Una Buena Conversación Judía
Podemos pensar el Judaísmo de muchas formas. Una es pensarlo como relato. Más aún en la “Era Harari”: la construcción de mitos habilita la cooperación humana en grandes números de individuos lo que a su vez habilita los grandes avances de la especie. Dicho en un tono más bíblico, “en el principio”, fue el relato: la Creación ocurre por la palabra (de Dios, para los religiosos). Siguiendo con esta lógica entonces podríamos también denominar al Judaísmo como una “conversación”. Recurriendo nuevamente a Harari, el Judaísmo está basado en intercambio de información, ya sea corriente y cotidiana (el cuento), o reflexiva y profunda (la construcción semántica del Judaísmo). En el primer caso, la conversación nos permite juntarnos, cooperar, realizar, solidarizarnos, y generar infraestructura; en el segundo caso, la conversación nos permite fundamentar y perpetuar el mito. Dicho de otro modo: si no hay espacios para Movimientos Juveniles (Tnuot) o Sinagogas, difícilmente los judíos podamos juntarnos con otros judíos. Pero al mismo tiempo, si no hay ideas, relevancia, significado, y en definitiva, respuestas, corremos el riesgo de hablar pero no tener lo qué decir. En suma: tanto el intercambio llano de información como la sofisticada construcción del mito son interdependientes. El mito no existe sin hombres y mujeres que lo sostengan; para hacerlo, necesitan la conversación corriente, incluso el lugar común.
La particularidad del Judaísmo es que la “conversación” se manifiesta en lo escrito y oral pero también en los ritos. No son meros mantras litúrgicos o tradición oral, sino acción. El Judaísmo no es sólo enunciación, supone actuar. Para un religioso supondrá el cumplimiento de todos los preceptos posibles de los 613 comúnmente aceptados; para un liberal supondrá la implementación más o menos concreta de algunos valores centrales, como la justicia social, la perseverancia en La Justicia, y el respeto a nuestros mayores, por ejemplo. Pero debemos reconocer que los límites entre lo enunciado y lo actuado pueden ser, en estos casos, difusos. Es en esta zona gris entre conversación y acción donde el Judaísmo puede perder pie. Por eso el proceso de aquello que llamamos “asimilación” puede verse a través de dos omisiones: dejar de cumplir los ritos, o dejar de tener una conversación judía. Una Janukiá apoyada en algún rincón de la casa, tal vez con alguna telaraña entre sus brazos, representa la ausencia del rito; la omisión de Janucá de nuestro “calendario” personal o familiar es la parte conversacional ausente. No encendemos la Janukiá porque no sabemos que es Janucá, o no sabemos que es Janucá porque no hemos encendido el candelabro. Aquello que dicen los preceptos acerca del valor recordador de los símbolos y ritos, que en la observancia adquiere una dimensión casi obsesiva, en la omisión adquiere una dimensión existencial.
Como judío a duras penas “observante” (porque “observo” el mundo desde mi condición judía, calendario, valores, y algunas escasas prácticas) pero no “practicante” (porque no cumplo los ritos cotidianos que ser judío supone) no puedo sino propugnar una conversación judía relevante. Si no practico ritos y preceptos, si no son mi estilo de vida, ¿dónde “soy” judío sino en mi discurso? Entiéndase: no hablo de predicar valores o desvalores, luchas denominacionales, u otros diálogos estériles acerca de lo prohibido y lo permitido; en cualquiera de los casos el judaísmo queda reducido a moralismo barato, a luchas políticas por poder y recursos, o a una visión absurdamente restrictiva de lo judío. Me refiero a la capacidad de, desde una práctica incipiente y no carente de dificultades, colocarse en el mundo desde lo que Paul Johnson llamó “una perspectiva muy particular”. La “conversación” judía, sea la cotidiana o la reflexiva, sostiene en definitiva una percepción no tanto del mundo sino de nuestro lugar en el mismo. Porque no hay forma de saberse judío que no sea en función del otro.
Estas disquisiciones vienen a cuento a causa del evento “Shituf” del Movimiento Masortí en Montevideo el pasado Shabat Nasso (sábado 15 de junio del año en curso). El acto de reunión, esa suerte de “censo” sobre todo cualitativo acerca de quiénes somos y a qué aspiramos, el repaso de la ideología del Movimiento en sus seis órdenes (Halajá; Dios; Torá; Género y Diversidad; Tfilá; y Sionismo), y una buena “conversación” acerca de los desafíos que nos esperan (Religión y Estado en Israel, entre otros) no escapan al texto de la Parashá: cuántos y quiénes somos, con quiénes contamos, cómo actuamos, y qué nos espera. En ese contexto, uno no puede evitar pensarse a sí mismo como judío, sea dentro del Movimiento que ha elegido para sí, sea como individuo con su historia personal, sus preguntas y contradicciones, sus imperfecciones y sus aspiraciones. Porque en definitiva, y dentro de ciertos parámetros ideológicos, lo que sucedió en “Shituf” es una intensa conversación judía en ambos niveles: el cotidiano, que comparte cómo obtener los recursos y sostener las comunidades, y el reflexivo, que nos impone revisar nuestras propuestas, nuestras acciones, y las tensiones que se generan.
Volviendo al mito de la Creación del principio: en el relato judío la palabra es acción, porque Dios creó con la palabra. Del mismo modo que Dios va enfrentando los desafíos que su propia Creación le va proponiendo (la desobediencia de Adam y Javá, el fraticidio de Caín, el rescate de Noaj, luego el de Lot…) a través de la palabra, la única forma en que nosotros podemos enfrentar el desafío de ser judíos en un mundo tan abierto y fragmentado, del cual somos parte, es sosteniendo lo que me gusta llamar “una buena conversación judía”.