Auschwitz & Jerusalém
El 75º aniversario de la liberación de Auschwitz, fecha elegida por la ONU como “Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto”, trajo consigo este año dos fenómenos diferentes a otros años desde que fue instituido el 1 de noviembre de 2005.
Por un lado, Twitter y otras redes sociales mediante, un caudal enorme de información y manifestaciones de todo tipo. Depende de cómo uno configura sus redes, pudo leerse desde la compasión, la adhesión, y el repudio más terminante, a la negación, el antisemitismo, y la xenofobia más aberrantes; esto último lo intuyo, ya que no suelo seguir a antisemitas en Twitter.
Por otro lado, la gran novedad este año 2020 de la era cristiana ha sido la “cumbre” en Jerusalém, la ceremonia en Yad Vashem, los discursos que se sucedieron (todos con valores propios e idiosincráticos), y la oportunidad de voces judías expresadas desde la soberanía nacional judía en Israel, más específicamente, en su (cada vez menos) controvertida capital, Ierushalaim. Esta cumbre ha sido un evento único en la historia, cuyas imágenes serán tan icónicas como aquella de Herzl saludando al Kaiser alemán en el camino a Jerusalém…
Muy aplaudidos y celebrados fueron los discursos de sus majestades el Rey de España, el Príncipe de Gales, el Presidente alemán… Pero yo elijo privilegiar los discursos de Reuven Rivlin, Presidente de Israel (Jefe de Estado), del Gran Rabino Lau, y por su cargo, del Primer Ministro Netanyahu, aunque a él ya lo hemos escuchado suficiente y sus discursos están cargados de vicios políticos y electorales. Como nunca antes, y desde una locación única, controvertida pero fuertemente simbólica, los judíos hemos podido decir tanto a tantos dignatarios juntos y al mundo entero. Celebro lo mediático del encuentro, celebro su concreción, celebro hasta las anécdotas como la discusión entre el Presidente Macron y las fuerzas de seguridad israelíes o el traje fuera de tono del Presidente Fernández de Argentina. Vuelvo a citar la inolvidable frase de Tal Brody, basquetbolista americano-israelí de los años setenta, cuando dijo: “estamos en el mapa”. Nunca tan cierto como este enero de 2020.
Sin embargo, y con todo lo histórico y relevante que ha sido la cumbre, hay algunos elementos que me irritan.
Toda esta trascendencia, exposición, y sensibilidad en torno al Holocausto nos coloca a los judíos, las víctimas primeras y últimas del fenómeno histórico conocido como la Shoá, como sujetos pasivos. Auschwitz fue liberado por la Unión Soviética, pero los judíos que allí estaban, los sobrevivientes, seguían siendo las mismas “ovejas” que fueron al matadero. Sólo que algunos de ellos llegaron a salvarse. Así como el destino de los judíos estuvo en manos del antisemitismo europeo y la maquinaria de exterminio nazi, el final de la tragedia queda relatado desde el lugar de los triunfadores de una guerra imperialista, no desde el lugar de las víctimas.
La presencia en Jerusalém del Presidente de Argentina Alberto Fernández en su primer salida al exterior me resultó de un cinismo feroz. Mientras en su país siguen impunes los crímenes de la Embajada de Israel, AMIA, y Nissman (por mencionar crímenes de naturaleza antisemita únicamente), el ahora Presidente y antes mano derecha de los Kirchner, hacía RRPP en el seno de una cumbre que precisamente condenaba, por lo menos simbólicamente, la causa de esos crímenes impunes en su país. El traje gris fue el menor de los problemas con la presencia de Fernández en Israel; podía haber tenido la delicadeza de elegir otro marco donde hacer su presentación en la sociedad de los dignatarios del mundo occidental.
Por último, decir que las cumbres tienen algo “societero” en su naturaleza, algo de encuentros de elite, de ostentadores de poder. En general, uno supone que los temas llegan largamente negociados y se trata de escucharse unos a otros (lo cual en Jerusalém sucedió con creces y merece toda nuestra alabanza), pero en general las cartas ya están echadas. Las cumbres no modifican las políticas de ningún país, a lo sumo ratifican las existentes o, en el peor de los casos, echan por tierra las buenas intenciones de los negociadores. Son oportunidades de conocerse entre líderes, establecer cierta confianza, y figurar en la foto; como cuando el Presidente de los EEUU Donald Trump codeó a un dignatario europeo para quedar ubicado en primera fila. Las cumbres son una acumulación de egos.
Desde esa perspectiva, una cumbre por la liberación de Auschwitz condena todo lo que Auschwitz ha venido a representar, pero a la vez banaliza la Shoá. Auschwitz es la punta del iceberg cuya mayor parte se sumerge en las profundidades insondables del mar de la perversión humana. Las víctimas de esa perversión fuimos los judíos y la liberación de Auschwitz, más tarde que temprano, no redime a nadie; sólo puso un fin a una barbarie.
Que finalmente, parafraseando al profeta Isaías, “la justicia venga de Sión y la palabra de Ierushalaim”, es justo, es histórico, es trascendente, relevante, y supone un cambio de paradigma. Pero aún así, es un poco tarde.
No sólo eso: el antisemitismo campea en Europa, en los EEUU, y en el mundo todo. Asociar antisemitismo con xenofobia y crímenes de odio es didáctico, legitima la lucha contra el flagelo, pero al mismo tiempo minimiza la esencia del mismo: que el odio al judío es por su mera naturaleza. No es generalizando y agrupando bajo un mismo paraguas los diferentes odios genocidas que han asolado a la humanidad que los combatiremos, sino expresando toda su singularidad. Aunque sean expresiones del mismo mal, cada cual tiene su historia. El relato que salió de Jerusalém en enero de 2020 no fue el relato de la Shoá, sino el uso de la misma con fines diplomáticos y políticos.
Con todo su valor, las heridas no sanan con las palabras en una cumbre. Se necesitan generaciones con discursos alternativos y lamentablemente éstas todavía no han nacido.