Networking

Crecí con la creencia que el sustento (la “parnasá” o “parnuse”) y el eventual enriquecimiento de una persona y su familia eran producto de la tenacidad, el trabajo duro, las horas dedicadas en exclusividad, y sobre todo el ahorro; este último siempre en oposición al consumo. Tal vez esa ingenuidad me haya acompañado toda la vida y haya condicionado en muchos sentidos mi forma de vincularme con terceros, mis elecciones, mis intereses (o desintereses), en suma, mi auto-percepción autosuficiente. Comprar barato, vender lo más caro posible, y en el medio gastar poco es el secreto básico del éxito. Esa es la experiencia que, ya adulto, supe que conocí de niño y adolescente. Seguramente, porque el caso de mi familia no fue el único, ese modelo obedeció a un modelo de mundo hoy largamente superado.

Al poco tiempo de entrar tímidamente en el mundo de los negocios empecé a darme cuenta del valor de las relaciones humanas como oportunidades de negocio. Cómo una representación podía perderse y otra ganarse por la mera antipatía o empatía con el vendedor que nos tocara en suerte. Supimos sostener una relación de exclusividad de más de cuarenta años con una multinacional en base a una cierta afinidad muy básica entre su vendedor de muchos años y nuestro negocio familiar, a la vez que la carencia de una relación personal nos ubicó en pésima posición de negociación por más de veinte años con otra empres. La mera obtención de una buena “veta” (en términos mineros) de producto es muchas veces una cuestión de reciprocidad personal que va mucho más allá del crédito y el cumplimiento. Cómo uno comparte su vida más allá del negocio puede ser determinante en que este subsista.

El mundo judío, el mundo comunitario judío, ha sido siempre una red de negocios y oportunidades. Basta con leer la novela “El Médico” de Noah Gordon para entender la diferencia de un médico judío solo deambulando por la Inglaterra del siglo XI con la de sus pares viajando a Persia haciendo contactos y negocios: no sólo los segundos son “ricos” y el primero pobre y dependiente; sus vidas como judíos no tienen punto de comparación. Recuerdo siempre una fuente judía que cuenta sobre la gran sinagoga de Alejandría donde los fieles se sentaban de acuerdo a sus profesiones: no sólo de rezos vive el hombre, también debe ganarse el pan.

Todo esto viene al caso porque cuando hoy abundan los eventos de “networking”, desde los postgrados universitarios en escuelas de negocios a los grandes eventos temáticos, pasando por almuerzos y desayunos de trabajo, tal vez nunca hayamos pensado en el sistema más original y auténtico, propio, con que contamos los judíos uruguayos en el último medio siglo: las tnuot noar, los movimientos juveniles. Cuando con el correr de los años éstas dejaron de ser exclusivamente un medio para un fin, la “aliá” (emigrar a Israel) sino un fin en sí mismo, más y más jóvenes nos hemos aglutinado en su entorno y construido desde allí nuestro marco de referencia social. Pasados los años, uno aún puede ubicarse rápidamente cuando escucha un nombre: “sí, fulano, de tal generación, que andaba siempre con zutano, que era así o asá o cumplió tal o cual función.”

En otras palabras: sabemos quiénes somos. Sabemos cómo hemos pasado la vida, cuál ha sido el estándar de ética y conducta de cada uno. Si no sabemos, podemos preguntar. No precisamos tarjetas; siempre algún conocido tendrá el dato de aquel al que queremos ubicar. Basta con decir, “soy Ianai, de Nirim en la NCI”, para que el otro sepa que habla con un par. No es condición suficiente, como nada lo es, pero es un primer paso parecido al gran salto de Armstrong al pisar la Luna: un avance cualitativo único. A partir de allí, otras son las variables. Pero es ese marco de referencia el que nos permite ganar tiempo y dejar de lado la especulación inicial para ir más directamente al grano.

La gente cambia. No siempre mantenemos los valores que nos guiaron en la juventud. Pero básicamente, hay ciertos códigos que sí se mantienen. Cuando alguno o alguna cambian demasiado en relación a aquellos valores sobre los cuales construimos la adultez, simplemente deja de pertenecer, quedan corridos a la periferia. No es muy común, pero sucede, que algunos que supieron ser líderes y figuras centrales del sistema social de entonces hoy están fuera del círculo. Lo inverso también sucede: figuras con poco destaque entonces se convierten en centrales, generadores de opinión en el presente. Como sea, la dinámica grupal no deja de funcionar nunca, con todas sus injusticias pero sobre todo con su intacto sentido de pertenencia. El que nos permite hablarnos unos a los otros como si cuarenta o cincuenta años no hubieran pasado nunca.

No escribo esto para afirmar el valor de la formación juvenil en el éxito profesional de las personas; sin duda contribuye, pero está lejos de ser central al mismo. Escribo esto porque pasados tantos, tantos años, con hijos que a su vez comienzan a andar su camino, uno verifica en una oportunidad y en otra también cómo los viejos vínculos se actualizan casi automáticamente, sostenidos por lo que hoy llamaríamos un “sistema operativo” muy potente del que supimos ser parte en aquellos años. Como en aquellas épocas, se mantienen ciertos códigos y valores intactos. Nadie precisa de vínculos masones u otras rigideces protocolares del tipo que cultivan todo tipo de asociaciones benéficas: uno pertenece porque eligió y, en mayor o menor medida, fue elegido.

Por eso recibo una carta de alguien que no veo ni con quién no hablo casi cincuenta años y sabe que puede confiar en mí; por eso yo sé que cuando le digo a un hijo “habla con tal”, sé que hablará con mi hijo o hija como si fuera propio. No tengo que razonarlo, simplemente lo sé. Este sentido de pertenencia hace que a veces caigamos en redes que sostienen verdades absolutas que nos atrapan y nos inmovilizan; pero esas mismas son redes de seguridad cuando transitamos el mundo buscando ciertos sutiles equilibrios.