Cierres

El año que finaliza hoy comenzaba unos días antes del día oficial con la inesperada muerte (para mí) de Amos Oz z’l. Una mañana de sábado (porque los poetas mueren en Shabat, como dijo su hija Fania en Tzavta), supe, con esa prontitud única que caracteriza a Twitter, que el autor que había marcado mi última década había enmudecido para siempre. Acaso, como Gardel, cada día cantará mejor, en el sentido que sus palabras resonarán para siempre como los grandes clásicos y sus grandes ideas; pero ya no volverá a decir. Por eso, 2019 comenzó el 28 de diciembre de 2018.

Del mismo modo, el año terminó el pasado 12 de noviembre cuando mi padre, Iosef z’l, hijo de Pinjas y Sara Silberstein, hermando de Rodolfo z’l, esposo de Ruth, y padre de Dalia y mío, terminó de morirse. Él ya había dejado de hablar hacía largo tiempo; más triste aún, hacía largo tiempo que no podía comprender la realidad que le deparó el destino. Él, que se empeñó en entenderlo todo, fue resignado al silencio, la mirada perdida o vacua (que no es lo mismo pero es igual), y la dependencia de terceros. Todavía rescato algunas alegrías de este año tristísimo: la boda de su nieta, mi hija, a la que quiso ir (acaso su último acto de voluntad expresa), y alguna palabra de aliento y reconocimiento, las mismas que escasearon tanto a lo largo de nuestra vida juntos.

A pocos días de los Shloshim de mi padre publiqué en The Times of Israel, en mi Blog, una aproximación a vincular las dos pérdidas en el contexto de la historia de mi vida, la de mi familia, y la de mi pueblo en el siglo XX ( https://blogs.timesofisrael.com/closure/ ). No voy a repetir el intento aquí, ahora en español; son de esos intentos que, si son medianamente exitosos, lo son una sola vez. Siendo mucho menos ambicioso que hace escasos veinte días, mucho más prosaico y llano, baste con decir lo siguiente: abrí mi década leyendo la obra mayor de Amos Oz, “Historia de Amor y Oscuridad”, y la cierro habiendo sido honrado con la visita de su hija Fania y su yerno Eli. ¿Qué círculo podía completarse con más perfección semántica? Mi padre vino a morir con Fania y Eli cerca, y con ellos la presencia de toda una historia común a la vez que ajena condensada en mi experiencia personal. No intransferible, por eso los intentos de trasmitirla.

Heredo de mi padre, armado por mi madre, un collage de fotos suyas del año 1951: su primer viaje a Israel al Majón LeMadrijim. En ese tiempo el adolescente Amos estaría en vísperas de abandonar su Jerusalém natal para convertirse en pionero en el kibutz Hulda; mi padre llegaba a Israel ya convencido de ser “jalutz”, sueño que realizaría algunos años más tarde. Acaso el sueño compartido, acaso aquella Jerusalém de los años cincuenta tempranos, pos-Guerra de Liberación, vinculan ambas experiencias en mi percepción. Si sobre los sueños no puedo tener certezas, sobre Jerusalém sí las tengo: las fotos de mi padre reflejan la que Amos Oz describe tan magistral y profundamente en su capítulo 8 de la versión en español de su novela. Allí están para mí, en la mirada de mi padre, la Torre de David, las murallas, y el Molino de Montefiore en su sobrecogedora soledad de entonces.

Debo mi judaísmo profundo a las historias de mis padres, sus propias historias de amor y oscuridad. Amor por la tierra de Israel, por sus ideales perdidos, por el Sionismo como realización “mesiánica” del pueblo judío; la oscuridad es otro asunto. Amos Oz recoge en su novela buena parte de esa sensibilidad y ese amor tal como yo supe conocerlo, en el cual crecí, el que determinó buena parte de mis decisiones de vida; aún en el error.

Por todo ello el año que termina este 31 de diciembre de 2019, para mí, ya está cerrado. Mientras me debato en el tránsito hacia el próximo, mientras intento releer historias de luz y esperanza, en su mayoría novelas muy menores a la obra cumbre de Oz, voy tratando de cerrar interiormente las profundas heridas que llevaré conmigo de ahora para siempre. Nada pasa en vano, todo deja huellas; algunas son marcas en el cuerpo, pero todas son cicatrices en el corazón.