Vivencia

Parece instalarse el dilema entre lo presencial y lo virtual. Como dijera Pipe Stein en su charla en el Tikun de Shavuot de la NCI de Montevideo, la herramienta del Zoom estaba ahí, disponible; pero sólo la usaban aquellos que siempre están pendientes del último recurso tecnológico; de un día para otro, fue más popular que el fútbol (que por su parte, desapareció).

La tecnología permitió que los gobiernos llegarán más rápido y eficientemente a cubrir las necesidades de determinados grupos; permitió segmentar, focalizar, y sobre todo, actuar. En el mundo comunitario, las instituciones cerraron sus edificios pero rabinos, dirigentes, docentes, profesionales, todos pudieron sentarse junto al prójimo para asistirlo, charlar, y ocupar su tiempo. Más aún: desde el punto de vista religioso, la liturgia pasó a ser un acto remoto pero privado (cuando habitualmente es un acto público y presencial), permitiendo que muchos que jamás irían a una sinagoga accedieran a contenidos de esa naturaleza. El mundo se detuvo y de pronto no sólo hubo tiempo, sino que todo se relativizó. Perdido por perdido, porque la pandemia nos privó de mucho más de lo que jamás hubiéramos imaginado, qué tengo para perder, se dijo cada uno. Es sólo un click. O dos. O tres.

Sin embargo, y aunque en el futuro algunas actividades probablemente prevalecerán en su versión virtual, no ya por la pandemia sino por otros beneficios que la virtualidad conlleva, el absurdo virtual no será posible. En el segundo episodio de la cuarta temporada de “The Big Bang Theory” la virtualidad es llevada al extremo cuando Sheldon construye una “Mobile Virtual Presence Device” para evitar salir de su habitación y así vivir eternamente. La sucesión de situaciones no sólo es exasperante en sí misma, sino que termina en fracaso una vez que Sheldon se da cuenta de que no puede vivir una experiencia imprevista si no es de forma presencial.

De igual modo, nadie imagina que las visitas a los museos, o la experiencia de ir al teatro o al ballet o a un concierto, puedan ser sustituidas por visitas o espectáculos virtuales. Lo que disfrutamos hoy gracias a la tecnología no deja de ser un placebo; no es la experiencia real. Aun sin el factor tecnológico, la razón de ser de todas las artes yace en su valor catártico y este no puede darse si no es presencial. Uno ha escuchado a Los Beatles miles de veces en grabaciones de todo tipo y fidelidad, pero nada sustituye haber escuchado la voz amplificada de Paul MacCartney en concierto; no era verlo, era sentirlo.

Por todo ello, o tal vez sólo por eso, una vez que el Covid-19 esté bajo control (lo que sea que eso signifique), estoy seguro que volveremos a reunirnos en torno a las mismas experiencias que supimos relevantes antes de la pandemia y que ésta sólo nos obligó a postergar o adaptar. Sumaremos recursos y creatividad para congregarnos, y no dudo que sumaremos la dimensión virtual a la congregación. Pero jamás podremos renunciar, si realmente queremos pertenecer y ser parte, a estar físicamente presentes. Por nosotros mismos, y también por todos aquellos que por un motivo u otro no puedan hacerlo y para quienes lo virtual será su consuelo, y nuestra experiencia vivencial su inspiración.