Influencers, el fin del lenguaje, y la Idolatría.
Karin Neuhauser, 15 de septiembre de 2019.
El lenguaje ya no funciona. No escuchamos las palabras que alguien dice, sino de quién viene. Cada quien oye e interpreta a la luz de la imagen que tenga del otro, y nada que no esté en esa imagen previa será escuchado. Diga lo que diga, haga lo que haga. Creamos su discurso desde esa imagen.
Así, se acabó la propaganda. No le creemos más al reclame, sino al influencer. Por lo mismo, no hay más política. Compramos personas, no programas. Pero las personas ya no son personas, sino imágenes, construcciones virtuales, personajes. El influencer es una colección de fotos y videos en Instagram. La imagen es un slogan: “luchador por la democracia”, “defensor de los débiles”, “defensor de la familia, la decencia, Dios y la verdad”; Mujica, Lula, Bolsonaro, respectivamente.
Si de alguno de ellos se dice que roba, mata o acosa, ese decir será un complot de los enemigos, o será de una mujer envenenada por la ideología de género. O, el robo y el crimen serán buenos, serán “justicia”. O, no le prestaremos oídos a ese decir. Habrá manifestaciones para librarlos de la cárcel y apoyarlos. Habrá millones de personas pidiendo que la ley no se cumpla.
Porque así como ya no funciona el lenguaje, tampoco importa más la ley. Los juicios y sus sentencias son previos a los hechos. Se es inocente o culpable porque se es Lula o Bolsonaro, no por las leyes que se infrinjan, los daños que se causen o las pruebas que se ofrezcan. No creemos más en ninguna palabra; así como toda propaganda puede ser engaño o toda prueba puede ser fabricada, toda news puede ser fake-news, y toda palabra es sesgo, intento de captación, artificio. No hay más contrato social, no hay más ley, a menos que “yo” sea el juez. Yo, “los míos”, “nosotros”. Nos hemos hecho capaces de votar, aclamar y proteger a ladrones, energúmenos, bullyies. No por interés, no porque nos compren el voto, no porque seamos parte de sus mafias; los votamos por convicción. No es UN voto, no es un loco suelto, son millones de votos, mitades de países, y más. Chavez y Maduro fueron votados, Bolsonaro, Trump, Mujica, también. No cambiaron después de ser electos; mostraron lo que eran antes de la elección, y con orgullo.
No se escucha a las víctimas, prevalece la imagen. Maduro es “bolivariano”, es de izquierda; no puede haber víctimas a escuchar, porque en su autoimagen la izquierda no produce víctimas, las defiende. Los venezolanos que huyeron no se ven, o son traidores, o mentirosos. Lo que haga el presidente de los EUA no es legal porque una ley diga que es legal, sino porque lo hace el presidente, dice Richard Cheney en la película “Vice”. No hay ley, hay una imagen del poder.
Inversamente, cuando la imagen es de “energúmeno delirante”, o de “ladrón”, o de “fascista genocida”, oiremos que robó, mató o abusó, y no nos fijaremos en las pruebas o el contexto, no los necesitamos, creeremos cualquier cosa mala que se diga de quien la tenga. Ignoramos olímpicamente lo que no condice con la imagen previa que tenemos. Así es la ONU respecto de Israel. O, si ser progresistas es desenmascarar y linchar acosadores, cualquiera podrá ser acosador y ser linchado. El “metoo” puede llegar a ser eso mismo.
¿Cómo llegamos a la imagen? No por los hechos, no por lo que haga la persona, que robó o no robó según cómo la miramos. ¿En base a qué decidimos qué lado escuchar? Tal vez lo primero sea construir una autoimagen, la imagen que tenemos de nosotros mismos. Qué elegimos poner en nosotros, y qué proyectar en los demás. Así creamos al Otro, aunque aún no sepamos en quien encarnarlo.
Un molde usual para seleccionar que va para cada lado, es el de “amigo-enemigo”: lo que veo bien, es lo que soy, lo que está mal, lo pongo en el Otro. Así creamos un “nosotros”, y un “ellos”. Luego, elegimos slogans, nubes conceptuales que identifican eso que queremos ser y defender. ¿Me siento “desposeído”, o “decente”? Eso decide qué slogan nos va a gustar. También elegimos si lo seremos directamente o vicariamente, a través de otro; si queremos ser el político, o el votante. Así nos identificamos como parte de un “nosotros” y contra un “ellos” concretos.
¿Qué es defender activamente? Colgarme el cartel. O del cartel. Agitarlo. No es un hacer acorde a eso que defiendo, porque puedo robar, solo tengo que llamarle “hacer justicia”, y en lo posible, verlo como justicia, creérmelo. Porque no son sólo los otros, los Trump o Bolsonaros, los que pueden ser slogan. Cada vez más todos nosotros estamos siendo también sólo personajes, imagen, slogan. Incluso ante nosotros mismos.
La mirada judía:
Ese uso de la imagen es una forma de idolatría, un ejemplo de lo que la Torá busca evitar. Caemos en él al juzgar lo que hagan o digan Bibi o los palestinos, Cristina o Macri, o Sendic. Caemos por la positiva, o por la negativa, por el amigo, y contra el enemigo. Como señala Donniel Hartman, la palabra “nacionalismo” hoy no es lo que dice el diccionario; hoy es sinónimo de Trump y de fascismo. Por eso defender a Israel hoy, para tantos, es contaminarse con la imagen de Trump.
¿El objetivo entonces debería ser la restauración del lenguaje, del diccionario? ¿Son restaurables hoy, con la estructura mental creada por las redes sociales, que tanto tiene que ver con la imagen? Y si no lo fueran, ¿sería como anular la Torá, y con ella, al Judaísmo? ¿O la estrategia pasa por encontrar imágenes más creíbles?