su curso y al final del día (o del tiempo) su naturaleza se configura a través de miles de decisiones que tomamos como individuos. Si un país tiene el gobierno que merece, una sociedad es producto de la combinación de sus individualidades.

Es mucho más fácil hablar de la “crónica de una muerte (política) anunciada” de Talvi que del Viglietti violador. Para empezar, porque Talvi no cometió ningún crimen, y según dicen, Viglietti sí. No quiero juzgar hechos, me permito cuestionarme oportunidad: es más fácil hablar de Talvi porque sucedió ahora, todos fuimos protagonistas, su carrera fue profusamente cubierta por los medios, y sus decisiones exhaustivamente juzgadas. Lo de Viglietti refiere a cincuenta años atrás, fue ocultado celosamente, y no sólo él ya no vive para escribir una carta, sino que todo lo que representó ha quedado, si no perimido, al menos reducido a baluartes políticos e ideológicos muy específicos y obcecados; es reliquia. No en vano la Senadora Carolina Cosse eliminó un tweet de elogio en el aniversario de su nacimiento, porque la ideología de izquierda radical no condice con el feminismo radical; hay que elegir.

Debo confesarme (lo hice en ocasión de su muerte) admirador de la obra de Viglietti en general, y de algunas de sus canciones en particular; aun si lo que dice la letra no es “verdad”, sigo pensando que “El Chueco Maciel” es una de las mejores canciones compuestas por un uruguayo. Crecí con Viglietti, los Olimareños, y Zitarroza en el horizonte, aunque su prédica nunca fue la mía o de mi familia; del mismo modo, empecé a ser culto por mérito de mis padres, Jaime Yavitz (de bendita memoria), y el Teatro El Galpón que ponía “Fuenteovejuna” o “Madre Coraje”. El Uruguay post-dictadura suavizó los discursos, renovó la estética, y atomizó la cultura. Viglietti quedó patrimonio de una Izquierda simplista y revolucionaria, mientras que los propios revolucionarios (los de “la sangre de Tupac”) entraban en la política y llegaban a la Presidencia. Viglietti siguió viviendo como pudo de sus recitales, sus programas de radio y TV, de su nostalgia, como tantos políticos viven de sus progenitores. Se llevó sus secretos a la tumba, pero parece que no eran tan secretos. Si algo hemos aprendido es que torturadores y violadores puede haber en todos lados. Dudo que a Viglietti le llegue castigo alguno; para algunos de nosotros él es sólo algunas canciones muy buenas, para otros el recuerdo de una juventud militante, para unos pocos un símbolo de algo. Literalmente, ya fue.

Por otro lado, confieso que voté a Ernesto Talvi en las Internas de 2019 con el ánimo de no dejar el Partido Colorado en manos de Julio Ma. Sanguinetti. En un primer momento mi movida pareció brillante. En Octubre, menos; y para Marzo era evidente que Talvi se equivocaba una y otra vez. Sus errores están largamente reseñados. Me invade hoy, al otro día de su renuncia, una empatía profunda por el estrepitoso fracaso de un hombre brillante que, como él mismo dijo, no supo conocerse a sí mismo lo suficiente como para saber dónde podía incidir y dónde no. Tampoco puedo aventurar presunciones respecto de su personalidad, pero cualquiera sea, hoy sin duda está muy mellada, por decirlo delicadamente. Entiendo que sus compañeros de agrupación tengan que entenderlo y justificarlo, pero la orfandad en que los ha dejado es desoladora. Todo el Partido Colorado ha quedado en manos de un político brillante, egocéntrico, poderosísimo, que con sus años a cuestas parece empeñado en no permitir que su partido político vuelva al primer plano. Así como gobernó un siglo, no gobernará en el siglo XXI.

Talvi, Sartori, Novick, quisieron hacernos creer que la política es de los más capaces, de los más poderosos, de los más originales. Pero la política es de los más tenaces, los más vocacionales, y los más pragmáticos. Nadie está exento de valores e ideologías, pero la política es acerca de solucionar los problemas de una sociedad, un país, “la gente”. Por eso paga el clientelismo político, y por eso se paga con la derrota electoral la honestidad intelectual. Excepto momentos muy especiales cuando una sutil coyuntura permite acceder al gobierno algún dirigente ocasional que conjuga visión, ideología, y pragmatismo: Lacalle Pou hoy, Jorge Batlle hace veinte años.

Entonces, también Talvi ya fue. Mientras que Viglietti está largamente muerto y enterrado, Talvi demandará un duelo entre sus seguidores, su partido, y el país todo. Algún aprendizaje sin duda dejará. Dudo que en cinco años cuaje cualquier propuesta “fuera de la caja” por profesional y prolija que sea. Tal vez hayamos aprendido que las estirpes políticas pueden tener su valor, aunque tengan sus vicios. Hasta el Frente Amplio quiso usar la estirpe de Sendic; a propósito, Sendic todavía no “fue”… Así como la Izquierda alimentadora de mitos tendrá que hacerse cargo de su ídolo de otrora, Viglietti, el progresismo liberal y académico, la versión “millenial” de los “doctores” de antaño, tendrá que hacerse cargo del fracaso de su proyecto más ambicioso, Talvi.

Mientras tanto, la pandemia todavía “no fue”, y lo peor, dicen, está por suceder. Dejemos en paz a los muertos, sean muertos políticos y muertos de verdad, porque ya todo está dirimido. Talvi ya no incidirá ni siquiera desde los almuerzos de CERES, y Viglietti sólo seguirá cantando en M24 junto a la chillona voz de Benedetti. Porque ya nadie “viene del odio”, vamos hacia la indiferencia.