La Distancia

Mafalda le pregunta a Felipe en una vieja tira de Quino, “¿has pensado en lo que ocurriría si no existiera la distancia?”. Todos tenemos noción del tiempo, es común a toda la Humanidad; sin embargo, el concepto de distancia siempre ha sido el privilegio de unos pocos. Aun en nuestros días son muchos más quienes pasan sus vidas allí donde nacieron que quienes se aventuran más lejos: a la otra orilla, a otro continente, a la estación espacial. Hay gente que no abandona el umbral de su casa en toda su vida; hay quienes lo hacen para volver; hay quienes se mudan y establecen nuevos umbrales de donde nunca se moverán. Cuando los historiadores describen el derrotero de nuestros antepasados saliendo de África para habitar el resto del planeta, uno piensa en las distancias cubiertas; pero seguramente aquellos nómades nunca tuvieron noción de las mismas. La distancia era una forma de vida.

Hasta que llega el tiempo de la revolución agrícola, como la denomina Harari: la domesticación, asentar la tierra, tomar posesión. En ese contexto es el tiempo, hasta entonces inaprehensible, el que empieza a preocupar a la especie: los ciclos, las estaciones, la repetición de los fenómenos. Mientras controlamos un cierto espacio físico, las distancias no son relevantes. Como dijera Felipe, “todo está aquí”. Las distancias adquieren dimensión cuando el espacio se torna hostil: salimos a buscar sustento en otras latitudes. Pero desde el día que plantamos la primera semilla y vimos nacer el primer retoño, hay un lugar en el mundo al que llamamos “casa”. De allí surgen los pueblos, las nacionalidades, las religiones, los idiomas y dialectos: existe un espacio donde no hay distancia, todo está allí. No en vano el peor castigo en la antigüedad era el destierro.

El judaísmo ha confrontado el tema del tiempo de una forma compleja y creativa: nos ordena, nos armoniza, nos regula. Pero al mismo tiempo, el judaísmo nunca pudo manejar por sí mismo el tema del espacio: éste es una promesa, pero difícilmente sea una realidad. Aún hoy, en tiempos de Estado propio como nunca antes en la historia existió, el tema del espacio, qué llamamos “casa”, es vidrioso. No me refiero solamente a los conflictos en Oriente Medio, las fronteras, los “territorios”; no me refiero solamente Israel adentro, los pueblos que se suceden, las ciudades que se subdividen, los parajes; no me refiero a los judíos en los EEUU, país de altísima movilidad; no, me refiero a los judíos en esencia, los que se ha movido por falta de alternativa, los que han dejado fortunas cuando huyeron, los que por desgaste buscan nuevos horizontes.

Noah Gordon finaliza su novela “El Médico” con este párrafo: “Llegó a tener la impresión de que toda su vida había estado (allí), y que lo ocurrido con anterioridad era un relato oído alrededor del fuego mientras soplaba el viento frío”. (p. 989, ed. Punto de Lectura). La novela se mueve en el eje temporal y espacial, pero sólo es posible fijar y sentir el paso del tiempo cuando uno se asienta en un lugar, para siempre. La aspiración a hacerlo es muy judía, por elusiva que haya resultado en la realidad; períodos de hasta trescientos años en una zona del mundo, o quinientos en otra, llegaron a su fin en forma abrupta y total: los judíos en Europa del Este y los judíos en Sefarad, respectivamente.

El pueblo judío ha manejado productivamente el tiempo y ha sorteado los desafíos de la distancia, pero mientras el calendario se ha mantenido durante miles de años, el lugar donde vivimos sigue condicionado, ajeno. El Sionismo en su intento de normalización ha planteado al pueblo judío el gran desafío de abolir para siempre la distancia, llamando “casa” un pedazo de tierra en un rincón del Mediterráneo. Aún así, todavía la mitad de los judíos vivimos fuera de casa. Buena parte de los conflictos internos que muchos judíos padecen tiene que ver con esto: ¿dónde es mi casa?

Tal vez debamos reconocer la visión acaso más mística de que nuestro lugar en el mundo es el texto. Algunos querrán sumarle el rezo, la práctica judía, los ritos; yo me conformo con que un judío se sienta parte de la historia y que ésta lo ubique. Viva donde viva, cualquier mesa servirá de excusa para una buena conversación judía. Parafraseando a Mafalda, todo estará allí. No se precisa más.