«Vientos de Agua»: alegoría de inmigrantes.
“Vientos de Agua” es una serie de Juan José Campanela con los Alterio, padre e hijo, y Eduardo Blanco como protagonistas, sumado a un elenco muy respetable. Al final de los trece capítulos, ha resultado una experiencia artística de calidad, profunda, y muy honesta. Acaso todos los capítulos no sean parejos, algún personaje protagónico no terminé de redondearse, pero es un proyecto ambicioso que dice y cuenta mucho pero sobre todo deja mucho sugerido.
¿Qué tiene que ver una historia de inmigrantes españoles en Argentina con la celebración del Día de Independencia de Israel, Iom Haatzmaut? No me preocupa que me reprochen un spoiler cuando la serie es mucho más que su desenlace, si puede decirse que lo haya; el juego onírico del último capítulo, su principal virtud, deja abierto a nuestra imaginación y sentimientos el cierre (o no) de la historia. Porque, en definitiva, las historias de inmigrantes no tienen cierre a nivel nacional, y porque la mayoría no ha tenido el privilegio de Andrés Olaya de volver a su pueblo. “Vientos de Agua” construye una vida como una suerte de alegoría de todas las grandes tragedias migratorias mundiales.
Andrés Olaya vuelve a su Asturias natal setenta años después que escapara de aquella España en vísperas de la Guerra Civil. El Estado de Israel cumple setenta y dos años de formal existencia. Setenta años es mucho tiempo en la vida un hombre, y en definitiva Israel ha sido la suma de la vida y muerte de muchos hombres y mujeres. En setenta años Andrés Olaya aprende a leer, aprende un oficio, construye una vida diversa y variada, muchas veces a contrapelo de su propia naturaleza y herencia cultural. Es un sobreviviente, un hombre que elige la vida, y un hombre que sólo vive dentro de un colectivo, lo que él mismo llama, muy al principio, su “familia”.
Setenta y dos años es mucho tiempo en la vida un Estado como Israel. El proyecto sionista que lo gestó no llega a ciento cincuenta años. Pero como le señalara Ben-Gurión al Secretario de Estado Jack F. Dulles en la muy famosa anécdota, cada niño judío sabe quién lideró la salida de Egipto, cuánto duró la travesía, y cómo se comportó el mar. En la memoria colectiva judía el tiempo se comprime: los setenta y dos años del Estado soberano cargan consigo tres mil trescientos años de mitos e historia. Tal como los cargaba Andrés Olaya a lo largo de su vida, que se comprime, guión mediante, en la vida de su hijo y de sus nietos, y en la suya propia, cuando incrédulo, casi a regañadientes, como los hijos de Israel que protestaban en el desierto, él finalmente vuelve a su tierra.
Como escribiera Antonio Machado, español paradigmático, “converso con el hombre que siempre va conmigo, quien habla solo espera hablar a Dios un día” (“Retrato”): Andrés Olaya lleva años hablando solo y esperando “hablar con Dios”, metáfora que bien puede aplicar a al pueblo judío en su largo derrotero de exilios y des-exilios. La creación del Estado de Israel hace setenta y dos años sólo se entiende si se puede conversar con Dios, eso es una cuestión personal, pero también con los personajes que poblaron nuestras vidas como judíos. Esa ha sido nuestra tradición, nuestro diálogo permanente a través de las generaciones. Ahora podemos, como Andrés Olaya, volver a nuestra tierra y reconocer, si no todo (porque han venido otros a habitarla también), por lo menos los signos y señales que nos permitirán seguir adelante.
Sin embargo, creo que lo más relevante, más allá de toda esta disquisición simbólica y metafórica, tal vez un poco forzada, pero aún así creo yo valedera, es el genuino deseo de volver a la tierra de uno. Que los cierres ocurran donde todo empezó, donde el pasado se entierra en las profundidades de una mina, en las entrañas de la tierra que, como dice el texto bíblico, “devora a sus moradores” (Números 13:32). La añoranza supera la tragedia, la destrucción, la desolación; el regreso a casa (la casa seguía en pie para los Olaya) es un valor en sí mismo, un fin que trasciende el fin físico y personal de un individuo. Andrés Olaya no quería su vieja casa, quería su geografía.
En este sentido, en boca de Andrés Olaya anciano surgen algunos de los grandes conflictos de cualquier exilio y cualquier retorno: el “para qué”, la inminencia de los cambios, las viejas pasiones intactas pero irrelevantes, los odios convertidos en impotencia y hasta misericordia, la compasión, y la paz interior. Por último, muy último, la posibilidad de contar la historia. Finalmente Andrés se sienta con Ernesto y le dice, “tengo algo que contarte”. Tal vez esta sea la gran diferencia: los judíos siempre nos hemos contado las historias; acaso sólo la Shoá tomó más tiempo en salir a la luz pública, pero la noción de relato es inherente a lo judío. Andrés Olaya no tenía esa noción; él fue arrancado de su tierra donde su familia había vivido y muerto por generaciones. De hecho, se ayudaban a morir.
Las historias de exilios y retornos atraviesan los pueblos. Los judíos hemos estado literalmente dos mil años en el exilio, y antes de eso, también. En términos de gran historia, setenta y dos años parecen insignificantes; pero con todos los desafíos y dificultades que yacen delante, con toda nuestra aspiración de justicia y ética, confrontada por la compleja realidad, nunca antes habíamos podido celebrar este tipo de acontecimientos durante tantos años. Como Andrés Olaya, cada uno de nosotros ha elegido la vida y sus vicisitudes, pero al final del día queremos, y podemos, volver a la tierra de donde algún día salimos para, también como los Olaya, poder elegir.
Por todo esto Iom Haatzmaut no es una celebración meramente histórica, política, o ideológica. Es una celebración tan humana como la libertad de poder volver a dónde todo comenzó, conversar con los fantasmas y el pasado, abrir nuevas oportunidades de cierres. Cierres que nuestros abuelos ni imaginaron. Porque ellos no venían ni de Polonia ni de Rusia ni de España ni de Turquía ni de Marruecos; ellos venían de aquel rincón del Mediterráneo, tan insignificante como el pueblo asturiano de los Olaya perdido en la montaña, mal llamado Canaan o Palestina, la tierra de Israel.